Costumbres de Fez
En Fez estoy hecho un siervo más de Alá, y a Él entrego todos mis pensamientos y oraciones. Me guía en este instante, cuando necesito la ayuda de su poder. Él viene hacia mí en un haz de luz anaranjada, ordena mis cosas y arregla mis cuentas, dándome una serenidad inmensa. También protege y contiene mi lengua para que no diga barbaridades e impresione negativamente a mis semejantes. Entonces puedo olvidarme de mis más hondas preocupaciones.
La tranquilidad que se respira en los recovecos más apartados de las Medinas incita a la reflexión e impulsa el aumento de la sabiduría. Por eso muchísimos europeos –principalmente artistas e intelectuales- compran casas allí, invierten en el mejoramiento de los barrios y contribuyen al funcionamiento de los negocios. Siempre se los encuentra dispuestos a comprar objetos aunque se los vendan a precios exorbitantes.
En la paz de los vecindarios bereberes es posible catar el sorprendente whisky marrocano, que sabe al paladar dulce, con una tenue acidez. Dos vasos alcanzan para marearse y quedarse contemplando algún horizonte con montañas áridas, murallas resecas o coquetas mezquitas de fondo. Durante las noches es un programa ideal en Fez. Todos los curtidores locales lo hacen.
El té de hierbabuena y menta es una opción de rigor para los religiosos. La luna llena sume a los parroquianos de los bares en un tedio agradable. Sus conversaciones –enfáticas o ronroneantes- se encadenan dulcemente bajo su brillo amarillo. De esta manera, el satélite terrestre se amolda y acopla al color natural de la ciudad. La amarillez despierta la calidez y el candor de los ciudadanos, hasta el más extremista está dispuesto a participar en el ritmo alocado de las calles, vociferando en contra de los extranjeros o criticando la pasividad de las mayorías. De todos modos, no logrará generar más que sonrisas, cuchicheos y una buena dosis de indiferencia.
Una alternativa a todo esto es la cerveza marroquí, pequeña y contundente, que en medidos tragos conduce a estados similares a los del jachís. Se comercializa en despensas recatadas y bares ocultos. Los bebedores sueñan con el descanso nocturno, tal vez reciban un masaje celestial o los besos de una grácil y fecunda mujer.
El sosiego de las terrazas invita a un descanso evanescente. Todo el fastidio de la civilización se despega y se ingresa a una comunión entre el cielo y la tierra. Ningún fútil incidente estropea el solaz –aparición súbita de ancianos pedigüeños, intervenciones chillonas de aparatos de teléfonos celulares (cortando cruelmente el concierto divino de los vencejos), convocatorias a huelga por el encarecimiento de los alimentos (que interrumpen por días la provisión de pan o agua), o manifestaciones de locura de seres poseídos por Alá-.
Los elogios a la lentitud son sagaces pero cuesta convertirlos en realidad, excepto en el desierto o en las aldeas desoladas de Africa. Los milagros instantáneos que acaecen en Fez resultan increíbles por más que uno los haya presenciado. Los pasadizos de la Medina están habitados por ánimas voraces y magos ingeniosos: en ellos no se admite a los farsantes o a macacos ridículos. Los capos de las mezquitas, por lo general, ejercen como filósofos, jueces en rencillas domésticas, brindando siempre soluciones salomónicas a los conflictos que se les plantean.
Tomar sol por estos parajes puede ser tan balsámico como insano –efectivamente cura o mata en tiempos muy reducidos-. Por suerte, siempre está latente la posibilidad de que la naturaleza se descalabre y se desmorone esta ciudad, la más imperial del reino de Marruecos. No obstante, la sublime haraganería que puedo cultivar en ella nutre a todas mis arterias. De aquí en adelante, sé que Alá me reserva pequeñas hazañas y gloriosas meditaciones.