Exceso de Tequila – Capítulo 3
Corrió hasta el escritorio donde Hidalgo hojeaba con ceño desdeñoso los exámenes entregados y apoyó el suyo.
-Fue bastante complicado -añadió antes de girar sus talones para salir del aula con todavía mayor velocidad.
Sus pasos se aceleraban a la par de su extasiado corazón. No atendió a las voces de sus compañeros que le cuestionaban su apresuramiento. Bajó las escaleras, cruzó el patio de recreación y avanzó decididamente al cobertizo donde se practicaban ejercicios gimnásticos. En esta ocasión no contaba con tiempo para tomar las sogas y atarlas prolijamente. Buscó con denuedo la garrocha que mejor convenía a su contextura y revisó su elástico soporte. Avistó unos pequeños cojines que introdujo bajo sus ropas a la altura de las rodillas y los codos a fin de amortiguar el golpe que iba a recibir. Sostuvo el instrumento elegantemente como si fuera una lanza, él un caballero a punto de entrar en lid por el cariño de una hermosa princesa, o dispuesto a batirse por la gloria y engrandecimiento de España. ¿Quien osaría enfrentarlo en batalla? ¿Qué mujer se resistiría a su gallarda figura? Con estas reflexiones se encaminó nuevamente al patio para dar su segundo salto a la conquista de Margarita. Nunca se había sentido tan en sus cabales, tan dueño de sí mismo. A pesar de sus impulsivos movimientos, su temple estaba aplomado como el hierro. No se podía perder la presa que saludaba con encantadora donosura, sus ojos nostálgicos y soñadores que veían caer los pétalos rosados suavemente sobre sus senos. Así que vislumbró la altura del paredón que circundaba al recinto escolástico y calculó la distancia en la que debía reclinar la garrocha. Al percibir a Hernán en tan grave infracción a las reglas universitarias, los alumnos de latín acabaron su discusión sobre cuáles eran las respuestas correctas. Aún cuando su calificación en el examen fuera oprobiosa, su coraje y osadía eran dignos de asentarse en los anales de la institución. Midiendo exactamente cada uno de sus desplazamientos, Hernán realizó su brinco cual avezado atleta. Franqueó la alta muralla recubierta de musgos girando su cuerpo horizontalmente, extendidas sus ágiles extremidades. Sus compañeros, pasmados, lo vieron desaparecer. Algunos reaccionaron para aplaudirlo.
Los transeúntes que vieron caer al alumno Cortés aparatosamente se acercaron a constatar si había padecido alguna lastimadura. ¡Y vaya si le sirvieron los cojines! Apenas tenía una raspadura en la cadera, un moretón en el huesito dulce, y dos hilillos de sangre en la frente. Nada que no aumentara su gallardía al presentarse ante Margarita. La calle estaba bastante transitada, y la sorpresa de un mozo volando convocó a una considerable multitud que lo rodeó y lo acosó con preguntas.
-¡Largáos, que no me ha pasado nada! Sólo un rasguño. ¡Ala, dispersáos! -gritó Hernán, sacudiéndose el polvo de sus brazos.
Pero sus gestos de malevo encabritado no alcanzaron para dispersar a los más empecinados por descubrir sus métodos de vuelo. El destino le despejó el camino de otra manera. A esa hora, estaban por ahorcar en la Plaza Mayor a dos frailes falsos, uno acusado de judío y el otro de profanar reliquias sagradas. Una carreta recorría la ciudad pregonando la inminencia del evento.
-¡Sí, reuníos, acudid al ajusticiamiento! ¡Presenciad el escarmiento que espera a los herejes! ¡Con la colaboración de los mejores verdugos de Salamanca! ¡Magníficas torturas nunca vistas en nuestra ciudad! ¡Garrote, potro, inmersión de sus rostros profanos en sus propias materias fecales! ¡Y no habrá confesiones de último instante que les salve! ¡Ambos ya están condenados, las pruebas halladas en sus ermitas son irrefutables! ¡Pueblo de la noble Salamanca! Habrá sitio para todos. Instalamos gradas especiales. ¡No podéis faltar a la cita! ¡No os olvidéis, dentro de un rato, el acto comenzará al esplendor del crepúsculo!
Esta convocatoria alejó a la mayoría. Enseguida se disolvió el corro que rodeaba a Hernán. Se formaron otros corros que se plegaron a la recorrida de los encarnizados anunciantes. Si bien a él no le resultaba indiferente semejante promesa de sangre, de afirmación de su fe católica, estas lecciones de justicia divina eran frecuentes en aquella época, y la imagen tierna y elegante de Margarita, que se había asomado a su balcón atraída por las proclamas de los justicieros, lo estremeció al extremo de hacerle llorar. Sí, dos lágrimas descendían lentamente por sus pómulos. Hernán reaccionó para limpiárselas con su pañuelo, y luego de frotarse las cejas para eliminar la sangre que las circundaba, avanzó hacia el balcón de la sublime belleza. Margarita no había reparado en la arrojada maniobra que había hecho el joven Cortés para poder estar ante su maravillosa comparecencia. Achinaba su mirada como una miope para vislumbrar el alejamiento de los oficiales de la Corte. Su delicado espíritu no concordaba con sus rencorosas premisas. Su semblante era el de una rata asustada, aunque ni un mínimo de su guapeza se había esfumado. A ella también la sobrecogía un llanto, uno más hondo y copioso que el de su bisoño pretendiente.
