II.
Coquena, diosa protectora de las vicuñas, merodeaba los rediles para salvaguardar a sus protegidas. Fausto y Kilka se asomaron al revolcadero, donde dos vicuñas se estaban empolvando, creando una capa aislante de aire entre sus ricos pelos.
-Ellos están cazando a todas las vicuñas del departamento, no tienen idea de su carácter sagrado.
-Nosotros no las tratamos mejor.
-¿Qué no? Vamos a llevar a estas al bosteadero, el macho está allá y se debe estar muriendo de ganas de procrear. Lo escuché anoche vigilando y patrullando por la comunidad.
-Déjalas un rato, están jugando y se entretienen. Además, Pachitik ya tiene más de cinco hembras y siete crías –dijo Kilka.
. -Bien, vamos a hacer una caminata energética –propuso Fausto.
Se trataba de correr hasta un acantilado que permitía arrojarse al lago con un adrenalínico descenso. Desde allí se divisaban las casas de las cien familias del pueblo. La mayoría se dedicaba a la ganadería camélida, particularmente a las alpacas, y en un nivel más industrial, al hilado de tejidos. Se cruzaron con dos amigos de sus padres, cuya beodez estaba a punto de culminar en un sueño pesado.
-Hola, ¿qué hacen acá?–preguntó uno de ellos.
Andaban abrazados, cayéndose hacia delante, sus ojos bizqueantes se entrecerraban.
-Vinimos a tirarnos al lago.
-¿Y por qué no están descansando?
-No somos devotos de Intirayma, más bien preferimos festejar en el Chaku, y comer asados de novela –dijo Fausto.
-Ah, los hijos de Huaman son bravos, y saben vivir –comentó el que estaba más achispado.
Los hombres se despidieron con un histriónico saludo, pensando únicamente en sus camastros.