IV. El Laboratorio de la Locura
La alumna rubia de Francisco estaba enterada de todos los cursos y actividades extra-curriculares que ofrecía la Universidad del Ocio y la Desocupación. Como buena burguesa que era, se podía dedicar de lleno a rascarse el ombligo y filosofar, ojear las carteleras que promocionaban Teatro Negro, orgías organizadas y diversos laboratorios para desarrollar la creatividad artística, entre los que se hallaba el de la locura. Los talleres de drogas le habían provocado cierto hastío típico de su clase. Se lo estaba explicando a su amante-profesor.
-El otro día lo vi. Estaba anunciado con palabras estrambóticas, carentes de sentido pero atrayentes de algún modo –decía fumando un cigarrillo post-coito, de esos engañosos que tras la bruma de su humo esconden una felicidad falsa.
-Es interesante, puedo ir con mi novia y presentártela.
-¿Cómo te puede gustar tanto una puta?
-Vos sos más puta que ella y me encantás también –replicó Francisco.
-Yo soy una señorita –adujo la alumna.
-Sos más nena caprichosa, de ahí no pasás.
-¿Por qué me decís cosas feas?
-¿Por qué no querés conocer a mi negra divina?
El ríspido diálogo de los amantes prosiguió un rato más. Luego comenzaron a juguetear y a manosearse en la cama. A ella la conmovía el comportamiento infantil del titular de Cirrosis. Su despreocupación y desdén por las grandes angustias existenciales era ejemplar. Casi todo se lo tomaba a la chacota. Pidieron un whisky y en una hora se redujo la botella a la mitad, siendo Francisco el principal responsable de esta merma. Esta capacidad de ingestión también cautivaba a la rubia. Cada vez que su amante abría la boca ella temblaba maravillada.
-Las nenas caprichosas son inocentes: es mejor no progresar en la vida, así no se descubre la mierda que hay en las capas sociales de arriba.
-Entonces me tengo que poner contenta –dijo la rubia.
-Sí.
-Y la podemos pasar a buscar a la negra.
-No digás «la negra».
-Cariñosamente lo hago.
-Se llama Felicia.
-¿Ese es el nombre de guerra?
-No, tiene uno más distinguido, Naomi.
-Me parece super-grasa.
-Puede ser.
Sonó el teléfono avisando que se les estaba acabando el turno.
-¿Qué hacemos? –preguntó la alumna.
-¿A qué hora abre el laboratorio?
-En media hora.
-Mejor le aviso en la próxima. Hay que ver de qué locura se trata…
-Seguro, es una cuestión experimental, se vive adentro del alma. Según mi postura, no hay mucha diferencia entre la locura y la razón.
-Estamos de acuerdo –dijo el profesor.
Se bañaron y vistieron apurados y salieron caminando rápido, tomados de la mano.
El Laboratorio de la Locura funcionaba en la terraza de la Universidad. Los sábados lluviosos se colmaba de estudiantes y profesores que deambulaban sobre el piso naranja y mojado que reflejaba los periplos de las nubes.
-Esto es una locura absoluta –recibía abajo a los concurrentes el director del laboratorio, un monje zen que recaudaba un peso por cada loco que se inscribía. –Es para que lo disfruten: el fin de la vida es la alegría –añadía corriendo una cortina para que los inscriptos ascendieran una escalera blanca y estrecha que comunicaba con el acogedor ambiente al aire libre. Allí se emplazaban los telescopios y televisores donde se transmitían imágenes que lavaban los cerebros de los asistentes. A todos se les entregaba una hoja con instrucciones básicas antes de acceder al laboratorio: «El lavado de cerebro forma parte esencial de la sesión de locura; si inicia el paseo por la terraza con el cerebro sucio, no nos hacemos cargo de las consecuencias que pueda acarrear tal conducta a su mente y su conciencia. Para que el lavado sea efectivo, deberá aguantar los quinces minutos de bombardeo de imágenes limpiadoras sin inmutarse. Usted debe relajarse y esperar a que se sacudan bien sus neuronas hasta que desaparezcan todos los escombros de pensamientos inútiles que se acumulan en la masa encefálica. Sólo así logrará estar lo suficientemente despejado para que nazca su propia locura, inmensa y hermosa«.
