taburete de bar
Todos los días y todas las noches sucedía lo mismo. El barman me dejaba entrar a las 5 a.m. Tenía que escuchar sus historias mientras limpiaba el bar y lo preparaba para abrirlo a las 7 a.m.: hasta esa hora los tragos eran gratis. Los clientes de las 7 a.m. eran de los buenos, usualmente podía «trabajarlos» y obtener unos cuantos tragos más, pero a las 8.15 a.m. sólo quedaban muy pocos. Tenía que parar un rato y esperar. Usaba las pocas monedas que me quedaban, haciendo que los tragos fluyeran lentamente. La hora más dolorosa venía cuando me quedaba sin monedas.
El truco consiste en no vaciar nunca el vaso. Era una regla: siempre que tuvieras algo en el vaso permanecías allí. A veces, el tiempo realmente me aporreaba y mi condenada lengua quedaba colgando. Al mediodía volvían a ingresar unos cuantos, todos me conocían. Hacía un buen show por las noches –sentencias salvajes en cualquier idioma, peleas a puñetazos, aún profundos pensamientos, y las veces que tenía dinero invitaba a todos. Era el chiflado. El buen muchacho. El malo. Pero durante el día no tenía energía. Estas eran las malas horas. Tenía que exprimir a esos secos chupadores. De un modo u otro lo lograba, y antes de que se largaran conseguía una pequeña moneda. En las primeras horas de la tarde las cosas comenzaban a mejorar. Ya estaba más borracho, más inventivo, más interesante, se acercaba el tiempo de la fiesta, el tiempo de la buena suerte. Ya las noches eran grandiosas. Los tragos arribaban hacia mí sin que tuviera idea de dónde venían. A veces las noches y los días se mezclaban. Me parecía estar sentado a la luz del día y enseguida todo se tornaba oscuro, o al revés, estaba oscuro y en un tris aparecía la luz. Una vez le pregunté al barman:
-Hey, Jim, ¿te diste cuenta de que era de noche y ahora brilla el sol?, ¿no es extraño?
-No –contestaba-, fuiste a tu cuarto y volviste…
A veces odiaba mi rol. Los clientes eran bastante tontos, había algo sin vida en ellos, algo de muerte satisfecha. Y además, tenía que depender de sus caprichos. Yo estuve en aquel taburete durante tres años, desde las 5 a.m. hasta las 2 a.m. Debía dormir en mis borracheras. Creía que estaba tratando de matarme con el alcohol y peleas callejeras pero no funcionaba. Mi mayor problema eran las uñas de los pies, que nunca me cortaba y que me dolían en los zapatos. Pero de vez en cuando se rompían o se caían enteras, dejando la carne tierna.
Un par de rajaduras en los labios, los dedos magullados, moretones en las rodillas por las caídas, y eso era todo. Era expulsado de un cuarto a otro, pero siempre me las arreglaba para encontrar algún otro. Era la mejor vida que me podía dar. Evitaba verme atrapado en una forma de vida común. Verdaderamente creía que esto era lo más importante para mí, todo lo demás no tenía importancia. Y aquel taburete era mío. El que estaba al fondo de la barra. Era todo lo que tenía. Era todo lo que necesitaba. No había otro hombre que prefiriera ser ni otro modo de vida posible. Estaba en la cima de mi coraje, sentado allí, esperando el próximo trago. ¿Ves lo que quiero decir?