El kiosko de Liniers
Al día siguiente me desperté con deseos de volver a Plátanos. Rosario (mi mujercita) ya se había ido a trabajar. Atendía un kiosko en Liniers donde se podía conseguir golosinas y juguetes raros. Lo había adquirido con una indemnización que le habían dado cuando la despidieron de su anterior trabajo como promotora de una empresa de venta de electrodomésticos. El papá la ayudó con un capital que tenía de su época de pizzero. Sus primas y comadres le ofrecieron ayuda y, a pesar de ser bastante esclavizante, llegaba a satisfacer sus necesidades primarias y podía decirle a sus amigas que era una mujer independiente. La ubicación del local era óptima, en pleno centro comercial del barrio, que había sido prácticamente tomado por inmigrantes bolivianos y peruanos que mercaban todo tipo de trastos y exquisiteces. Estaba inmerso entre una verdulería, una parrilla y una casa de citas, donde también funcionaban oficinas de quiniela clandestina y reclutamiento de jóvenes promesas sexuales. Rosario tenía una presencia vigorosa, era morocha y de grandes proporciones, destilaba salud a expensas de belleza. Sus primas poseían similares características, eran muy trabajadoras y discutidoras de precios. Me había dejado el café preparado, así que sólo tuve que calentarlo con un poco de leche en el microondas y hacerme las obligadas tostadas de queso untable y mermelada.
Encendí la computadora y no había nada atractivo en Internet. Las noticias y las redes sociales apestaban de mediocridad. Los correos electrónicos eran casi todo spam y respuestas inútiles. No lograba ser un engranaje más de la red, por más que alguna agencia de seguridad informática o de investigaciones estuviera espiando el contenido de mis páginas y el itinerario de mis navegaciones seguramente no lograría sonsacar nada de mi vida, o bien me catalogaría como alguien inocuo, un soñador que se refugia en la comodidad de su hogar, a quien le sientan bien las costumbres de un ermitaño. Sólo así se dispone de tiempo para cumplir con el sueño de ser un hacker o pirata cibernético al servicio del caos internacional…
Igualmente la situación no había llegado al punto de chocar con la realidad. Así que me puse a escribir un rato, escuchando un poco de música negra, y logré empezar el día de buen humor. No necesitaba más que el teclado y la pantalla, los parlantes y un poco de imaginación. No sé cuánto tiempo permanecí en dicho estado de productividad, sólo que completé cuatro páginas y fui al baño, donde leí un poco y revisé en el espejo las notorias imperfecciones de mi cara. Me afeité y me hice un par de cortes adicionales en la barbilla y el cuello. Me puse una colonia fuerte y me corté el pelo irregularmente. Estaba inmerso en esos menesteres cuando sonó el teléfono. Era Rosario, que me pedía ayuda, quería que le atendiera un rato el kiosko porque se tenía que ir al centro a hacer varios trámites.
-¿Y tus primas?
-Paulina está rindiendo examen y Rebeca está cuidando a los pibes.
-Qué cagada, bueno, si no queda otra voy para ahí, justo hoy estaba inspirado.
-Dale, serás recompensado debidamente…
-Cuando me decís eso sabés que caigo como un chorlito.
-Voy a pagar unas cuentas y a ver si me dan el documento y el carné de la obra social.
-Okey, en un rato salgo, hasta luego mi amor.
Y fui nomás al kiosko. En colectivo eran apenas diez minutos, medida de tiempo que para las almas metafísicas puede resultar una eternidad. Allá estaba todo en orden. Cristina, una de las primas de Rosario, estaba a cargo charlando con un negro alto, de esos vendedores callejeros que abundan en las calles de Buenos Aires. Su rubro eran las gafas, anillos y pulseras. Su porte atraía a mujeres de todas las edades, que se quedaban mirando su mercadería y sonriéndole. Era la parte amigable de su laburo. En verdad debía rebuscarse de mil maneras para vivir en una pieza alquilada con cucarachas y cloacas deficientes. A él le gustaban las mujeres de su raza, y por las noches bailaba con ellas y les entregaba su sexo y su pasión en hoteluchos de morondanga. Su español era bastante primitivo y yo eludí interferir en su conversación. Me presenté, le hice un par de preguntas a Cristina sobre la caja y cómo venía el día, y ella me miró como si le hablara en chino, tan enfrascada estaba con su amigo negro.
-No sé, donde siempre, fijate, ahora me voy con Boris, mandale beso a Rosario –me dijo.
La chica hablaba con los mismos recursos lingüísticos que empleaba para enviar mensajes de texto. Era flaca y anteojuda, de labios pintados y cola parada. No entendía cómo Rosario delegaba en ella la responsabilidad de atender el kiosko, decía mal los precios, daba mal los vueltos, tenía una actitud antipática ante el cliente. No sabía lo que era la amabilidad y la responsabilidad social empresaria.
-Dale, anda, que te diviertas –respondí luego de darle un beso y apretar la mano de Boris.
Era extraño que un negro tuviera nombre ruso. Cuando ya se habían alejado unos pasos inquirí lo más alto que pude:
-¿Y vos de dónde sos, amigo?
