lord byron

Se parecía a Lord Byron (o al menos eso decía él). Yo no sé cuál era el aspecto de Lord Byron. Ni siquiera lo leía, pero Alberto era alto, bien dotado físicamente, y tenía un brillante cabello rubio, una verdadera melena, y sus ojos eran de un fiero azul, tenía una bien modulada pronunciación inglesa y docenas de mujeres. Decía que era escritor pero nunca lo ví trabajando. No tenía idea de dónde sacaba dinero. Siempre vivió en departamentos bien equipados con alguna joven señorita bien educada. Y en la medida que pasaron los años, él se volvió viejo pero sus chicas tenían siempre la misma edad: 22, 23, 24.

Si hay algo importante en esta historia (y podría no haberlo), era que a Alberto le encantaba beber, y yo era quizás el mejor bebedor que había conocido, por lo que me invitaba con frecuencia a chupar con él.

Tuvo que haber sido el contraste. Yo era feo y grosero, seguro que lo hacía parecer más atractivo a las damas.

De modo que hacía arrancar el auto viejo y me dirigía a beber gratis. Siempre sucedía lo mismo. Lord Byron no podía sostener su vaso, y se iba corriendo al baño a vomitar, aún cuando yo lo había aventajado en la bebida tres a uno. A la hora del vómito yo encaraba a su chica.

-Vamos, nena, echémosnos uno rápido mientras él vomita sus tripas en los azulejos y el inodoro.

-¡Sos repugnante!

-Gracias, mami.

Luego Alberto salía pálido del baño, iba a su biblioteca, escogía una obra de Keats o Shelley y nos la leía. O se iba a su equipo de sonido y nos obsequiaba con un poco de Vivaldi. Lord Byron y yo éramos dos extremos opuestos: él demasiado sensible para vivir en el mundo, yo demasiado basto para comprender el dolor. Pero yo era pobre y los tragos venían «de arriba», y podía ver cómo se cruzaban de piernas sus numerosas chicas, así que era un buen negocio. Hasta que sometido a un estado delicado, se suicidó una mañana de resaca, luego de encontrar una cartera llena de píldoras que pertenecía a una de sus chicas. Y tuve que encontrar otro poeta que me pudiera alimentar con tragos.

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