Congreso de las izquierdas en Leipzig
Antes de ingresar a Alemania la estimada comitiva boliviana paseó por los Países Bajos, donde se sintieron a sus anchas y hasta fumaron marihuana en un coffee-shop pionero. Su morochismo y sus pieles cetrinas contrastaban con la rubiedad y los pellejos níveos de los locales. En cambio, los canales y las naves armónicas de los holandeses les recordaban los botes y las totoras del Titicaca. La directora del museo de Rembrandt se enamoró de Choque y le solicitó casamiento. Era una oportunidad única para cambiar su vida rutinaria y aburrida de pasear por museos y hurgar en la vida del pintor. El fiel ladero le suplicó a Fausto permiso para responder afirmativamente pero el líder se lo denegó:
-Me extraña de ti, que eres mi amigo y que nos conocemos de pequeños. ¡Qué va a ser de tu vida aquí cuando tienes un puesto importante en las filas revolucionarias! Una dama burguesa no te puede convencer, no puedes mostrarte tan frágil a las astucias y las trampas del capitalismo imperial. Tú sabes los desastres que han hecho los holandeses en Africa, los desfalcos que han cometido y cómo se han destacado en el campo de la trata y comercialización de esclavos. Son de los más cínicos e hipócritas, claro, ahora están de parabienes, disfrutando de su despojo y sus negocios infames. Tú tienes para ellos el atractivo de un animal salvaje, y como tal te tratarán, ya verás…
Choque se rascaba la perilla, sus ojos ilusionados veían esfumarse imágenes de placer junto a la funcionaria cultural.
-Pero a mí los dibujos y cuadros de Rembrandt me gustaron en serio, es una lástima, y ella es tan buena, ayer me dio un beso y se entregó a mis brazos con dulzura.
-No seas tonto, me decepcionas, ¿es la carne de mujer, entonces, la que te aleja de nuestra lucha secular, abandonando a todos tus compañeros, y a tu misma familia que te espera en Oruro?
Ese argumento lo confundió, su destino estaba junto a sus compañeros, en el debate y la polémica o el campo de batalla. Se estaba librando una Guerra, era fría pero no por eso menos cruenta. Su cuerpo fuerte necesitaba duras faenas y no los placeres y comodidades de la próspera Amsterdam. Choque ya había concertado una cita con la holandesa pero finalmente no acudió, ya que esa misma noche partieron hacia la misteriosa Alemania Oriental, y por la mañana, atravesaron el mismísimo muro de Berlín, cruzando por la puerta de Brandenburgo. Los soldados del Este fueron mucho más amistosos que los del Oeste. Consiguieron como guía un guionista de cine que se cansó de filmarlos. Su periplo por Europa parecía impulsarlos hacia el terreno de las Bellas Artes. Viajaron por el metro de la ciudad maravillados con su tecnología. La cartelería brillaba más que en París. Los alemanes occidentales los contemplaban con bastante recelo. Al llegar al primer puesto militar un sargento del ejército yanqui los escudriñó con mirada maligna. Les revisó el equipaje y pretendió confiscarles los libros, los recuerdos de España y Francia, y la coca que llevaba Choque en su mochila.
-Si los encuentran los rusos será peor para ustedes –les advirtió.
Fausto protestó y empezó a gritar obscenidades. Lo llevaron a un calabozo y lo torturaron con películas de Hollywood, quisieron lavarle el cerebro con pastillas pero no pudieron. La resistencia mental de Reinaga era infinita, su única respuesta eran vómitos e improperios a los marines que no comprendían cómo se mantenía inmune a sus burlas y maldades. Sus compañeros se resignaron a cruzar a Berlín Oriental sin su líder y sus enseres.
-Ustedes vayan, mi puesto de combate está aquí ahora –les ordenó Fausto en quechua.
