IX. Historia de Alí
Esteban Emilio Alí tiene 28 años, nació en un barrio miserable de Mar del Plata, la Ciudad Feliz. Su padre era un matón de la mafia sindical bonaerense, entregado al alcohol y al asesinato, por lo cual fue encarcelado. Emilio se lo aclaró a Carlos, el rector de la Universidad, cuando lo entrevistó por primera vez.
-Nunca nos pegó. No me gusta esconder nada ni me avergüenza de dónde vengo. Uno no elige la familia que le toca: mis hermanos salieron de chicos a robar y recién después hicieron su vida. Yo trato de ser transparente. Fíjese que de dieciseis hermanos sólo quedamos once: dos murieron de Sida, a uno lo mató lo policía, otro se suicidó y el último se mató en una picada. Mi vieja murió hace mucho de cáncer, a los cuarenta y cinco años.
Los ojos verdes de Emilio se mueven en forma vivaz mientras hablan, si uno los observa con detenimiento enseguida percibe que destilan sinceridad. Es petiso y enjuto, de voz suave y envolvente. Está munido de una razón y de un sentido de justicia avasallantes. En poco tiempo se convirtió en el profesor más querido de la Universidad. Sus clases se llenaban de piqueteros y luchadores de toda calaña, eran un hervidero de rebelión constante y seria, expresada en hechos concretos y duros, como la urgencia y la desesperación que trae el hambre. El se había hecho cargo de todos sus hermanos a los dieciséis años, haciéndose vendedor de gallinas o de artículos de limpieza. Se afilió a un partido de extrema izquierda y fundó la Comisión Marplatense contra la Represión, logrando el apresamiento perpetuo de dos policías asesinos que fusilaron e incineraron en un baldío a Cristián Chavo Campos, un amigo suyo, un mero pibe inocente. En las reuniones de profesores Alí siempre captaba la atención de todos con sus frases justas y poéticas, de su carácter sobresalía una humildad sublime. Relataba sus experiencias piqueteras como si fuese un desocupado más del montón, y no un ejemplo de lucha y bondad humana.
-Sólo pedimos trabajo, alimentos y la eximición del pago de impuestos y electricidad. Todo lo hicimos caminando, nos juntamos en algún descampado y ahí definimos las medidas concretas de corte. En muchos piquetes hechos en invierno, en las rutas donde nieva de verdad, la gente de campo nos trae leña, chocolates, pan y facturas, y hasta algunos libros para que pasemos el tiempo. A veces nos reciben intendentes o gobernadores, obispos y jefes de policía, que siempre quieren negociar a escondidas. A nosotros nos conviene que los medios nos den bola, así logramos una mayor cantidad de puestos de trabajo.
Alí no se acercaba mucho a sus colegas de Cirrosis y Ocio, los consideraba tipos con una escasa mira social, sólo preocupados por sus propios delirios. El estaba acostumbrado a vivir en barrios sin agua y sin gas, donde la gran mayoría eran desocupados combativos, entonces veía a los profesores de esas materias con un desprecio contenido. Los enfrentaba y les contaba cosas feas, como el suicidio de su hermano.
-Mi hermano se metió un tiro en la cabeza. Era peón de albañil, a veces vendedor ambulante, no había probado ni una seca de cigarrillo en su vida. Yo lo llevaba a movilizaciones, pero a él mucho no le gustaban. Ese día yo tenía una changa de pintura y me llamaron por teléfono para avisarme. Se mató porque no tenía laburo, porque no sabía para qué lado arrancar. Para mí fue un golpe jodido. Después de eso, hubo un tiempo en que yo no quería saber nada con las movilizaciones. Pensaba que no servían para nada, que si mi hermano había terminado así, era porque la lucha la íbamos a perder siempre. Después me di cuenta de que a mi hermano lo mató el sistema, y que no había que darse por vencido contra eso.
Con apenas 28 años, Alí posee una extraordinaria madurez. Encabezando la Unión de Vecinos Organizados, tomó la Catedral de los santos Cecilia y Pedro en Mar del Plata. Tres semanas estuvieron encerrados en la casa de Dios hasta que fueron desalojados por «agentes de inteligencia» –que en Argentina son oficiales retirados o echados de la Policía y el Ejército que se transforman en mercenarios a sueldo, tipos sin educación y sin problemas morales-, a los golpes, palazos y tiros. Pusieron un revólver en el bolso de Alí y lo acusaron de «turbar el orden público y la procesión cristiana«. El secretario del gobernador se acercó a su celda y le ofreció 20.000 pesos a cambio de que «se dejara de joder».
-No me vendo –le contestó Alí.
La historia de Alí es bastante negra. Rodeado de seres débiles y hambrientos, sumidos en enfermedades paralizantes, es lógico que intervenga la muerte con mucha frecuencia. Una compañera golpeada en la iglesia no tenía plata para comprarse medicamentos. Le habían provocado una lesión pulmonar que ante el frío y su alimentación a base de mate y bizcochos de grasa, derivó en una muerte por pulmonía e indigestión. Otros compañeros visitaban instituciones para vender su sangre, sus órganos y su esperma, pero eran rechazados por los laboratorios que curan del sida y el cáncer a los ricos, a los artistas burgueses y a los gerentes de empresas multinacionales. Estaba persuadido de que la suya era una vida de entrega, de amor y lucha a favor de los oprimidos. Se dedicó un par de años a organizar la apertura de comedores populares en galpones y terrenos privados, abandonados. Le iniciaron entonces varias causas por usurpación de propiedad. Un día ocupó la sucursal de Tía con sesenta compañeros, familias del barrio, con niños pequeños y caras chupadas, tocaban el bombo y cantaban a pesar del debilitamiento de sus cuerpos. Consiguieron comida por más de dos mil pesos y volvieron contentos a sus casuchas misérrimas. Al mes vino un patrullero y lo detuvieron por «extorsión y coacción«. Dada su peligrosidad, lo trasladaron a la cárcel de máxima seguridad de Batán. Ahí sólo pudo ocupar una sucia cucheta en la celda 15 del pabellón 9.
El año pasado en la cárcel fortaleció aún más su temple. Las dilaciones judiciales lo enervaron e inició una huelga de hambre. Sus familiares y amigos armaron una Comisión para reclamar su libertad: lo tenían aislado de los demás presos, haciéndolo trabajar en talleres junto a asesinos inescrupulosos, donde fabricaban sillas para escuelas necesitadas. Su personalidad tranquila y candorosa le granjeó el respeto de guardiacárceles e internos por igual. Ningún matón intentó violarlo y jamás lo requisaron con violencia. Elisa, una amiga de Emilio, le pasaba bagayos (comida buena) porque lo que le daban en la cárcel era asqueroso e insano (caldo grasoso con huesos mordidos, pan duro y legumbres podridas). Alí le empezó a tener bronca al juez, y se daba cuenta de que el sistema legal no era ciego como la estatua que representa a la Justicia. Lo condenaron a cinco años. Luego de oír la sentencia, Emilio le confesó a su abogado:
-Se les veía el odio en la cara. Si ellos se jugaron a condenarme a mí, entonces deben hacer cosas mucho más jodidas.
Apenas Alí salió de la cárcel, reanudó su lucha y sus reclamos de trabajo, comida y justicia mientras la indigencia y la frialdad social continúan. Cuando recibió la oferta de trabajo de Carlos, la aceptó encantado porque entendió que se trataba de un proyecto serio que buscaba el bienestar de los desocupados en todo el país.