Exceso de Tequila – Capítulo 4
Equivocados o no, la muerte era para los painalenses un motivo de regocijo. Y el tiempo terrenal no significaba un inconveniente apremiante para los convocados a celebrar el cruento deceso del cacique, ni siquiera una circunstancia para meditar, captar las esencias de las cosas trascendentes de este mundo, o intentar inmortalizarlas mediante poemas heroicos. No necesitaban medir la vida con edades. Cada rato era para ellos eterno, todo momento, oportuno; los instantes, meras vigilias con todos los sentidos al acecho del trasmundo. El cosmos no les inspiraba interrogantes imposibles de resolver, ni procuraban contemplarlo con artefactos complicados. Sus fuegos voraces servían para cocinar rápidamente la carne. Querían apreciar cuanto antes el esqueleto de Coaxchitl, la estructura que sostenía a su hombre principal, huesos con extrañas conexiones. Inmunes a la pena y el dolor, la muerte era recompensada con danzas alegres y muertes adicionales (los parientes y sirvientes que deseaban acompañar a su señor en su próxima encarnación). Así saciaban su sanguinario fervor, necesario para continuar las batallas interminables con sus enemigos de Cholula. Para cicatrizar una herida, siempre es imprescindible otra herida, y a veces, una más peligrosa y profunda que la primera…
Estos ritos no bastaban para aplacar la tristeza de la hermosa hija del cacique que estaban calcinando a las brasas. Ella era un caso extravagante. Malintzin sobresalía en la celebración por su porte ensimismado. Las niñas de su edad vagaban con indiferencia alrededor de las fogatas mientras ella, heredera del noble guerrero muerto en una emboscada de los cholulanos, lloraba sentada sobre una gigantesca roca, apartada de los festejos que se habían desencadenado. Sus facciones austeras cobraron con el dolor una belleza simple y natural. Su porte principesco, bastante desarrollado para sus doce años, imponía respeto. De sus ojos negros, el izquierdo era más oscuro que el derecho. Miraban el horizonte ensombrecerse, un precipicio verde que se tornaba negro. Detrás de ella, el chisporroteo de las llamas y los cánticos retumbantes.
-¿Cómo la princesa se ausenta en semejante ocasión? -se preguntaban los brujos-sacerdotes de la tribu.
La viuda ya estaba abrazada a un miembro de un clan rival, y a su nuevo hombre, llamado Guazochilco, le cuchicheaba su parecer sobre el futuro de Malintzin.
-Jamás pude amarla. Desde chiquitita se mostró reacia a mi aprecio, a mis mimos y a aceptar los consejos que le daba. No son actitudes rebeldes las suyas, simplemente es una niña diferente. Su piel y su mirada son extraordinarios, como si no hubiese sido engendrada por mi vientre sino por el de una yucateca bastarda. Se expresa con vocablos raros, propios del sur o de tierras ignotas, y se queja de que nadie la comprende. El padre era el único painalense que simpatizaba con ella, y por eso anda tan melancólica la pobre. Ya ves que ni siquiera sabe interpretar lo que simboliza la muerte para nuestro pueblo. Así que mañana, cuando vengan los tratantes de esclavos de Xicalango, no vamos a perder la preciosa oportunidad de venderla. Debemos hacerlo con mucho sigilo y recato. Los magos de mi ex-marido no deben enterarse. Son muy respetuosos de nuestras tradiciones y no permiten que se transgredan las leyes del pacto de Tlatelolco. Y además son unos chismosos y chalanes insoportables. ¡Mirá cómo se acercan a Malintzin los descarados! Conocen nuestra enemistad y seguramente se la llevarán a dormir a sus cavernas. ¡Observa! Sí, ella los rechaza, la muy caprichosa. Vamos a ver qué ceño pone cuando nos deshagamos de ella. Lo mejor será sorprenderla a la noche. ¡Ay, queridito! ¡Qué ganas de tener hijos contigo, y que salgan sanos y fuertes, conquistadores de la Tierra! Verdaderos caciques y no problemáticas cacicas. Podemos degollar a una de mis esclavas y disfrazarla como si fuera Malintzin. Barnizar su cabeza con betún y decorarla con petatillo y barro bruñido para que los papas, celadores de los oráculos de Painala, no la reconozcan.
Guazochilco reflexionaba con los ojos cerrados, acariciándole los senos a la madre inescrupulosa. Eran grandes y suaves, y prometían deleites celestiales. Hasta tenía ganas de morderle la oreja. La carne del muerto había estimulado su estómago. Movió su cabeza y cayó su boca sobre sus pezones. Entretanto, la oía muy animada, pronta a responder a sus juegos.
-Ya quita tus manos y díme cuál es tu parecer… -dijo la mujer entre suspiros de placer.
El abandonó las tetas para responder.
-Sí, la idea me parece excelente. Aunque es tan bonita, ¿no te gustaría que participe de nuestros encuentros amorosos? Sería un ingrediente muy sabroso. Toda así, tímida como es ella.
-Estoy hablando en serio, no seas depravado. Se trata de mi hija al fin y al cabo.
-Bueno. Déjalo en mis manos. Si te quieres despedir de ella, vé y háblale. Pero no te compadezcas ni demuestres en tus palabras señales de un corazón blando. Si lo deseas, puedes darle un coscorrón. La llevaré a Xicalango directamente; es mejor mercado que nuestra plaza. Me pagarán el doble. Los xicalangueños son muy regateadores, pero finalmente yo los sé convencer. Además, su hermosura habla por sí misma, tengo unas ganas bárbaras de hacer con ella lo que estoy por hacer contigo.
