Copacabana no me copa
Se puede decir que es la meca del Brasil turístico, es mencionada en canciones y en avisos de prostitución de todo el planeta. Yo la recorrí tranquilo y no le encontré atractivo o encantos, veo disuelta la magia del lugar. Ni las cariocas bonitas ni los turistas adinerados aportan algo valioso a sus calles (lo mismo se puede decir de Ipanema). En efecto, se ve cómo los cafishos manejan a sus planteles –femeninos y masculinos, de todas las edades e inclinaciones sexuales bizarras- como en cualquier pueblito de provincia. Los restaurantes y hoteles viejos, testigos de gloriosos jornadas, se amontonan como desechos de una civilización derrotada. Las enormes playas, donde deportistas ágiles o torpes practican juegos modernos, fomentan una felicidad falsa. Los besuqueos de las jóvenes parejitas –blancas, negras o combinadas-, están tan extendidos que carecen de gracia. Los muchachos gritando y paseando, con sus cuerpos tatuados, excesivamente musculosos o maquillados según la moda estadounidense, sólo pueden atraer a tontas o descerebradas. La única pasión que se siente es la de ir al shopping, sólo interesa realizar negocios importantes para mudarse a barrios exclusivos (aunque estén contiguos a peligrosas favelas). Copacabana es el refugio de extranjeros acabados o de brasileños que lucran en forma incesante. Es una pequeña Babilonia del siglo XXI, con todo ordenado para ser destruida por la furia de Dios o de Bin Laden resucitado. Con esa sensación me movilicé por sus bares, hurgué entre putas y dealers, guardacoches y vigilantes. Ninguna de sus historias me atrapó, aún cuando en ellas prevaleciera la miseria, el hambre o estilos de vida antiburgueses. La sofisticación de la dejadez, la obstinación por el progreso, el apoyo ciego a un gobierno golpista que gobierna para la «gilada», sólo me impulsaron a introducirme en el Metro y buscar otros lugares de Río, con cariocas más copados.