I. El profesor ideal
Hoy me levanté con una resaca tremenda, mareado, en el sucio cuartucho de una angelical dominicana. Ella estaba muy dormida y no me atreví a despertarla. Me arrastré al baño, vomité hasta hacer bailar el diafragma, y haciendo silencio, me calcé mi pantalón desteñido y la camisa rotosa.
El día estaba espléndido. Corría un frescor que me despejó el rostro y me hizo sentir que la vida es algo valioso. Un cosquilleo en la nariz me atacó cuando pasé por el café de la esquina. Metí la mano en mi bolsillo y caí en la cuenta de que tenía la plata justa para el colectivo. Me restregué las manos e ingresé. Avancé decidido al mostrador y saludé al dueño.
-¿Qué quiere? –me preguntó.
-Café, tengo que ir a dar clases, pero no tengo un peso.
-¿Mañana me lo paga?
-¿Confía en mí?
-Siéntese, enseguida se lo sirven.
Una moza de aspecto aindiado se acercó a la mesa donde me senté y apoyó la bebida humeante frente a mi cara. Busqué su rostro con mis ojos y me sonrió. Le repliqué la sonrisa y soplé por arriba de la taza. Le puse un terrón de azúcar y revolví, observando por la ventana el andar de obreros y cirujas. La televisión estaba prendida en un canal de noticias. Sobre una mesa vacía yacía el diario del día vislumbrando un futuro catastrófico. Resistí la tentación de agarrarlo y bebí rápido. Entraron dos parroquianos charlando animadamente. Sus voces estridentes se referían a las dificultades de sus negocios. Yo pensé en la dominicana y bendije mi suerte. Me levanté, me dirigí al mostrador y le tendí la mano al dueño.
-No hace falta. Vaya, que lo esperan sus alumnos –me dijo mientras con una mano hacía un gesto desdeñoso.
Apenas salí atisbé que venía un colectivo por la avenida. Crucé corriendo y logré trepar. Llegué en veinte minutos a la facultad. Durante el viaje me estaba mareando cuando un nervio de mi mente surgió para decirme que debía planear la clase. No sabía de qué diablos debía hablar.
Se trataba de mi debut como profesor. Un viejo camarada de la secundaria se había apiadado de mi condición miserable y me había conseguido una cátedra en una universidad privada. Fragüé unos antecedentes que no eran malos. Doctor en filosofía, tenía varias tesis publicadas en congresos internacionales y había trabajado diez años como preceptor en un colegio secundario. Lo que se dice un inútil social, no era. Podía ofrecer a mis semejantes conocimientos tremendos sobre las perspectivas de la Cirrosis y las posibilidades de alcanzar un verdadero estado de felicidad a través del alcohol. A mis cincuenta y ocho años, yo estaba contento con mi negra dominicana, mi nueva vocación y la bondad del hombre que me fió un café.
A Carlos –mi amigo del secundario- lo crucé en un bar de borrachos que está enfrente de un estadio de fútbol. Era una tarde en que había perdido la cuenta de las cervezas que me había tomado. Varios discursos había dado a viejos fulleros y gordas matronas que concurrían a pedir vasos de soda y vino barato. Había farfullado comentarios sobre los resultados de las carreras de caballos y los sorteos de la quiniela, había ofrecido innumerables soluciones para los problemas económicos que atravesaba el país y diserté acerca de la conveniencia de asumir una actitud escéptica y estoica ante la vida.
-¿Cómo es eso? –me preguntó un fullero de cara ovalada, con una nariz intensamente colorada por el alcohol.
-Que dos ideas supuestamente incompatibles pueden conformar una fórmula mágica para sobrellevar momentos complicados.
-¡Ah! –respondió el hombre, sus ojos grises y hundidos extraviados en la incomprensión.
Lancé un eurcto y le pedí disculpas. No me había expresado con claridad. El mozo y una señora pelirroja y corpulenta que portaba una bolsa enorme con cacerolas oxidadas nos contemplaron burlones. Se hizo un silencio y esperé a que gritaran alguna cosa chistosa. Tomé un gran trago mientras crecía el silencio. Me paré para ir a mear y le susurré al fullero:
-No se preocupe, estoy desvariando, cuando vuelva del baño voy a estar más lúcido.
Al retornar a mi asiento vi a Carlos sentado en una mesa contigua. Estaba fumando un cigarrillo con displicencia. Sus gestos eran los de un tanguero relamido. Había detenido su auto, demasiado lujoso para el barrio, frente a la puerta del bar. Fisgaba en una agenda alguna cosa, sus ojos parecían cavilosos.
-¡Carlos! –lo llamé.
Levantó la cabeza y aparentó dudar acerca de mi identidad.
