locura total
Está bien, sé que estás cansado de escucharlo pero, ¿qué te pareció lo de la última vez? Todas esas piezas diminutas, en esas ciudades, yendo de una a otra, de una pieza barata a otra, aterrorizado y enfermo de ver a la gente. Era lo mismo en cada maldito lugar, miles y miles de kilómetros gastados en mirar a través de la ventana de un omnibus, escuchándolos hablar, viéndolos, sus cabezas, sus orejas, la manera en que caminan.
Estos eran extraños de alguna parte, perpendiculares paralelas sin vida, llevaron su filo contra mis tripas, aún las chicas encantadoras, con sus miradas insidiosas, con la cadencia y la magia de sus cuerpos, donde sólo el espejismo de un pago representa el truco barato de la vida.
Fui de pieza en pieza, de ciudad en ciudad, escondiéndome, observando, esperando… ¿qué cosa? Nada más que el deseo irresponsable y negativo de por lo menos no ser como ellos.
Amé aquellas viejas piezas, los felpudos deshilachados, el camino de la recepción al baño, aún las ratas, los ratones y las cucarachas eran camaradas…
Y a lo largo del camino, de algún modo descubrí a los compositores clásicos. Tenía un viejo tocadiscos. Y más que para comer, gastaba mis fondos en vino barato y discos. Y armaba cigarrillos, fumaba, tomaba, escuchaba música en la oscuridad. Recuerdo una noche particular, cuando Wagner realmente descendió del techo de mi pieza. Me levanté de la cama, conmovido. Me quedé parado y extendí mis brazos al techo. Ví mi imagen en el espejo del ropero y no había en la habitación nadie más que yo, el esqueleto de un hombre, que bajó de 100 a 70 kilos, con las mejillas hundidas. Ví la calavera de la muerte mirándome, y era tan ridícula y adorable que comencé a reír y la cosa en el espejo también se rió, y se fue tornando cada vez más divertido mientras alzaba mis brazos más alto hacia el techo.
Y en las viejas piezas yo era afortunado, tenía caseras gentiles, con imágenes de Cristo en los pasillos, pero siempre agradables a pesar de ello.
-«Sr Chinaski, su alquiler está muy atrasado, ¿se encuentra bien?»
-«Oh sí, gracias».
-«Escucha su música noche y día, se pasa todo el día en su cuarto con las persianas bajas…, ¿está seguro de que está bien?»
-«Soy un escritor».
-«¿Un escritor?»
-«Sí, acabo de mandar algo al New Yorker. Estoy seguro de que pronto me van a llamar».
De alguna manera u otra, si les decía que era un escritor, se apartaban con toda clase de excusas, especialmente si rondaban los veinte años (más tarde, era algo difícil de vender, como tuve la oportunidad de descubrir). Pero amé aquellas pequeñas piezas, en aquellas ciudades con aquellas caseras. Y Brahms y Sibelius, Shostakovitch, Ives, y Sir Edward Elgar y los Estudios de Chopin, Borodin, Beethoven, Haydn, Händel, Moussorgsky, etc.
Ahora, de alguna manera, después de décadas de curtir aquellas piezas y trabajos estériles de mala muerte, y luego de producir literalmente setenta kilos de manuscritos rechazados, todavía vuelvo a una pequeña pieza, aquí, para contarte una vez más lo maravillosa que era mi locura de entonces. La diferencia consiste en que mientras mi escritura no ha cambiado demasiado mi suerte sí. Y fue en aquellas piezas, en la penumbra de alguna madrugada… Un hombre encogido en el rincón de algún lugar fue lo suficientemente joven para permanecer joven para siempre. Piezas de gloria.