-¡Oh, señora, mi gentil señora, ama de mi corazón! ¿Me recuerdas? Soy tu vecino. El que tiembla de emoción cuando le saludas en las albas primaverales, el que estupefacto contempla tus venusinos atributos cuando exfolias flores con la mayor finura de la tierra. Ante tí me expongo con mi alma desnuda y virginal, haz con ella lo que desees, te pertenece enteramente, ¡la has cautivado con tu dulce y serena estampa!
Nuevamente se enardeció el rostro de Margarita. Una oleada de sonrojos cada vez más inflamados se fue adueñando de su continente, como si las palabras de Hernán portaran colorantes invisibles. El joven se quitó los cojines y, después de regalárselos a un mendigo ocasional que se había acercado a escuchar su discurso caballeresco, se acomodó los cojones. En esta oportunidad, la dama cortejada no tenía flores. Sus manos estaban libres, e hizo con ellas ademanes angustiados. Algo la estaba desasosegando. Atravesó sus labios apetitosos con el dedo índice de la izquierda, y con la derecha adelantada y desplegada, le indicaba que se detuviera. Hernán no comprendió y usó su mismo lenguaje mímico para interrogarle qué cuernos pretendía. Margarita se desesperó, aferró su aterciopelado cuello con ambas manos, y cabeceó en dirección a su habitación. El estudiante frunció sus cejas y aguardó a que su amada le enviara señales más explícitas. Ella movía su cabeza, contemplándolo tan preocupada como embelesada. No tardó Hernán en tocar sus labios y mandarle un beso volador. Entonces a ella la iluminó una idea, y siempre en silencio, sus dedos hicieron un rodeo para que Hernán doblara la esquina de la casa. El, excitado con la muda y amatoria comunicación, obedeció enseguida. Caminó unos pasos y halló una escalera escondida tras las ramas de una higuera. La tomó y retornó al frente de la mansión de los Alonso. Recostó la escalera sobre el balcón y trepó sus escalones con celeridad desmesurada. Por fin la tenía cerca. Sus rasgos, en aquella íntima proximidad, cobraban una sensualidad deliciosa, similares a los de una diosa madura. Su respiración expectante, su perfume a saltaojos, la palpitación de sus pechos, la humedad de sus labios, la tibieza de su corazón… El ósculo de su encuentro prolongóse un minuto. Luego ella secó sus lágrimas en los cuantiosos cabellos de Hernán.
-No sabes cuánto estoy sufriendo -dijo Margarita entre sollozos. -Mi esposo está muy enfermo y yo aquí pecando… -agregó.
Su voz era ronca, de una ronquera seductora, como la de una pitonisa sabia. El la abrazó y estrechó contra su gallardo torso. Lentamente movió una mano hasta alcanzar uno de sus senos esponjosos, oculto por el recamado de su atuendo andaluz.
-¿Quien dijo que amar es un pecado? Cristo nos enseñó a no reprimir las pasiones, y menos la sana voluptuosidad de este encantamiento casi místico que experimentamos el uno por el otro. Sólo un orate diría que nuestro frenesí es demoníaco -afirmó Hernán, hurgando sus manos en su pezón almendrado.
-¿Acaso te niegas a ver el abismo que nos separa? ¿No percibes la diferencia sustancial que nos condena a la infelicidad eterna? -replicó ella, jadeante y mordiendo la oreja carnosa de él.
El no entendía a qué se refería. Margarita era un misterio absoluto para su espíritu juvenil. Sólo estaba atento a la erección que le provocaba el contacto con su piel tersa y cálida. Ella palpó su bombacha de estudiante y retiró sus manos alarmada.
-¡No, no puede ser! -exclamó. -¡Véte, por Dios, te lo ruego! Si alguien nos ve será nuestra perdición. Además, te duplico en edad -añadió, dándole un leve empujoncito que hizo trastabillar a Hernán.
La escalera osciló por un momento, el peldaño donde estaba parado Cortés se resquebrajó y después ¡zás!, se precipitó al suelo en descenso angular. El golpe retumbó en la calle vacía. Margarita lo apreció todo con desolado terror. Ahora debería atender a un segundo convaleciente. Hernán cayó boca arriba, implorando al cielo que alterase el veleidoso carácter de la mujer de sus sueños. Luego del impacto, quedó de culo contra un adoquín, al borde del desfallecimiento.