El cuento de la alfombra

Desde hace años, Mustafá me tiene atestada entre trastos infectos y polvo. Me fabricaron niños palestinos que, jaqueados por el hambre, aprendieron secretos de artesanos y tejedores. Me considero bella y atractiva. He seducido con mis pliegues y variadas tonalidades turquesas y verdes, pero ningún turista me quiso comprar, y me depositaron en lo más profundo de los muestrarios (y conste que los catálogos e inventarios de mi amo son enormes, dignos de un pachá). Ni siquiera me lavan o airean una vez por mes, como lo hacen con los manteles de mandala que tanto encantan a los extranjeros. ¿Ningún alma se apiadará de mí?, ¿permaneceré encerrada y olvidada durante siglos? Si esto sucede, no lo tomaré como un oprobio. Hay tantos palacios y maravillas escondidos en el mundo, tantas personas amenas y querendonas que son ignoradas o desdeñadas por las multitudes…

Raída por las polillas y la humedad, despreciada por mis compañeras, que viajan miles de kilómetros hasta recaer en comedores portentosos o amplias estancias deshabitadas (donde morirán de soledad), conservo la fe en la mano de obra que me creó, en sus sutiles caprichos para entretejerme. Un día quizá pueda volar hasta Tánger, y allí estacionaré cerca de un bar oscuro, donde seré la base de bebedores de vino, siendo éste un manjar exquisito y apreciado por los naturales del país más avispados –los menos obnubilados por las indicaciones de Alá-. En aquel suelo salpicado por gargajos agrios y visitado por cucarachas voraces, seré testigo de disputas inmundas y escenas grotescas. Los parroquianos serán amigables y me demostrarán su cariño. Sus historias serán suficientes para armar un libro más grande que el mismo Don Quijote –no en vano Cervantes estuvo cuatro años preso en diferentes mazmorras de la región-.

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