Los amantes se apartaron a su cueva secreta. Luego de penetrarla varias veces por distintos lugares, Guazochilco encendió su pipa favorita, obsequio con el cual el occiso le había ofrecido una vez su amistad. Había mucha ironía en su determinación. Ideal el tabaco después de la carne disfrutada.
-Estaba rico el infeliz. ¡Qué sabor, por Quetzacoatl!
-No lo nombres a ese. ¿No sabes que trae mala suerte?
-Yo no creo en esas supercherías. Son puras blasfemias de pueblos innobles, simples brutos que sólo buscan enriquecerse. Los mexicas serán buenos guerreros, pero de filosofía no entienden ni jota, y bastante menos de teología.
-Luego de copular te sientes un Dios y dices siempre idioteces. ¿Y tú qué sabés? Vamos, eres un holgazán como ellos, tienes un buen pene y nada más. Muchos negocios sucios para progresar pero bien que te rebajas cual cholulano a las imposiciones de Ahuitzotl. Hay que ver si tu carne es tan deliciosa como la de Coaxchitl -lo reprendió ella, arrojándole sus ropas de cuero para que se protegiera del intenso frío.
Libaron néctar de maguey antes de salir a la intemperie. Se besaron apasionadamente un rato, tras el cual él fue a reunirse con los de su clan. Mamalinchan se acercó al grupo de hechiceros que rodeaban a su hija. Los apartó a empujones y gestos desairados.
-¡Abran paso! ¿Por qué atosigan a mi pequeña? ¡Fuera, bastardos! Ya no tendréis más influencia sobre ella. Ven, hijita querida -la invitó a abrazarse a su vientre recién bañado con el esperma de Guazochilco.
El semblante de Malintzin se rellenó de ira; la tristeza se le había esfumado apenas después de avistar a su progenitora. La intervención de los asistentes de Coaxchitl podía malograr los planes de su madre: la invitaban a viajar a Tenochtitlán, a presentarse ante el mismo emperador Ahuítzotl para solicitar su bendición, y una legitimidad oficial de su carácter de heredera. Y el viaje se debía realizar cuanto antes.
-Ven, Malintzin. Aquí todos los presagios están en tu contra. Huitzilopochtli y Xólotl han sido consultados acerca de tu destino y no contestaron a nuestras inquisiciones. Ya sabes que Mixcoatl, el divino protector de tu padre, no se tomó la molestia de reconocer nuestros mensajes. El panteón se comporta como si no existiéramos. Algo muy extraño está sucediendo. Muchos macehualtin (gente pobre) quieren llegar a pipiltin (gente noble). Se introducen en nuestros templos y desordenan los ídolos para confundirnos -dijo el papa Chimalpahin.
-Sólo recibimos la opinión de Tezcatlipoca, el sol blanco del Peyote, joven muy desprestigiado en la actualidad, y ha dicho que tus parientes están armando una confabulación, y que incluso están dispuestos a mandar tus huesos de regalo al señor de Zozola. Las revoluciones siempre comienzan por el lado de la religión, pero en realidad todas dependen de motivos económicos. Y estos macehualtin están hartos de ser sometidos a impuestos, a canalladas de otro mundo, a antojos injustificados de un rey que se comporta como una vedette («¡Oh, bua! Violaron a nuestras mujeres, violemos a las de ellos» -declaró, al asumir su trono, para luego dedicarse a arrasar, a exterminar todas las cabezas rebeldes a su puta codicia). En fin, se prepara una nueva revuelta, y parece que viene muy jodida la mano. Debes escapar -añadió su ayudante.
Malintzin no comprendía sus delirantes propuestas, sus hilarantes alusiones las juzgaba aún más precarias. Las sombras de sus narices ganchudas le provocaban terror, sus perfiles de shamanes alucinados no eran precisamente una pinturita: daban la imagen de lunáticos sedientos. Y cualquier crimen era un buen calmante para los intermediarios directos de Quetzacoatl. Seguramente querrían hacer un experimento con su cuerpecito, y ella no cedería a sus babosas intenciones. Tampoco recibía consuelo en los brazos de Mamalinchan. Eran presas que la sujetaban con un aprecio ficticio. Desesperada y ahogada, aguardó a que terminasen su disputa.
-Pero señora, no sea zorra con la nena. ¿A dónde la lleva? ¡Propondré en el Consejo quitarle sus derechos! ¡Bruja! ¡Vuelva para acá! -exclamó Chimalpahin, estirando su brazo de druida enclenque y exótico para impedir que retrocediera la viuda.
-Ya vimos cómo festejó la muerte de Coaxchitl, habráse visto, no tiene un mínimo de decencia. Se revuelca la puerca y que gocen todos los parientes de nuestro amado cacique, y ni qué hablar de los no parientes. Por esta ambiciosa él será siempre infeliz en su casa celestial. ¡Sí, usted propone eso, cerda! Ya va a ver cómo la cagamos en la próxima reunión del Comité de Ancianos -acotó el ayudante.
-¡Mentirosos, ladinos! ¡Hagan lo que quieran, viejos estúpidos! Ahora me la llevo, y no se atrevan a tocarme, que llamo a mi guardia y les aseguro que me encargaré de consfiscarles sus alucinógenos, y ya veremos quién sale vencedor en esta movida -amenazó Mamalinchan, sacando su flauta para chistarle a sus esbirros.
Los brujos tuvieron que resignarse. Agarraron sus bolsas de hongos y le arrojaron gargajos a la viuda. Con este acto le manifestaron su abominación eterna. Ella no se quedó atrás y les arrojó tierra pútrida a sus culos. Y Malintzin lo observó todo al borde del desmayo. El sufrimiento sólo la había adormecido. Y aquella noche, la de su rapto infame, soñó que sólo se entregaría a Quetzacoatl.