El viento azotaba los toldos de telas finas que había tendido el monje, las cuales cercaban un pequeño jardín oriental. Francisco charló un momento con el director, que se llamaba Fernando. Era un hombre de fuerza singular y gran poder de concentración. Estaba armando el programa y los contenidos de Locura Contemporánea, una materia que proyectaba enseñar en el segundo semestre. Era un viejo amigo de Carlos, y éste le había ofrecido dar cursos en la Universidad. Su laboratorio ya estaba funcionando cuando ésta se fundó. Esto resulta lógico si uno contempla de cerca la alienación en la que se halla sumida la mayoría de la población. Todos quieren explotar su locura, hacerla famosa o convertirla en dinero. Acudían también al laboratorio personas carenciadas que se mantenían a pan, papa y cebolla. Eran fuertes y sufridos, Francisco había convivido con ellos la mayor parte de su vida y podía reconocerlos al instante. El hecho de que estuviera tocado por una racha positiva no implicaba un cambio de afectos o sentimientos: su debilidad por los seres marginados y miserables que sobreabundan por las calles de Buenos Aires se mantenía firme. El monje compartía este sentimiento con Francisco, le daba a las personas pobres las mejores recomendaciones para viajar por la locura:
-Ojo con distraerse, pasarán palomas y aviones que pueden confundirlos, y están los ruidos callejeros que perturban los brotes de la imaginación. El laboratorio fue concebido para seres puros como ustedes y tienen que aprovecharlo. Después del lavado de cerebro y el paseo por la terraza vengan a contarme qué es lo que se les ocurrió.
Los miembros de las clases bajas lo obedecían y ascendían satisfechos la escalera. Estando preparados para sobrellevar contrariedades pesadas (falta de educación, mala alimentación, incremento de estupidez a través del consumo de drogas en mal estado y los medios de comunicación, verse explotados por sueldos misérrimos), la visita al laboratorio representaba para ellos un escape de su dura cotidianeidad. Francisco y la rubia se entreveraron con ellos y formaron la fila para lavarse el cerebro. La sucesión de imágenes que les inyectaron los dejaron bastante patitiesos. La alumna se sintió algo lobotomizada y se mareó apenas su vista se desvió de la pantalla. La realidad le dio vértigo. Un asistente del monje la acompañó al baño y ahí pudo purificarse con un vómito. El poco whisky que había tomado se quedó adherido a su paladar. De vuelta en la terraza, empezó a fantasear con su sabor, con la elaboración y la historia de los productores de aquella bebida que se estaba apropiando de su alma. El profesor, con las manos cruzadas tras la espalda, marchaba ensimismado alrededor del jardín oriental, observándolo con detenimiento. La alumna lo vio tan absorto que lo hizo desaparecer de su mente. Recordó algunos conceptos de Cirrosis, la exposición en clase, las vivencias de aquel día, las esperanzas que se abrían en su futuro.
Quien asocia la locura a la violencia se equivoca fatalmente: una demostración de este aserto es la tranquilidad y el clima pacífico que predominaba en la terraza. Algunos paseantes charlaban de manera amistosa en voz baja, otros deambulaban canturreando dulces canciones y unos pocos se sentaban o se quedaban parados simplemente meditando, sin el menor esfuerzo intelectual. No les importaba mojarse. El lugar era muy espacioso y la lluvia caía inclinada de un cielo que combinaba sectores blancos y grises. Una poderosa sensación de sensatez surgió en la piel de la rubia. Metió los dedos en la tierra empapada que bordeaba a un pino enano. Las fragancias del jardín eran tan ricas que la sobrecogieron. El monje lo abonaba con sustancias putrefactas. La alumna se limpió los dedos en una planta de aloe vera. Contactarse con la naturaleza en medio de la ciudad le provocó un estremecimiento, un escalofrío que derivó en reiterados chuchos. El asistente del monje se acercó y le dijo:
-¿Querés una manta?
-Sí, gracias.
El asistente, desplegando amabilidad y galantería, la condujo a una habitación donde guardaban objetos valiosos para el desarrollo del laboratorio: bases de imágenes a aplicar en el lavaje de cerebro, muebles que en los días de sol trasladaban a la terraza (hamacas, velas, luces, aparatos para hacer gimnasia y acrobacias), todo tipo de instrumentos que requirieran los concurrentes para plasmar su locura en algo útil (cambiar un estilo de vida decadente, matar a personas malas –más malas que lo normal para el hombre-, oponerse al ‘sálvese quien pueda’ que cunde en las sociedades globalizadas, etc.). El asistente encontró en aquella habitación una bella manta roja de hilo peruano. Luego de quitarle el polvo y aromatizarla con lavanda, la colocó sobre los hombros de la rubia.
-Esto es para vos, preciosa.
-Muchas gracias, creo que me resfrié.
-No: el aire que corre ahora es sanísimo.
Entonces el asistente, empleando mucha cortesía, le tomó las manos y las calentó entre las suyas.