El Congreso ya iba a comenzar –faltaban tres horas para el acto de inauguración, y la comitiva boliviana todavía tenía que tomar el tren a Leipzig. La belleza de la campiña germana los embelesó, aplacando su tristeza por el destino que siempre maltrataba a Reinaga. Sin embargo, el ambiente de claustro y el encierro carcelario inspiraba a nuestro héroe para escribir, y durante su permanencia en la base militar estadounidense, el capitán yanqui se compadeció de él y le facilitó pluma y papel para que pudiera descargar su ira silenciosamente. Un preso culto podía redituarle diversos beneficios a la hora de negociar su liberación. Durante su estadía Fausto caviló mucho sobre el futuro de su raza y de la humanidad. Su escepticismo y repulsión crecieron a pasos agigantados. Los yanquis desconocían con quién se habían metido. Reinaga no era cualquier persona, Intelectuales de la talla de Mariátegui, Rubén Darío y Stefan Zweig se preocuparon por su situación, llamaron al presidente de Alemania Oriental y le pidieron que interviniera de inmediato, que necesitaban a Fausto para darle lustre al Congreso. El presidente, a su vez, llamó a Konrad Adenauer para que se hiciera cargo del asunto, y éste, que era harto eficiente e influyente, luego de lograr la liberación de Fausto lo despachó en un tren expreso a Leipzig, con todas las pertenencias que el filósofo boliviano había reclamado. Reinaga aprovechó su salida para escupir a los soldados estadounidenses y maldecirlos para toda la eternidad.
El evento se desarrollaba en la Marketplatz, enfrente del museo de historia de la ciudad, enclavado en el Ayuntamiento Antiguo. Habían arribado delegaciones de setenta países, lo que implicaba un récord para Congresos de Izquierdas. Extrañamente, la ideología marxista suele tener más adeptos en las clases medias y las altas que en las bajas. Al momento de llegar Fausto a la plaza para reencontrarse con sus paisanos, se estaba celebrando un concierto con orquestas de toda Europa. Los órganos sonaban con un ritmo beatífico. Los discursos ya habían comenzado, con una primera tanda en la que los comunistas soviéticos enmudecieron a la audiencia, con su soberbia razón. Insistían con la premisa de que el mundo de Occidente, enfrascado en un capitalismo explotador, era la fase extrema del colonialismo, y que conducía al hombre común y corriente a la alienación o a la condición de esclavo, y que la violencia de sus sociedades tendería a empeorar hasta la conformación de guerras civiles perpetuas que fácilmente podrían provocar la destrucción del planeta entero. Cuando les tocó el turno a los oradores latinoamericanos, los europeos ya estaban enfrascados en los aspectos más banales de la organización, como la preparación de las comidas y bebidas y de las festicholas de camaradería. Así que a Fausto no le dieron demasiada pelota, y las siguientes palabras que pronunció no erizaron las pieles de los asistentes:
«Queridos camaradas de todo el mundo, vengo cansado, fatigado de discutir con soldados yanquis de pocas luces. Llego aquí y veo que cunde la falta de respeto y que la etiqueta y diplomacia que ejercen son una copia burda e infame de las reglas de juego impuestas por el imperialismo norteamericano. Ustedes, como europeos, han adoptado posturas serviles que me parecen inconcebibles en un mundo socialista. Ustedes no entienden un carajo de la cosmovisión indígena, no han leído a Mariátegui y sólo les importan los placeres burgueses, púdranse».
Delante del escenario donde estaba parapetado nuestro héroe había una fuente donde residían varios dioses, y desde allí se veía la vinería «Auerbachs Keller», famosa porque Goethe la menciona en su Fausto. Los únicos que aplaudieron y vivaron a Fausto fueron Choque y sus demás compadres. Reinaga recordó una escena representada por el poeta alemán, cerca de la iglesia donde tocaba el gran Bach y el coro «Thomanerchor». El resto de las delegaciones sudamericanas giraban en busca de un cargo político o un acomodamiento en un partido fuerte. Los bolivianos, sin embargo, despertaron la simpatía de unos anfitriones alemanes que los condujeron a la iglesia a visitar la tumba del excelso músico. Allí pasaron un momento de una intensidad que aleló sus almas. Lloraron de emoción al oír un órgano tocado por dedos mágicos. Después se dirigieron a un castillito de 1750, de arquitectura barroca. Ahí Fausto les enseñó la base de la lengua quechua a los alemanes, que tenían una capacidad lingüística asombrosa para asimilar los pensamientos de aquel indio petiso y corajudo. Para terminar su paseo, escalaron el monumento de la Batalla de las Naciones, donde los aliados derrotaron al ejército de Napoléon. Allí se quedaron un buen rato prendados del paisaje de la ciudad, de un pintoresquismo idílico.