¿qué pensarán los vecinos?
Creo que esta es la pregunta que más veces me han hecho mis padres. Por supuesto, a mí no me importaba lo que pensaban los vecinos. Me daban pena los vecinos, aquella gente temerosa espiando detrás de sus cortinas. Todo el vecindario se espiaba a sí mismo, y en los años ’30 no había mucho para ver. Excepto a mí volviendo borracho, bien entrada la noche. «Esto matará a tu madre» –me decía mi padre, «y además, ¿qué pensarán los vecinos?». Yo pensaba que me estaba comportando bien. De un modo u otro, me las arreglaba para emborracharme sin tener dinero. Un truco que me mantuvo en buen estado más tarde en mi vida. Para hacerles la vida peor a mis pobres padres comencé a escribir cartas al editor de uno de los diarios más importantes. La mayoría eran publicadas, y todas les traían mala fama. «¿Qué pensarán los vecinos?» –preguntaban mis padres. Pero las cartas tuvieron interesantes efectos: cartas de odio, incluidas amenazas de muerte por correo. Incluso me pusieron en contacto con gente extraña que creía de verdad lo que había escrito en mis cartas. Se hacían reuniones secretas en sótanos y altillos. Había armas, pactos, planes, discursos. También eran lugares donde podía obtener tragos gratis. A la mayoría de estas reuniones concurrían jóvenes de derecha, de entre 17 y 23 años. «¡No queremos que los negros se cojan a nuestras mujeres!» «¡Deben morir!» Desafortunadamente yo no me tiraba a ninguna mujer.
Todos los encuentros comenzaban con el saludo a la bandera, la que veía hermosa, maldita y juvenil. Pero todos estos muchachos provenían de familias «bien«… Yo me quedaba a beber con ellos al final de las reuniones. Tomaba todo lo que podía hasta que comenzaban a desvariar. Yo nunca decía nada pero no les importaba. Recordaban las cartas y no tenían ni idea de que eran falsas. No es que yo sea un ser humano decente, pero no estaba alineado con ningún grupo o ideología. En verdad, la sola idea de la vida y la gente me repugnaba, pero era más fácil sacarles tragos a los derechistas que a las mujeres maduras en los bares. «No puedo creer que seas hijo mío» –me decía mi padre. «¿Qué pensarán los vecinos?» –preguntaba mi madre. Pobres y locos patriotas, ilusos y condenados. Cuando me arrojaron de la casa abandoné las reuniones y me fui a vivir solo en una cabaña de madera en Bunker Hill. Y mis padres ya no tuvieron que preocuparse de lo que pensaban los vecinos.