Carta sevillana
Querida A:
En esta vida de mierda he encontrado un amparo y algunos momentos sublimes a tu lado. El hecho de no tener problemas, no padecer los engorros y peleas que genera la conformación de una familia o el convivir con una pareja, no me ayuda a espantar las moscas que merodean, en el único sitio donde huele a meo en la ciudad. Un misterioso y fascinante instinto me conduce a los lugares más miserables de las ciudades que he visitado en Europa. Rápidamente me amoldo a ellos y encuentro materiales, veo cosas o escenas que intento reflejar en mi escritura artísticamente. Ahora la bosta se confunde con el hedor a podredumbre y pichí, entre un McDonald pequeño y la Torre del Oro. Dos linyeras españoles se sientan a mi lado mientras las moscas continúan perturbándome. Mujeres nórdicas, grandes y aguerridas, cruzan velozmente esta zona contaminada. De la sed que tengo se me abre la boca, y si no la cierro a tiempo, corro el riesgo de tragarme una mosca o que un olor inmundo me raspe la garganta. Mi amigo Luis se ha portado muy bien conmigo. Me ofreció charla amable y buenos platos sevillanos, movilidad y algunas pistas para mejorar mi situación y posición ante la vida.
El otro día comencé a cavar un pozo en un terreno despoblado que hay en un gran parque de la ciudad. Le pedí a un amigo jardinero que me prestara una pala y él se ofreció amablemente a transportarme en su camioneta hasta las inmediaciones del lugar. No tenía una razón clara para hacerlo, quizá lograr construir un refugio subterráneo para protegerme de la contaminación y la maldad del universo. Económicamente, no tenía planes ni perspectivas. Petróleo no iba a encontrar, no tenía las herramientas ni conocía las técnicas apropiadas. El sólo hecho de realizar el ejercicio físico de la excavación resultaba estimulante para mi condición de hombre cansado y triste.
Nadie se ha portado realmente mal conmigo. Los días horribles que actualmente se están desencadenando, envueltos en días menos penosos y casi mediocres, son mi exclusiva responsabilidad, y también me llevaron a tomar esta decisión. Yo solo llegué a aburrirme tanto, a soportar un hastío tan embrutecedor que perdía mi tiempo llorando o lamentando errores cometidos en el pasado, sin prestarle atención al presente y con ninguna intención de vivirlo con dignidad, olvidando los trabajos y las horas que se presentaban a mis ojos. Así que saludé a mi amigo, encendí un cigarrillo y me encaminé silbando hacia el sitio alejado que había escogido, cargando la pala sobre mi hombro como si fuera un soldado alegre y orgulloso de su metralleta.
Muy poca gente se cruzaba en mi camino. Simples seres que buscaban soledad o tranquilidad para aclarar sus pensamientos. Además de compartir este atributo, todos eran delgados y jóvenes, y por lo general sus facciones denotaban seriedad. Un par hablaban por sus teléfonos celulares de manera petulante y ampulosa. Percibí que les parecía extraño que cargara una pala, pero mi camisa caqui, mis zapatillas blancas y mi actitud distraída tal vez les hiciera cree que se trataba de un vigilante del parque o un empleado municipal encargado de su mantenimiento. No había cerca plantas ni monumentos, zonas de juego o canales de riego; sin embargo, nadie se preguntaba qué pretendía hacer con el potente instrumento de acero.
En efecto, Diego, el jardinero, me había avisado: «Mirá que esta pala es bárbara, le dicen «pocera», más no podés pedir…». El día anterior había llovido y la tierra estaba blanda. Elegí una zona sin pasto, cerca del puente que atravesaba las vías del ferrocarril (a unos sesenta metros), detrás del terreno baldío perteneciente a una cadena de supermercados. Mientras cavaba, de vez en cuando aparecía algún ciclista que giraba su cabeza para contemplar mis movimientos, lo apartado del terreno le permitía conducir sin preocupaciones y la bicisenda estaba correctamente pavimentada.