El efecto Tánger
El viento de Tánger ejerce un efecto balsámico sobre mi alma. El café Hafa es un sitio ideal para disfrutar una cerveza pero el alcohol está prohibido y me debo reconfortar con un té de hierbabuena cuyos restos son succionados por una abeja sedienta que entiende mucho de vivir holgadamente.
La mirada dulce y acariciadora de una mujer musulmana es capaz de inspirarme, de darme felicidad. De fondo, un concierto de aves alegres se desarrolla en forma ininterrumpida. Cada persona se dedica a meditar sobre sus asuntos, si han mejorado o empeorado en los últimos tiempos, evalúan si sus esfuerzos han sido recompensados. Desde aquí se puede planificar una historia o conjeturar un porvenir. Las probabilidades que se cumpla lo proyectado son grandes: todo depende de la sinceridad del corazón, del compromiso puesto en la lucha y la inteligencia aplicada. Dios y Alá se hacen uno. Aunque cargue a cuestas con una ignorancia infinita, por un segundo creí entender y compenetrarme con la cosmovisión de los tangerinos presentes en el Hafa.
Caminar por ciudades desconocidas siempre rinde tributos. En el medio o al final de la jornada serán varias las escenas recordadas, el material para escribir enorme. La tranquilidad marroquí es contagiosa. Lejos están los tangerinos de la estupefacción: se ve que el haschish y las sustancias opiáceas que producen no son para el consumo interno.
En Tánger predomina una costumbre bastante tonta: las mujeres no ingresan ni se sientan en los cafés y teterías. Si una lo hace su acompañante será mal visto, salvo que sea un extranjero o un turista. Quizás es una medida sabia para los parámetros de la religión musulmana. Cuesta mucho comprender esta diferencia respecto de la cultura occidental, donde actualmente las distinciones sexuales tienden a desaparecer. Igualmente, la paz que se alcanza al contemplar la vasta intersección del Mar Mediterráneo con el Océano Atlántico es perfecta.