-Sos bondadoso –dijo la alumna.
-¿Viniste con tu profesor?
-Sí, me enamoré en la primera clase.
-Sos un caso extraordinario.
-¿Por qué?
-No necesitás estimular tus locuras, te afloran naturalmente.
-Gracias, sos gentil, inteligente.
-No hay que incurrir en el chupamedismo, eso sí es una locura –le advirtió el asistente, cuya sapiencia empezaba a embelesar a la rubia.
Al igual que su jefe, él también se llamaba Fernando, y era bastante sentencioso, encabezando todas sus opiniones con una negación.
-No es bueno caer en enamoramientos constantes, lo peligroso es quedar como un imbécil.
-Es verdad, yo soy ingenua, el profesor dice que soy una nena caprichosa.
-A Fernando le parece lo mismo. El sabe calibrar muy bien a los individuos, enseguida los cala y los trata como se merecen: a los buenos, bien; a los malos, con asco y desprecio. Es curioso, pero para su filosofía no existen los matices, y creo que está bien. Los momentos más importantes de la existencia siempre serán el nacimiento y la muerte.
Unos compañeros de Fernando pasaron y los saludaron. La estudiante les habló de su locura, narró todo lo que le había sucedido desde que Francisco entró en el aula. Sexo y pasión destilaron sus palabras.
-¡Qué coqueta y adorable sos! –dijo uno de los amigos de Fernando.
Otro le preguntó a la rubia:
-¿A qué te dedicás?
-Soy estudiante de Ocio y Desocupación.
-Debes ser una experta en varias locuras –comentó Fernando.
-No tanto como ustedes –contestó la rubia, sonrojándose.
La jornada se cumplió normalmente en el laboratorio. Fernando, el monje director, repartió algunos pesos entre sus asistentes. Francisco platicaba con sus pares sobre la experiencia que acababan de vivir.
-La cuestión de la locura no es ver a Dios. Uno está verdaderamente loco cuando se pone pesado y molesto para los demás, sin necesidad de que haya una perversión particular, inclinaciones a la toxicomanía o que se profieran constantes delirios –dijo Ariel, el joven titular de Licores, explicando sus sentimientos.
Había acudido incentivado por las mismas promociones que había recogido la rubia. A los profesores de la Universidad también les sobraba tiempo para ocuparse de su propio ocio.
-Yo no me volví loco, es más, me atacó una cordura de mierda –comentó un cartonero que había intimado con los académicos, un tanto defraudado por los servicios del monje.
-Igual es lindo el tiempo que dura –dijo Francisco.
-Sí, pero ya me había tomado dos vinos antes de vneir, y eso me dispuso a tomarme a risa esta batata –replicó el cartonero.
-¿Sabe usted que podría dar Cirrosis II en nuestra Universidad? –le preguntó Ariel, quien anotaba en su cuaderno fragmentos de la conversación.
El cartonero se sorprendió y comenzó a calcular si le convenía la propuesta. Este proceso le demandó a su mente que se detuviera por un rato. Entretanto, los profesores presentes, bajando la escalera, siguieron cruzando impresiones acerca del funcionamiento del laboratorio. Abajo, al lado de la puerta, estaba parado Fernando para despedir a sus visitantes e invitarlos a retornar pronto.
-«El deseo de volver al laboratorio nace solo en el corazón» –les decía.
Y así sucedía, puesto que de otro modo no se explicaría su éxito y eficacia comercial, que se amoldaba en forma excelente a los principios de la Universidad donde enseñaban los titulares de Cirrosis. El cartonero enfrentó a Fernando y lo saludó con respeto. La sugerencia de Ariel lo había seducido y lo había instalado en una especie de locura que avalaba los beneficios y méritos del laboratorio.
-¿Y, amigo, algunas palabras? –le inquirió el monje.
-Un lujo, compañero, un descanso del caos ciudadano.
-Me imagino lo que debe ser para usted… -le dijo Fernando, dándole una palmada para pasar a saludar a la estudiante, que terminaba de despedirse de sus asistentes con besos sonoros y húmedos.
-¿Lo pasaste bien?
-Super.
-Así me gusta.
La rubia se reunió con Francisco en la calle, y éste la introdujo a Ariel. El cartonero se aproximó al grupo y les pidió que le concertaran una entrevista con Carlos.
-No hace falta que vayas de traje, podés ir en medio de tu recorrido. Si estás muy sudado y sucio te vas a poder limpiar en los baños de la Universidad.
-Muchas gracias, amigos.
El cartonero dictó su número de teléfono celular a Ariel y se retiró.