-Soy yo, Francisco…
-¡Sí! Pero qué barbaridad, no cambiaste para nada, sólo unas arruguitas…
Carlos se paró y me dio un abrazo fuerte que me cortó un poco el aliento. Cerré la boca y aguanté los apretones en mis brazos mientras aspiraba su perfume de aristócrata pulido. Siempre había sido un tipo elegante, ahora tenía el aspecto de un melancólico diplomático en busca de soledad y concentración.
-¿Pero qué estuviste haciendo todos estos años? –gatilló su pregunta luego de soltarme y señalarme una silla.
Hipé antes de sentarme y de modo ceremonioso le repliqué:
-En una época era muy timbero y me corría juergas todas las noches… no sé, no te puedo resumir todo lo que me pasó.
-¡Qué bárbaro! Pero algo habrás estudiado…
-Me anoté en Derecho y enseguida tuve que dejar. Mis viejos se fueron del país y me dejaron en bolas. Entré a laburar de planchador en una tintorería, después conseguí un curro como pasador de apuestas, qué sé yo, uno se la va rebuscando para no dormir en la calle.
Carlos sonreía, como si le resultaran divertidas mis desventuras. Lucio, un hombre de rasgos indígenas que servía a los parroquianos, se acercó a nuestra mesa. Carlos le encargó un churrasquito y un vaso de vino. Lucio asintió con su sonrisa muda y nos dejó conversar.
-Pero vos tenías una condiciones bárbaras, pintabas para director de orquesta…, me acuerdo la envidia que te teníamos por lo independiente que eras.
-Sí, para pegarme una sífilis con una puta vieja del barrio, para ratearme y perder el tiempo en el parque tomando cerveza. Soñaba con ser un profesional, viajar por el mundo y relacionarme con gente de alcurnia. Mirá cómo terminé…
-¿Y qué hacés efectivamente?
-Me embriago, eructo, meo, soporto calambres en la panza, jodo con cartoneros y viejas rateras, en fin, el tiempo pasa fácil así.
-¿No tenés familia?
-Un hijo que nunca veo. El otro día me contaron que anda vendiendo droga en una casa tomada.
-¡Qué macana, che!
-Sí, resulta que perdí el contacto para no darle un mal ejemplo y el tipo sale para el carajo igual.
-¿Y la madre?
-No tengo la menor idea.
-¡Qué despistado, che!
-Ahora escribo poesía en una revista barrial, de esas que reparten en los negocios –confesó Francisco.
Lucio acercó a la mesa el churrasquito y el vino.
-¿Querés un mordisco?
-No, gracias.
-¿Una copa de tinto?
-Eso sí acepto.
Lucio, con una sonrisa fija y una mirada cínica y penetrante, susurró algo relacionado con la ventura de Francisco.
-Es un tipazo este hombre –comentó Carlos.
-Sí, Lucio es de los que no hay… Es fiel y siempre te levanta el humor –señaló Francisco.
Mientras comía Carlos escuchó una perorata de su compañero sobre su complicada situación económica.
-A vos parece que te va bien –deslizó Francisco al contemplar cómo su amigo se escarbaba los dientes con disimulo y sobriedad.
Carlos tomó un buen trago y le chistó al cocinero, ordenándole luego que preparase otro churrasquito. Observó seriamente a Francisco y le reveló el origen de su fortuna.
-Laburo como un condenado… Me dedico a la cultura. Con un pequeño capital que heredé de mi viejo abrí una universidad privada. La idea fue hacer un centro de estudios atípico, con materias extrañas que no tienen salida laboral y que justamente responden a la realidad del mercado. Se llama Universidad del Ocio y la Desocupación, y otorga el título de Licenciado. Te juro que no es joda, parece que será un negoción.
Francisco entresoñó la posibilidad de enseñar en tan digna institución todas sus técnicas para ser un desocupado de alta categoría. Conocía el terreno y sabía moverse entre gente ociosa y peligrosa, no habría alumno que pudiera resistirse a su seductora manera de encarar la vida en la calle.
-Mirá –prosiguió Carlos. –Por ejemplo, en vez de Búsqueda de Trabajo, hay una orientación de la carrera que se llama Búsqueda del Ocio. Hay mucha necesidad de aburrimiento en la población. El estrés está matando las fibras nerviosas de nuestro pueblo –se explayó mientras saboreaba su segundo sandwich.
-¿Y si me conseguís un puestito como profesor? Yo entiendo mucho del tema…
Francisco lanzó su propuesta sosteniendo una sonrisa rígida, viendo cómo el director de la Universidad masticaba con deleite. Aguardó la respuesta sorbiendo su copa de vino, reteniendo en su paladar el líquido tinto, moviendo nerviosamente los pies bajo la mesa. La posibilidad de trabajar le provocaba más inquietud que entusiasmo, más titubeos en su mente que golpes alegres en su corazón.
