El cascarrabias

Estamos viviendo en Flamengo, un barrio sucio con olor a pichí, enfrente del Palacio Presidencial donde se suicidó Getulio Vargas. Aquí abundan los indigentes, niños trabajadores y adictos al crack que duermen pesadamente en las calles. Hay vendedores de cualquier cosa, desde aparatos antiguos a hisopos, puestos rodantes de hamburguesas dudosas pero sobre todo, prevalece el elevado murmullo de los borrachos y la cantinela de los pedigüeños. En este ambiente se ubica el Hotel Inglés, de escasos huéspedes y personal antipático. Ciertamente, posee un ascensor viejo y roto, un cachorro aullador e histérico y un servicio de cuartos irregular. A pesar de estas circunstancias desfavorables, componemos nuestros rostros y salimos bien dispuestos a investigar y conocer la famosa alegría brasileña.

Es un domingo por la noche, los bares están repletos de cariocas con resaca (que es tratada con cajones de cerveza), tantas mujeres como hombres. En las calles se agrupan jóvenes con raras actitudes, entre desafiantes y bucólicas, escuchando y danzando un ritmo brasileño chorro, pariente del abominable reggaetón. No registramos atisbos de batucadas en nuestro paseo. De pronto, unos jóvenes negros se acercan e intentan comunicarse. Sus frases antojadizas nos suenan ajenas y desacopladas. La cadencia de su portugués no nos conmueve, ¿será que tendremos que visitar una discoteca de travestis para hallar algo de diversión? Los putos se hacen boquetes (petes) en la playa, los intelectuales fuman maconha en Ipanema, los bandidos transan sus despojos en las favelas. Buscamos y rebuscamos por Largo de Machado (de Assís) pero allí tampoco vimos muestras siquiera de un mínimo regocijo. Pareciera haber desaparecido en la yenchi (la gente) la satisfacción de estar vivo. En los restaurantes, sin embargo, los turistas comen como animales de porciones gigantescas. Mi compañera comenta:

-¡Dios mío! ¿Cómo se puede crear una imagen tan falsa de un pueblo?

Intento darle una respuesta:

-Fijate en los niños, ellos son los que pueden recuperar esa gracia y simpatía típicas de los habitantes del país.

-Los veo demasiado violentos, o incluso adultos.

-Entonces, la perdición del mundo llegó también a Brasil

-Callate, cascarrabias –me gritó una señora que sabía español.

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