-De Mauritania.
-Paaaa.
-Mi papá era compinche de marinero ruso –dijo a modo de aclaración.
-¡Aaaah! Nos vemos, otro día hablamos –le espeté antes de preguntarle a un joven boliviano qué quería.
El desfile de clientes fue continuo durante una hora. La diversidad de rostros, intenciones, estilos y necesidades que exhibían era una fiesta para los amantes de lo exótico. Los clientes principales eran prostitutas, peluqueras, gendarmes y trabajadores de comercios. Argentina sólo se veía representada en una pequeña cuota (predominaban bolivianos y peruanos, luego chinos y coreanos, negros y gente de oriundez indefinida), el colorido de los compradores, los chillidos de los vendedores, las preguntas de los perdidos, la visita de los colegas de los locales linderos, los saludos de los policías y los inspectores de colectivos, la anotación de las ventas, de los productos que se acababan, de los que se podían comprar y vender con buena diferencia, los que estaban de más y estorbaban como adorno. Era una tarde muy calurosa y todos andaban con poca ropa y transpirados. El verano predisponía a la gente a la aventura amorosa, además del barrio plagado de prostitutas de diversa categoría. Las miradas y la saliva se recalientan. Por suerte teníamos en ese pequeño local un ventilador que respondía a la constante demanda de aire. Aquel día vendí un montón de helados y bebidas, bastantes cigarrillos y preservativos. Rosario llegó toda chivada, con la piel enrojecida y los ojos alegres. Le daba un buen tono porque ella era medio negrita. Como siempre, puteaba contra el colectivo que la trajo, los empleados que la atendieron en la obra social, y hasta la médica que fue a consultar le pareció una pelotuda. Era su manera descarnada de expresarse, que a mí me había enamorado:
-La concha de la lora, la recadorna de la madre, ¡no sabés lo que me pasó!
Yo le di un beso, le pedí que se relajase con una cerveza y le sugerí se descargara llamando a unos amigos, para ver en qué andaban. Su escasa femineidad no me importaba. Rosario era bruta, hija del pueblo más puro y pobre de la tierra. No la tenía por qué convertir en una burguesita modosa. La aguanté hasta el cierre del kiosko, el día dio un superávit modesto, como negocio era un buen pasatiempo. La cara de ella delataba que estaba cansada del asunto.
-Escuchame, Rosario, ¿por qué no te deshacés del kiosko?
-¿Estás loco, y qué voy a hacer? Yo no me puedo mantener en el aire, cruzada de brazos como vos.
-No digas eso, si sabés que trabajo y me gano la guita honradamente.
-Sí, ya sé, perdoname, estoy enfadada.
Me acerqué y le di otro beso que ella recibió más contenta. La ayudé a acomodar los paquetes, limpiar el estrecho terreno y cerrar la persiana metálica. Rápidamente ella se animó y conversamos bastante sobre algunos amigos y la situación que estábamos atravesando. Yo le expuse una vez más mis teorías sobre cómo llevar adelante la vida manteniendo cierta inconsistencia en las conductas y los hábitos, y bastante improvisación en cuanto respecta al quehacer diario. Ella no parecía muy convencida pero me agarraba la mano igual y aceptaba mi forma de ser.
-Sabés que te quiero, tonto, pero a veces sos tan testarudo y te irritás como un marrano…
Ahí la abracé y le acaricié levemente una teta, en un gesto infantil e inocente.
-¿Te parece? Yo soy bueno…
-Ahora, pero ya te olvidaste hoy cuando te levantaste y arrojabas los cubiertos sucios contra las paredes y golpeabas cualquier objeto que tuvieras a mano. Te levantaste sacado, mi vieja creyó que te agarró un ataque de furia por algo que había hecho yo.
-No seas exagerada, cualquiera puede tener un momento de mal humor donde mandás todo al carajo. Justo vos no me vengas a decir eso a mí, no nos vamos a reprochar esas nimiedades. ¿No te hice después un rico café con leche y tostadas?, ¿no te dejé ver lo que vos querías en la televisión?
Después de mis argumentos los ánimos de discusión se disiparon. Apenas arribamos a casa, los tejes y manejes domésticos captaron nuestra atención. Había que darle las pastillas a la mamá de Rosario, descolgar la ropa, lavar los platos y regar las plantas. Otras actividades similares nos aguardaban luego pero dimos rienda suelta a una sana haraganería. Ya era de noche y estábamos cansados. Por eso nos dormimos pronto y nos despertamos temprano. Por la mañana me atacó un extraño buen humor que soliviantó mis deseos de escapar de la rutina. Estaba barajando posibilidades, viendo qué podía hacer –las opciones más atractivas eran el cine, un partido de fútbol o un evento cultural con música en vivo (tocaban grupos modernos y populares)- pero una llamada de Ariel cambió la tendencia. Me contó que había ocurrido algo grave, que no me lo podía decir por teléfono, y me invitaba a tomar unas cervezas en El Punto, un bar de Plátanos.