Exceso de tequila – Capítulo 8

Enterados de la peste que se les acercaba, los habitantes de Potonchán (pueblito asolado y reconstruido cientos de veces, con sus parcelas de cultivo untadas al sol, incineradas) viajaban a la costa a curiosear. ¿Era verdad el rumor sobre el retorno de Quetzacoatl? Para consultar sus oráculos, celebraban fiestas llenas de color y marimbas, fuegos inocentes y danzas. Posteriormente organizaban reuniones oscuras, tétricos encuentros poblados de espíritus supersustanciales. Personajes infernales de toda laya, de un infierno bien tabasquino. Allí aparecerían las respuestas, en medio de los picantes ardores que les provocaban a sus inmolados e interfectos. Carne infecta a las brasas, humo de grasa elevándose en claras figuras que juntas forman un dibujo: la cueva donde están presentes destruida, objetos arrojados al piso, vasijas doradas y polvitos mágicos desaparecidos, todo en poder de un nuevo amo, un hombrecito muerto sobre una cruz que contempla el desastre desde una altura celestial.

La representación era pavorosa, les angustiaba la vida a los potonchanos, aldea que estaba creciendo con su carácter alegre y amistoso, pero que ya había asumido el advenimiento de una nueva era apocalíptica. Los veredictos de las humaredas, de las exhalaciones fuertes de tabaco y hierbas alucinógenas, eran irrefutables. Pronósticos de eterna certeza, dictados inmemoriales todopoderosos. Esta vez la reconstrucción sería imposible, los hilos de las cortinas vaporosas entrelazaban milenios de sufrimientos. Sus ánimas y sus hálitos se encargarían de resucitarlos, pero ya desgastados por la miseria y las vejaciones. El paisaje no iba a ser el mismo, iba a estar plagado y frío. Endechas que filosofaban sobre la dicha que representaba Morir en vez de ser un Esclavo, cantadas maravillosamente por Tenépal y sus compañeras de coro, reanimaron a los potonchanos.

«Oh, en este nuevo hombre no se puede confiar,

no nos entreguemos a él mansamente,

en sus miradas y poros portan el mal,

se los debe enfrentar sin pausa,

batallar en la selva y los montes con toda nuestra ferocidad» -decía una letra.

«Animales humanos o dioses maltrechos

Espantos contrahechos, mentalmente enanos,

Codician el oro a muerte, no toleran la oscuridad,

Y es nuestra necesidad, hacerles daños muy fuertes» -era el estribillo de otra.

Como tabasquinos juiciosos, recompuesta su jocundidad, los caciques potonchanos se dispusieron a encender las piras para montar el escenario de los sacrificios rigurosos. En esta oportunidad le tocaba a unas prisioneras guatemaltecas, y a un recaudador de Moctezuma secuestrado. Repetición de humos portentosos. Toda la indiada ve en el suelo las sombras de los cuchillos afilándose en sus pedernales. Sus corazones laten en sentido descendente. Se excitan con los alaridos postreros de las víctimas. Enseguida se oyen los borbotones de entrañas salientes saltando al ruedo. Salpicaduras de hígados esparcidas por el suelo, apáganse todos los estertores. El crepitar de las antorchas se transforma en silencio. Del monte se distinguen los bramidos de los pumas. En la noche brillante, algunos murciélagos aterrizan en sus campos yermos. Sueñan que del mismo modo pueden sentenciar a los dioses malignos. Hablan los testigos de su acercamiento. Uno cuenta que están armados con catapultas.

-«Como juguetes de niños son, y con las piedras que lanzan destruyen muchas casas recias» –dice un testigo.

Otro trata de describirlos:

-«Parecen asnos enfurecidos…».

Tenépal los ve como toros. Adivina cómo son. Muchos sueños se lo revelaron. En los semblantes preocupados de los potonchanos aprecia vestigios de derrota. Los toros van a arremeter con sus cuernos, y ningún ídolo lo impedirá. Los sacrificios de sus amos actuales eran los menos cruentos y más entretenidos de todos los que había presenciado en su derrotero como esclava. Pero igualmente los deploraba, presintiendo a la vez que el destino le reservaba estar envuelta en otros actos más deplorables aún, muy pero que muy sanguinarios. Encima la habían obligado a estar parada al lado de la losa de degollina. Debía vigilar las ataduras de cabuya de una guatemalteca, ajustarlas si se aflojaban. Ella había intentado consolarla.

-«Con Diosito de la Tierra vas a ir, y tu amiga también, feliz paso darás, canta con nosotras, que pronto abandonarás una vida horrible» -le decía.

El terror abrumaba a Tenépal, pero ella se mantenía dura. Cerraba los ojos y aparecía el hombre de otro mundo que le daría castillos y remansos para descansar, el Quetzacoatl de carne y hueso. No interrumpía sus ejercicios de traducción. Trabajaba sin holganzas, con sus facciones enlutadas, mostrando empaques de mujer mandona. Al mexica sólo le dirigió una insultante oración de despedida.

-«Odioso perro, toda tu descendencia se consumirá. El viento del este la extinguirá. Ya llegan sus primeros chicotazos. Muere, muere, bárbaro contador, chupamedias de Moctezuma».