En el bar se había formado un ruido consistente, las conversaciones de las otras mesas y el volumen de la televisión constituían focos de distracción para Carlos. Estar allí en aquel momento representaba para el director de la Universidad –o gerente educativo, en términos capitalistas modernos-, una oportunidad para empaparse de una realidad social a la que no tenía común acceso. El vivía en un barrio privado, rodeado de guardias de seguridad y sirvientes que limpiaban su mugre. Su esposa pertenecía a una familia de militares terratenientes de perfil aristocrático. Sus normas de conducta eran viles y curtían una opulencia criminal. Tenían deseos futiles y gozaban de sus privilegios como cochinos ciegos. A Carlos lo aceptaron sólo porque era un tipo audaz y competente para hacer negocios. Le ponían buena cara y él los entretenía contándoles proyectos y diciendo cosas que resultaran de su agrado. Les interesaba especialmente qué educación pensaba ofrecerles a sus cuatro pequeñas hijas.
-La moda ahora son las institutrices particulares. Las chicas van a estar permanentemente conectadas a la red. Así, por ejemplo, podrán aprender a manejar los campos de la familia –se explayaba Carlos.
Amoldarse a los hábitos de los ‘Zorriategui’ resultaba un ejercicio que ponía a prueba toda su capacidad de cinismo y de resistencia a la estupidez de las clases altas.
Las modernas viviendas del barrio privado eran de una similitud prodigiosa. Prevalecía un criterio de construcción funcional, jardines de un verde parejo y piletas rectangulares. Todas estaban pintadas del mismo color crema y hasta los árboles que plantaban, desde una vista aérea, tenían un paralelismo notable en uno y otro hogar. Era un auténtico socialismo de ricos. Los autos que usaban también eran iguales, y vendiéndose un par podrían alimentarse millones de hambrientos. Carlos era conciente de esto y le divertía observar la falta de lucidez de los Zorriategui, cómo conservaban patrones de vida rancios y cultivaban un falso honor. Cuando se alejaba de su familia Carlos viraba rápido de conducta. Aprovechaba para sumergirse en ambientes inmundos y decadentes. Si bien estaba dedicado exclusivamente a las ciencias pedagógicas, su verdadera vocación era la de sociólogo o auscultador de las vivencias de marginales y desocupados como Francisco, por eso lo escuchaba con profunda atención:
-Mis antecedentes son perfectos y me puedo incorporar a la Universidad cuando lo dispongas. Vos sabés que soy humilde y no te voy a engañar. De descocupación y cómo matar el tiempo sé un montón. Mirá, una de las mejores maneras es estar enfermo. La recuperación de resacas tiene sus vericuetos y demanda paciencia. Tener el hígado destrozado es una forma de entregarse al ocio. ¿Qué me decís?
-Adelante, tu análisis me parece coherente –dijo Carlos.
-Gracias. No voy a molestar a ninguna alumna ni saldré de juerga con mis alumnos, por eso no te preocupes. Sé que en una universidad debe prevalecer un correcto espíritu de compañerismo. Me imagino que tienen un reglamento…
-Sí, en el Ministerio son muy quisquillosos con el asunto de las calificaciones y la homologación de los programas y títulos. Como somos completamente innovadores y removemos conceptos tradicionales que se aplicaron por más de doscientos años, los funcionarios nos ponen trabas y tratan de sacar su parte los muy hijos de puta –aseveró el director.
-¿Tomamos otro vino? –preguntó Francisco.
-Sí, pero me queda sólo un ratito. Pasame tu número de teléfono –respondió Carlos, tomando una fina birome dorada.
Lucio rellenó los vasos con una amplia sonrisa.
-Ahora me cortaron la línea por falta de pago, así que te doy el de una vecina que en todo caso me avisa –dijo Francisco.
-Bien.
-El laburo de profesor es exactamente lo que estaba necesitando. Estoy en una etapa en que no le encuentro sentido a la vida. Mi fe está medio podrida y pasar de una borrachera a otra cansa y deprime. Decí que hace poco me conseguí una novia que es una fiera, en el buen sentido –dijo Francisco.
Sonó entonces el celular de Carlos.
-Disculpame.
El director intercambió escasas palabras con su mujer.
-Ahí está la mía, una rubia cargosa que cualquiera de estos días mando a la mierda.
-Igual un tipo como vos debe tener sus amantes… -sugirió Francisco.
Carlos negó con la cabeza y luego dijo:
-Va a ser lastimoso separarme de mis hijas.
-No seas gil, las vas a ver de vez en cuando.
-Sí, macho, me alegra haberte encontrado y espero que nuestra nueva relación sea fructífera –dijo el director levantándose y abriendo su auto con un control remoto.
Francisco se paró también y se dieron un recio apretón de manos.
-Te llamo y te venís a la Universidad, así te vas aclimatando –dijo Carlos, ya arrancando hacia el barrio privado.