I.

Este es un relato sobre un indio indócil, de los pocos auténticamente revolucionarios. Sin embargo, logra escapar a la tragedia por los vericuetos del humor y la locura.

-¡Chapalea, chapalea pues!

-¡Ayyy!

El agua del lago estaba fresca y cristalina, salpicaba los rostros infantiles y cobrizos. Era una imagen de felicidad cristalizada sobre el muelle del pueblo, barroso y crujiente, en el cual solían jugar los niños apenas se levantaban. Yanawara y Kilka se habían sentado sobre el borde antes de sumergirse y pataleaban sobre el oleaje acariciador. Fausto se había recostado a contemplar las espaldas menudas y desnudas de sus hermanitas contra el cielo.

Era una mañana de fiesta sagrada pero los padres de Fausto no eran religiosos. Mientras el pueblo dormía ellos ya se habían levantado. El día era brillante y estaba hermoso para trabajar en las sementeras. Así, contradecían el precepto heredado de sus ancestros, de que en Intirayma sólo había que emborracharse y conectarse espiritualmente con la naturaleza. Creían que la única manera de vivir era venciendo el temor que los brujos procuraban inspirarles. Criaron a sus hijos en entera libertad, despreocupándose de los principios que obedecían las autoridades de Totorani. El único lema que seguían de los sabios fundadores de la religión aymará era: «ámate a ti mismo, a tu pueblo, y serás tan grande como tú lo desees«.

De pronto Yanawara se arrojó al lago y nadó un rato por debajo del agua, sacando de vez en cuando la cabeza para dar exclamaciones de alegría. Kilka, en cambio, comenzó a corretear alrededor de Fausto, a hacerle cosquillas en diferentes partes de su cuerpo con sus pies delicados.

-¿Qué estás haciendo? –le preguntó.

-Miro el sol y sueño con la eternidad.

-¿Cómo?

-Hay algo en nuestro pueblo que es indestructible.

-Nosotros creceremos y nos iremos a alguna parte.

El diálogo se vio interrumpido por los gritos de Yanawara.

-¡Vengan al agua! Vamos, no sean tontos.

Fausto se levantó a regañadientes y puso la mano en el agua para calibrar su temperatura.

-Está templada –aseveró Kilka.

Yanawara se trepó al muelle y le dio un abrazo provocador a su hermano, dejándolo mojado. Fausto la empujó y procuró morderle el ombligo pero ella se defendió arañándole una oreja. Kilka veía cómo se divertían y se trenzaban sus cuerpos en posturas ridículas y juguetonas. Finalmente, Yanawara se desasió y salió corriendo hacia la cabaña. El baño le había dado sed y tenía ganas de tomar un poco de quinua chocolatada.

-¿Viajarás por el mundo, entonces? –le preguntó Fausto a Kilka mientras caminaban hacia el redil de las vicuñas.

-Eso espero. No hay nada más hermoso que pasmarse con los paisajes alucinantes del oriente, conocer sus comidas y sus costumbres, averiguar las causas de las rencillas y odios para desterrarlos del mundo.

-Pero el hombre blanco no va a cambiar. Por su sangre corre el mal y la podredumbre –advirtió Fausto.

Estaban en la edad justa para independizarse: la educación anárquica y liberal que les habían dado comenzaba a dar sus primeros frutos. Kilka era la mayor y ya había cumplido trece años. Tenía pechitos incipientes y una voz adorable que cautivaban a los jóvenes de la aldea. Sus ojos eran muy expresivos y emanaban una dulzura y seguridad que amedrentaban a los candidatos a desvirgarla.

-Si no los conoces… Díme, Fausto, ¿cuántos hombres blancos has visto en tu vida? Sólo a don Hermenegildo y a los soldados que vienen a cobrar los impuestos.

-Hijos de puta, no me hables de ellos. Son sanguinarios e insidiosos.

-Pero son inteligentes, nos han conquistado y ahora el mundo es de ellos.

-Patrañas, tenemos que aprovechar nuestras vidas para cambiar las cosas y darles su merecido.

Fausto había heredado el aborrecimiento que sentía por los hombres blancos de su padre, quien lo había adoctrinado en todo lo referente a las injusticias y matanzas que habían cometido contra su pueblo. Kilka había adquirido su tolerancia –y sus dudas respecto del carácter irremediable de la maldad blanca- de su madre, que admiraba los adelantos tecnológicos de los extranjeros.

-No estés tan seguro. Te comportas en forma tan engreída como ellos pensando de esa manera. La política no es tan simple.

-¡Sandeces! Esos cristianos te lavaron la cabeza. Su mensaje de amor no es más que una mascarada.

Kilka era la única de la familia que había aprendido a leer. Un cura venido de La Paz, admirador de Las Casas, la había instruido y le había recomendado la obra de Marx. El cuerpo del libro, el cuero y el aroma del papel habían atraído a Fausto, pero no así su contenido.

-Nada bueno puede salir de sus mentes. La historia lo demuestra, ¿o no te acuerdas de lo que contó el otro día papá acerca de Túpac Amaru?

-El hombre que escribió el libro dice que llegará un día en que el sistema maléfico colapsará y entonces será la hora de los oprimidos, quienes tomarán el poder.

-Son falsedades inconducentes. La única verdad es que hay que cortarles la cabeza, destruir sus iglesias y su civilización en general.

-¡Ay, cuando te pones en testarudo nadie te saca de tu posición! Fausto, si conocieras la poesía, la sed de justicia de algunos héroes que lucharon a favor nuestro.

-Locos inofensivos son, y así los consideran en sus ciudades. Los destierran, los encarcelan o los matan.

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