Como líder de las esclavas, Tenépal controló la repartija de la comida: frijoles con trozos de carne desecada. Las gargantas potonchanas se regaron de tequila. Ella les indicaba a sus compañeras qué cuencos debían dejar de servir, a cuáles borrachos tenían que dormir de un mazazo, etc. Lumbre que lumbre les daban a sus teas los esclavos de los caciques, organizándoles sus orgías de alucinaciones, revisando la pureza de una hilera de mancebas prontas a satisfacerlos. Ritmos incesantes de tambores, danzas calientes, estrellas tiesas punzando la negrura del cielo. Bordones, atabales y panderos. Cascabeles rodando. Fiesta plena. Los potonchanos quemaron ramas para espantar a unos mosquitos, levantaron velos y vahos para protegerse de los arribistas que venían a destruirlos. Tenépal portaba sebo para alimentar las mechas. Recorría los bohíos arrojando en una carretilla las inmundicias que sirvieran de abono.

Para rehacer sus sembradíos, los campesinos de Potonchán tienen que dar dos rodeos al monte, andando agazapados y a pie, saltando abismos entre peñas romas. Allí encuentran tierras aptas, y las protegen con veneración, porque ya les han rendido múltiples frutos coloridos. De su labor retornan regocijados, y en el templo del Jaguar discuten la evolución del comercio. Ahí comienzan a beber hasta la cena, y luego sí, se entregan a la práctica de sus ritos bárbaros. Tenépal continúa sirviendo a sus señores. Los caciques se sacuden invocando al Jaguar del cerro, hermano de leche de la divinidad cubana. Todos los cachorros deberán luchar contra el monstruo hispánico. Los jefes potonchanos se van intercambiando de posiciones, aúllan y dan topetazos bruscos. Se embarran sus caras, agitan sus miembros. Vuelven a enredarse con los espantajos orientales, y a ahorcar con sus gruesas manazas sus cogotes imaginarios. Al extenuarse, se retiran a rincones acondicionados con petates limpios y mantas tersas. Tenépal arma sabrosas tagarninas y chicotes espigados. Luego introduce el resto del tabaco en enormes cachimbas. Su amo Paloantzin abre su boca esperando su turno de fumada, ella mantiene quemantes las hojas exquisitas. Todos observan sus movimientos primorosos. Su belleza es motivo de distintas disputas. La firmeza de sus gestos y la justeza de sus palabras causan consternación a sus pretendientes, aunque le perdonan sus insolencias por sus encantos sensuales.

En la dinámica social de los potonchanos, cualquier esclavo se podía convertir fácilmente en señor. Bastaba contar con un valor bruto y cierto afán de popularidad. Después sólo había que simular simpatía, esconder una faca filosa y reiterar los bestiales y certeros golpes de los verdugos. Capándose o estudiando saberes adivinatorios, también podían escaparle al anonimato. Los tabasquinos no le otorgaban renombre a los pusilánimes. El Jaguar, con su mordidas y garras, mantenía a raya a los ejércitos mexicas. Y de la misma manera, valientes siervos usurpaban las vidas de nobles decadentes. Novelas de auténticos caballeros poblaban su historia, héroes alados de inmortal corazón, antepasados de sabiduría legendaria. Los caciques más turbados por los ritos tabacosos, los ajumados hasta el gañote, raspadas sus lenguas de tanto chupar, ya estaban listos para sus entrelazamientos carnales. Tenépal era la prenda más codiciada, la que producía babas copiosas en las quijadas de sus señores. Ella también estaba adentrada en una embriaguez, ciertamente más delicada. Le había prometido a su dueño que esta noche escogería su macho. Había alcanzado este inusual privilegio debido a sus gracias; su divina inteligencia podía conseguir este capricho envidiado por las otras esclavas. Para Tenépal, la selección de su hombre sólo representaba un simple juego infantil. ¿Qué diría Coaxchitl? Su padre la debería estar espiando desde su morada de trasnochado, ¡y las veces que subastaron a su endiosada pequeña…! Seguramente echaría cólera por sus narices, removería las noches para reprenderla, quizás hasta regresara como sirviente de Quetzacoatl, el Dios vengador, para matar a todos sus amantes, al que estaba por elegir y a todos los que vendrían después.

La hacendosa esclava gustaba de un cacique enjuto que se estaba revolcando con dos primas. Tenépal se afligió cuando vió su eyaculación esparcirse por los rostros de las dos nobles parientes. El príncipe se llamaba Catzontzin, un tipo larguirucho pero de pellejo sólido. Mamado como una cuba, sus queriditas lo recostaron sobre una lona. Apenas cerró sus párpados, apareció la imagen de Tenépal, tanto en su sueño como en su entorno real, relampagueante de mezcal. Ella lo agarraba cansado, y eso beneficiaba sus planes de tener un desvirgamiento mondo y apacible. Un celador de la castidad de las vírgenes la acompañó en su incursión a la carpa de Catzontzin. Debía comunicar su decisión al Consejo de Celadores de Vírgenes. El dueño de Tenépal, el cacique Paloantzin, aceptó con hidalguía la preferencia de su esclava.

-Si apenas es una mera painalesa, pues -declaró a sus colegas del Consejo.

Además, su vida de casado no se veía afectada, una amante menos qué le hace a un cacique. Los potonchanos no conocían la ambición, los gérmenes que derramaban los españoles aún no habían atravesado el aire denso de su podredumbre biológica, la que expelían por características innatas de la especie. En cambio, la sangre de estos tabasquinos estaba impregnada de células vivificantes, de vida furiosa desparramada a las fuerzas de la naturaleza.

El debut sexual de Tenépal no resultó tan sencillo. En su profundo y dulce duerme-vela, Catzontzin la embistió como un toro, un torito comparado con su Quetzacoatl soñado. Allí estaba Malintzin quebrando su promesa, sobre ella Catzontzin, desvirgándola.

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