Exceso de Tequila – Capítulo 6
-Ya nadie te adoptará. Eres una pequeña muy engreída y si no cambias pronto, morirás de inanición en esta tierra desolada, porque los tabasquinos y los cholultecas odian a las painalenses toltecas como tú. Prefiero vejarte y acogotarte a obtener mis dividendos por tu transacción -le decía el poseedor principal de su persona, quien se ufanaba de su desprendida declaración ante los otros dueños de Malintzin.
-¡Tabasqueños a la vista! -anunció un vigía.
-Esta gente de provincias es lentísima, en Tenochtitlán se los comerían crudos -dijo otro traficante, impaciente al verlos avanzar con extremada parsimonia.
Mientras arribaban los indios de Centla, vestidos con mantas blancas y amparándose bajo parasoles de tela negra, los xicalangueños continuaron atormentando a Malintzin. La manosearon y escupieron su rostro. Querían provocarle llantos que ablandasen los corazones calientes de los tabasquinos. La premisa era modificar su semblante despreciativo por uno que conmoviera penosamente a quienes la observaran. La niña toleró sus ultrajes sin chistar, manteniendo pétreo su porte desafiante. Había inventado un juego para ignorar las obscendidades que hacían sus amos ignorantes. Traducía sus exclamaciones repugnantes al maya, se concentraba en sus palabras y enseguida las volcaba a la otra lengua; luego imaginaba adjetivos que denotaran bondad, para contrarrestar sus soeces juramentos. Lo hacía con los ojos cerrados, y cuando los abría, remiraba con aborrecimiento a sus dueños, victoriosa porque sabía desbaratar sus tretas comerciales que apuntaban a presentarla como una esclava ejemplar. Y lentamente, los tabasquinos se acercaron. Llevaban cueros y armas de piedra en bolsas atadas a sus espaldas. Estos artículos eran muy estimados por los xicalangueños. Las expresiones de los comerciantes de Tabasco eran secas o vacías, la vista fija en la confluencia que los rumbeaba a Cholula. No se interesaron en los tenderos cobijados que hacían cochinadas al costado del camino. Se adelantaban muy despacio, poniendo demasiado esfuerzo en cada paso. Debieron frenarlos con voces afónicas y toques de cuernos para que apreciaran su bella mercadería.
-¡Ea! ¿Acaso sois ciegos? ¡Miren el primor que tenemos aquí! ¡Contemplen esa carita de serpiente enojada! Es absolutamente majestuosa. ¡No desperdiciéis esta oportunidad! Vale tan sólo un fardel de los vuestros -declamó el mayor accionista.
Malintzin no había variado su postura perturbadora. Clavó sus ojos rabiosos en sus probables compradores, quienes la atisbaron con desconfianza. Los cabecillas tabasquinos intercambiaron ojeadas rápidas. La niña los insultó en distintos idiomas, y esto los impulsó a decidirse: precisaban una lengua que se entendiera con los mexicas.
-No les vamos a dar más que medio. ¡Míren cómo se comporta! ¿Para qué nos serviría esta espantosa criatura? -negoció el líder centlano.
-¡Hecho! -acordaron los xicalangueños.
Los nuevos amos de Malintzin no constestaban a sus pataleos, la dejaban plañir durante horas enteras en medio de los peores chubascos. La niña sufrió un montón de mojaduras, se desataron muchos huracanes aquella temporada. El viento rabioso llegaba a arrastrarla hasta una legua, y para no fallecer en el mayor desamparo, la esclava se veía obligada a retroceder lo desandado cuando los temporales amainaban. Cuando la veían llegar empapada y debilitada, apenas le hacían señas ampulosas con las manos para ofrecerle comida. Si Malintzin la rechazaba, no le insistían tiernamente. Armaban sus tiendas y encendían sus fuegos, inclementes e indiferentes a su dolor. No era sino una esclava chinchosa para ellos. Y el trato que le deferían no carecía de cierta sabia actitud pedagógica.
Los centlanos amaban mucho a sus niños. No los llevaban, como los otros pueblos de Tabasco, a sus peligrosas caravanas comerciales. Los dejaban al amparo de sus mujeres hasta que cumplían doce años. Las madres se encargaban de su manutención. Al arribar a la edad estipulada, sí les permitían emigrar de sus aldeas, y los alentaban a aventurarse en el cosmos inconmensurable. Para la crucial instancia, los brujos-ancianos ya los habían educado con su ciencia inestimable. Mediante un metódico entrenamiento, ya eran diestros flecheros e inmejorables agricultores capaces de subsistir a cualquier circunstancia de peligro, y podían desbaratar por sí mismos las acechanzas de fieras selváticas o conquistadores humanos. El espíritu errante propio de los centlanos les era inculcado a la fuerza, porque los largaban sin ceremonias a los senderos más inhóspitos, y bajo amenaza de ser recluidos a perpetuidad en el pueblo si los encontraban fuera de los terrenos salvajes que les asignaban. Estos viajes iniciáticos duraban de tres a cinco años, según las cualidades de los muchachos centlanos y los territorios a explorar. De este modo, esta ciudad tabasquina se nutría de valiosos elementos de otras culturas. Sin embargo, el costo de este sistema era alto: muchos se perdían para siempre, y los que regresaban, se presentaban en un estado irreconocible para sus madres, ignorantes de las costumbres que habían mamado en la infancia. Pero esto no importaba, ya se podían sumar a los convoyes mercantiles de los mayores, y pronto recuperaban su alma pura de centlanos.
