montaña
En la secundaria nos sentábamos alfabéticamente, y Burns siempre estaba detrás de mi banco. Burns era el tipo más grande de la clase ’39, todo gordura. Era un enorme cerdo. Lo sentía en mi cuello, en mi espalda. Podía oír sus chistes viejos, las erupciones de su carne. Era el infierno. Y lo peor de todo era que, con sus tontos pensamientos de mierda, se creía inteligente. Siempre con algún truco nuevo, como golpearme la espalda, para entregarme una nota, susurrando:
-Es de María Luisa, me dijo que te la pase.
«Querido –decía la nota-, ¡tengo tantas ganas de estar contigo! ¡No puedo dejar de mirarte!» Entonces me empujaba.
-¡Ey, de verdad que te desea!
Yo lo ignoraba. «Hey Hank, ¿qué dijo el cura cuando vio la caca de paloma en su pochoclo?». «Hey Hank…». Encima de eso, su cuerpo chivaba terriblemente. Usaba siempre el mismo pesado pulover verde, aún en los días más calurosos. Después de cada clase procuraba salir conmigo, me seguía por el pasillo. «Hey Hank, espera un minuto…». Era lento, sus pies enormes estaban enclaustrados en unos enormes zapatos cuadrados y negros. A menudo se estorbaban y lo hacían tropezar. Era un solitario pero no podía abrazar su soledad, me hacía sentir física y mentalmente enfermo. Lo tuve colgado a mi cuello durante dos años. Un día volvió a sacudirme la espalda:
-Ey, ésta es de Carolina.
Abrí la nota. «¡Enrique, eres el hombre de mis sueños!» Yo me dí vuelta y lo miré. Usaba gruesos anteojos redondos. Sus labios mojados y rojos se contorsionaban en una mueca de asno.
-Escucha, Burns –le dije. –Si vuelves a tocarme, hablarme o incluso mirarme otra vez, ¡te juro que te mato!
La señorita Anderson, la profesora de Inglés, dijo a toda la clase:
-Señor Chinaski, lo veré después de hora.
Luego me miró fijamente desde su escritorio.
-He observado ese juego de caballeros un montón de veces, ¿qué tienes que decir sobre él?
No respondí.
-Señor Chinaski, le pondré un «uno» en inglés.
-Está bien…
-No se irá ahora.
No presté atención a la clase después de esto pero lo ví a Burns en las otras clases, y como desde entonces no me tocó ni habló ni miró, no tuve necesidad de matarlo. Sólo continué escuchando sus chistes viejos. Y lo peor, comencé a sentirme culpable de haber cometido un terrible error. Sentía como si lo hubiese encerrado de una forma atroz, en un lugar oscuro y solitario. Y lo dejaba ahí, completamente solo. A mi espalda, en mi cuello. Clase del Verano del 39.