Esta mañana fue algo.
Un poco de nieve sobre el pasto.
El sol flotó en un cielo azul despejado.
El mar estaba azul, azul-verde,
tanto como el ojo podría ver.
Apenas una onda. Calma.
Me vestí y salí para una caminata
–determinado a no volver
hasta tomar aquello que la Naturaleza tenía para ofrecerme-.
Pasé cerca de unos árboles viejos y torcidos.
Crucé un campo sembrado de rocas,
donde la nieve se había filtrado.
Continué caminando hasta alcanzar el acantilado
donde contemplé el mar, el cielo
y las gaviotas revoloteando al ras de la playa blanca.
Todo encantador. Todo bañado en una luz pura y fría.
Pero, como siempre, mis pensamientos comenzaron a divagar.
Tuve que torcer mi voluntad
para ver lo que estaba contemplando y nada más.
(¡Y lo estuve viendo por un minuto o dos!)
Por un minuto o dos surgieron las habituales reflexiones
sobre lo que esta bien y lo que está mal
–el deber, dulces recuerdos, pensamientos sobre la muerte,
cómo debo tratar con mi ex esposa-.
Todas las cosas que esperaba que se esfumaran aquella mañana.
La materia con la que vivo cada día.
Todo lo que he andado para mantenerme vivo.
Por un minuto o dos me olvidé de mi persona y de todo lo demás.
Sé que lo hice.
Cuando volví no sabía dónde estaba.
Hasta que unos pájaros aparecieron desde los árboles nudosos.
Y volaron en dirección hacia donde necesitaba ir.