El tonto que se emocionaba con los atardeceres

-La naturaleza es ruin –dije embriagado, analizando los desastres ocasionados por las tormentas en el litoral carioca.

-Pero la gente construye viviendas en lugares riesgosos, no se le puede echar la culpa a lo incognoscible –me respondió mi compañera.

Así comenzamos una discusión sobre los avatares de los desabrigados. Pero esta historia, la que estoy a punto de referir, se centra en una cuestión opuesta: el deslumbramiento por una parte bella de la Naturaleza, como lo son los crepúsculos de las playas de Brasil (que llegan a superar la hermosura de los culos que también se pueden avistar en ellas).

Luiz es un joven de 16 años, el menor de cinco hermanos, aparatoso y gritón, enamoradizo y creyente en Dios. Desde pequeño sus padres le insuflaron el amor por los atardeceres. Se quedaban en las playas hasta las nueve de la noche, chapaleando en el agua, jugando a cualquier cosa, cantando y sacando fotos. A medida que fueron creciendo, sus hermanos comenzaron a aborrecer esta costumbre (preferían fumar crack o andar en moto a esa hora, lejos de la mirada de los guardas municipales), pero Luiz persistía y se quedaba con sus padres, obteniendo placer de los colores y las luces naturales. Sus amigos comenzaron a mofarse de su afición:

-Pero Luiz, deja tu sentimentalismo y vení con nosotros, vamos a tomar una cerveza al bar de Bin Laden.

-No, yo me quedo aquí, hoy el atardecer será especial –les replicaba.

El joven se enamoró de una chica que, al principio, festejaba sus requiebros y sus gustos, pero pronto se cansó:

-Ya no más, Luiz, no quiero ir a aburrirme con el atardecer –le dijo el día que decidió cortar la relación.

Luiz lloró, imploró pero ella le dio una patada en la cola.

-Sos un tonto, a los hombres de verdad no les gustan los atardeceres –le espetó.

A partir de ese día, a Luiz le costó encontrar compañeros u otras chicas que compartieran su afición, aparte de sus padres.

-No entiendo, si todo lo que hacen en sus casas o en el bar se puede hacer en la playa –se decía a sí mismo.

De cualquier modo, siempre hay gente que acude a contemplar los ocasos, y Luiz procuraba intimar y comentarlos con las personas que creía afines. Sin embargo, la mayoría sólo se encontraba allí para realizar alguna otra actividad playera, disfrutaba del «espectáculo natural» pero no se embelesaba con la fruición de Luiz. Su emoción a flor de piel les parecía ridícula, digna de un viejo chocho.

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