El camino de tierra ardiente y reseca tranquilizó a la princesa desheredada. Diluídas las feroces demostraciones del cielo, transformado el paisaje en un escenario apocalíptico y destruido, virgen con el renacimiento de la calma, plagado de diminutos retoños que brotaban de las renovadas raíces transportadas por indómitos remolinos de agua, los bosques de la ruta a Cholula habían desaparecido. Arriba de las cabezas de los comerciantes centlanos, volaban céleres cientos, miles de aves multicolores, de especies jamás vistas en el estado tabasquino. Piaban con gran estruendo, y se precipitaban en vuelos vertiginosos, buscando árboles donde aposentarse y conseguir alimento. Bandadas y bandadas cruzaban el aire como escuadrones de un ejército aéreo. Habían escapado de los ventarrones para retornar y contemplar sus hogares destruidos. Gorjeaban su estupor salvajemente. Bajo árboles tumbados, aparecían cadáveres de tigres e iguanas. Ahogados en las orillas de los lagos, un montón de cocodrilos desangrados. Sólo algunos monos ágiles habían logrado escabullirse de los ciclones voraces…
En los parajes desolados por los huracanes, los tercos cholulanos reconstruían sus aldeas. Los centlanos colaboraban apiadados de tanta destrucción. Eran buenos constructores de bohíos, sabían fabricar ladrillos de lodo y tenían gran paciencia para soportar las torpezas de los albañiles y arquitectos de Cholula. El fracaso de su expedición comercial no los desalentó. Emisarios de Tenochtitlán llegaban todos los días a verificar el desastre. Asentábanse en los límites de la ciudad y se burlaban de sus enemigos, negándoles fondos y bastimentos para la reconstrucción.
-«Así aprenderán a no desafiar el poder del nuevo monarca Moctezuma» -les decían a los caciques cholulanos.
Los dueños de Malintzin se separaron del torpe ritmo de trabajo de los cholulanos, de su mancomunado acarreo de piedras basamentales, para platicar con los mexicas burladores. Procuraban venderles sus armas y sus cueros rescatables, reparar los males sufridos con una suculenta transacción. Se deslizaron hacia sus carpas cuidadosamente. Los tenochcas (de Tenochtitlán) no debían percibir la ayuda que le estaban prestando a sus enemigos, y se presentaron ante ellos con la mayor deferencia posible, disimulando cuanto pudieran su aversión a las befas infames que les hacían a los desamparados cholulanos. Para demostrar la efectividad de sus piedras arrojadizas, un general mexica les solicitó que la aplicaran sobre un obrero del Señor de Cholula Chitumali. Exhibieron entonces las virtudes de sus guijarros lijados con celo y maestría singular. Prevaleció la importancia de concretar una venta ventajosa sobre la compasión por un esclavo inerme. No iban a arruinar los ciclos de luna recorridos, resistiendo diversas calamidades climáticas y rudos ataques de bandidos, sólo por un tonto escrúpulo humanitario. Con los cueros diseñaron rápidamente instrumentos de tormento que sedujeron a los implacables enviados de Moctezuma.
Malintzin había madurado. Tantos traspasos de amos le sirvieron para templar su carácter y conocer varias familias de lenguas. Sus actitudes de nena indócil se modificaron. Sin mostrar la sumisión y el espanto de sus compañeras de cautiverio, acataba las órdenes de los jefes centlanos. Había hallado una actividad noble que la alejaba de las labores más indignas: la fabricación de morrales para la portación oculta de armas filosas. También se dedicaba al tejido artístico de sarapes y güipiles, y a la elaboración de huacales y bolsas con fibras de jonote, las que trenzaba con sus manos industriosas. Su capacidad y rapidez para estas tareas le posibilitaba alternarlas con sus oficios de trujamana. Los mexicas continuaban deslumbrándose con las cualidades que descubrían en los tabasquinos, a quienes siempre habían considerado como toscos incurables. Cuando vieron a la pequeña intérprete, presentada como nativa de Centla, rieron con profusas carcajadas. Nunca habían podido entenderse, más allá de un primitivo idioma mímico, abundante en ampulosas señales, amenazas y confusiones evidentes, con ningún pueblo de la comarca tabasquina. Y la niña los iluminaba, corregía sus erróneas pronunciaciones y les hacía comprender el verdadero concepto de viejos pictogramas mixtecas.
-Estos relieves significan la búsqueda de belleza en la obra; estos otros, el tránsito desesperado hasta el hallazgo de un universo nuevo, la conversión del material en un producto útil y hermoso -les explicaba la oriunda de Painala.
Los emisarios mexicas le propusieron a sus nuevos amigos centlanos comprarla a cambio de evitarles el pago del impuesto que Moctezuma exigía a los transportistas de mercadería, pero estos se negaron. Ya su rostro despuntaba claros rasgos de mujer dominante, y sus servicios le habían deparado numerosas ventajas a sus amos. Las demás esclavas la bautizaron Tenépal, «la intercesora», aunque para ellas sólo era una vulgar entrometida.