Buenos Aires en la vida de Fausto

Los porteños le resultaron petulantes y ajenos a sus causas. Rápidamente quiso mezclarse en los ambientes intelectuales, justo en el apogeo del peronismo. Logró una cita con Perón, quien quedó encantado con la gracia de su verba y la solidez de sus argumentos. La revolución indígena no podía demorarse en los países andinos, y era necesario hacer buenas migas con los regímenes vecinos. El pretexto que utilizó como motivo de la entrevista fue denunciar su condición de exiliado político. En realidad necesitaba un trabajo digno para poder pagar el alquiler de una pieza oscura en un conventillo de Constitución. El secretario de Perón, cuando le leyó la lista de audiencias del día, hizo una pausa ante el pedido de Reinaga.

-Caso raro, hablé con el embajador boliviano y me dijo que este tipo era un fraude.

-Será interesante recibirlo entonces. Uno aprende mucho de estas cosas. Además, conozco unos albañiles bolivianos que han hecho unos trabajos fantásticos en la Quinta de Olivos, son de origen indígena e inteligentes.

Reinaga arribó a la Casa Rosada con media hora de antelación, mascando coca y con un ejemplar del diario La Prensa bajo el brazo. Tenía que conocer a los nuevos bueyes con los que araría. Una semana de permanencia le bastó para conocer más sobre la historia y situación de la Argentina que cualquier analista político de renombre. Los periodistas opositores porteños le parecieron más miserables que los bolivianos, y su alma se consustanció con el pueblo peronista. Al ingresar, saludó con una sonrisa y una artesanía de la Pacha Mama a cada granadero, a la secretaria y al alférez del Gerenal.

-Bienvenido, señor Reinaga, siéntese por favor –lo invitó Perón.

Una vez en Plaza de Mayo, Fausto se sintió libre y contento. Perón le pareció un charlatán inescrupuloso. A pesar de ello, manifestó cierta empatía hacia él, y el presidente se lo retribuyó concediéndole varios favores, entre ellos, una identidad falsa pero efectiva.

Fausto caminó hasta la calle Lavalle y acudió a una función de cine, donde pasaban «Alma de Bohemio», «La Barra de la Esquina» y «Un Tropezón Cualquiera da en la Vida» de un tirón, extasiándose con el realismo orillero de Alberto Castillo. En la Facultad de Filosofía disertó sobre su Revolución India, identificando el conflicto nacional de Bolivia como un problema de razas. Para él, la contradicción principal no estaba en la lucha de clases, sino en la ‘lucha de razas’, habiendo una oposición irreductible entre el indio y Occidente. Cuando unas alumnas le plantearon que sus teorías no tenían ninguna posibilidad práctica Fausto se enojó y prometió fundar el Partido Indio de Bolivia.

Perón estaba al tanto de las actividades de Reinaga y lo juzgaba inofensivo, así que le consiguió también un trabajo en la redacción de la revista Hechos e Ideas, donde aprendió a escribir a máquina. En una mañana fresca y lluviosa, Fausto estaba concentrado en el siguiente párrafo, cuando le avisaron que en Totorani su choza natal había sido quemada y sus sembradíos destrozados, y que a su padre lo habían degollado.

«Su desconocimiento del doble papel que el imperialismo cumple a pesar de sí mismo: si por una parte oprime, deforma y exprime a los paises poco desarrollados […] por la otra se ve en la necesidad de trasplantar su técnica, incorporar sus capitales, crear clase obrera, estimular el capitalismo nacional, gestar íos elementos opositores que conducen a la liberación económica de los pueblos explotados por los monopolios.»

Inmediatamente, Reinaga acudió al consulado y pidió volver a Bolivia pero el cónsul, un miserable funcionario traidor, le negó la visa. La tristeza que lo invadió lo sumió en un ensimismamiento atroz. Se sintió culpable del cruel destino de su padre, y no tenía idea de la situación de su madre. No había forma de comunicarse con sus hermanas. El costo de los telegramas era para él inalcanzable. Carecía de medios y recursos para armar una buena red clandestina. Su condición de exiliado peligroso restringía sus movimientos, a pesar del amparo que le había dado el General. Los muchachos de la redacción de Hechos intentaron consolarlo.

