lecturas de poesía

Las lecturas de poesía deben ser una de las cosas más condenadamente tristes que hay. Las reuniones de hombres y mujeres que forman un clan, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, envejeciendo juntos, leyendo en reuniones diminutas, creyendo que su genio será descubierto, grabando cintas juntos, discos juntos. Sudando por el aplauso, leen básicamente para el pequeño clan. No encuentran un editor de New York ni cualquier otro en millas a la redonda. Pero continúan leyendo y leyendo, en los agujeros poéticos de los Estados Unidos. Nunca se desaniman, nunca consideran la posibilidad de que su talento debe ser escaso, casi invisible. Leen y leen delante de sus madres, sus hermanos, sus esposas, sus esposos, sus amigos, los otros poetas y el puñado de idiotas que nadie sabe cómo llegó hasta ahí. Me dan vergüenza. Me avergüenza que uno tenga que apoyar al otro, me dan vergüenza sus egos balbuceantes, su falta de agallas. Si estos son nuestros creadores, por favor, por favor dénme otra cosa: un plomero borracho en un bowling, un novato en una carrera completa, un jockey guiando a su caballo a través de la pista, un cantinero en el último llamado, una camarera sirviéndome café, un sueño de borracho en una calle desierta, un perro mordiendo un hueso seco, un domador de elefantes en la carpa de un circo, un accidente de autos a las 6 p.m., el cartero contando un chiste verde. Cualquier cosa, cualquier cosa menos ellos.

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