-Pero Fausto, no te deprimas, necesitas estar fuerte. ¿Por qué no vamos a Constitución y nos procuramos unas buenas mujeres? -le propuso Hans Kelsen.

-Vamos hombre, tengo algo para darte que te a va a levantar el ánimo –lo animó Joaquín Coca, con quien Reinaga simpatizaba más allá de su gran apellido, mostrándole un polvillo blanco tentador.

Fausto había abatido su rostro contra la máquina de escribir, sus lágrimas fluían humedeciendo los engranajes.

-Pará de llorar, indio flojo, ¿no ves que podés arruinar la máquina? –le espetó Scalabrini Ortiz –agarrándole la cabeza y acomodándola en un espacio vacío del escritorio, conteniendo las convulsiones de rabia y desesperación que atacaban a nuestro héroe.

Varios intelectuales, renombrados y perspicaces, rodeaban a aquel despojo de hombre sufriendo de una manera que descalabraba las almas. La escena los había hechizado, y contemplaban esperando una reacción de Fausto. El los tenía acostumbrados a corajeadas y sólidas demostraciones de hombría, pero los accesos de llanto e impotencia acorralaban la lucidez de Reinaga, y dejaba expectantes a los espectadores.

-No te hagas el gil. Mataron a tu viejo, está bien, ¿qué se puede esperar de la gente maligna, Fausto? Son más de cuatrocientos años de injusticias y humillaciones. Ya llegará la hora de la venganza. Como dijo el General: Va a tronar el escarmiento…, también en Bolivia –le habló Muzzupappa.

Todos los consuelos o palabras eran insuficientes. Las imágenes de la dignidad y la vocación revolucionaria de su padre atravesaban su mente sin descanso. Cómo evitar el recuerdo de la vez que echó a unos soldados blandiendo el machete con una destreza cautivante, que paralizó de miedo a los esbirros del gobierno gamonal. Observarlo mientras trabajaba sobre sus cultivos, con devoción y pericia sobrenaturales, le renovaba el manantial de lágrimas. Pero de manera inconsciente, los argumentos de sus compañeros de Hechos se filtraron en su cerebro, y de pronto sacudió su cabeza, lanzó golpes con sus brazos a enemigos invisibles y se descargó con una andanada de insultos en aymará, que a los oídos de su culta audiencia sonaron como música embriagadora. Al primero que encaró fue al entrañable Joaquín.

-Dame eso, dos rayas me retornarán a la lucha, ahora tengo otro motivo para vivir:

Coca se las preparó y Fausto se las propinó mezcladas con un poco de opio, contribución de John William Cooke. Luego, le respondió a Muzzupappa:

-No te quepa la menor duda. No es una profecía común y corriente ni el vaticinio de un farsante: Bolivia será la vanguardia de la revolución en América Latina, y pronto nacerá un libertador que dejará a San Martín y Bolívar, al mismo Perón y a Vargas como piezas de museo.

Esa mescolanza de periodistas y escritores geniales aplaudió y lo vivó. Le aseguraron que podía contar con todo su apoyo, aunque ellos no tenían acceso a las armas. Reinaga tomó su pañuelo, se acercó a la máquina y la comenzó a pulir con la humedad que había quedado de su llanto. Con mucha humildad miró la figura venerable de Scalabrini y se disculpó:

-Ahora va a ser un fierro. Mi escritura será importante: un elemento vital de la revolución –le aseguró.

-Adelante Fausto, te traeré una ginebra para sostener tu inspiración

-Gracias maestro.

Finalmente, antes de ponerse a escribir, le avisó a Kensel:

-En dos horas partimos. Ahora soy un toro que se lleva el mundo por delante. ¿Habrá mujeres indias en Constitución?

-Perfecto, tengo tiempo para armar una nota sobre las políticas culturales del gobierno popular –replicó Hans, con una sonrisa amable.

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