Exceso de tequila – Capítulo 29 (final)

El ritmo de la campaña había impulsado a Peñate a practicarle un aborto a Malintzin. Hierbajos del Brujo-Principal lograron restablecerla en apenas una noche. Cortés fumaba pipa entre dos mancebas de Mocte. Paladeaba el tabaco despachurrado.

-Perfecto, acepto a sus dos vástagos pero como criados de mis capitanes, los entretendrán en los ratos libres. Cuidaré que conserven su dignidad de príncipes dándoles tamemes y distintos privilegios.

El que estaba realmente hastiado de las ofensas españolas era Huitzi. Cuahutémoc y sus pandilleros estaban armando defensas y trampas en las calles de Tenochtitlán. Subían al cú de Moctezuma y maldecían a su Emperador. El Dios, alterado por las actitudes claudicantes de su principal-adorador, mandó a sus capitanes que asaltaran los prados de Coadlabaca para guerrear a los extranjeros sin treguas hasta entregarle en sacrificio el último de sus corazones. El Brujo-Principal se conectó con su Imagen Horripilante.

-«¡Oh, estimado Brujo! ¿Acaso os habéis vuelto todos ciegos? Las exquisitas piezas de oro que guardabais en mis fauces se han convertido en ladrillos sin gracia ni vida, esos teúles son malvados y ya han molestado bastante. ¡Los quiero fuera de mi ciudad!» -le espetó Huitzi rompiendo el profundo silencio del cú.

La guerra era inminente aunque tardaba en empezar. Los religiosos trabajaban a destajo para impedir su inicio. La tensión en los contornos del lago de Tezcoco era densa. Incipientes escaramuzas se producían en las horas más inesperadas, a la siesta o al arranque del alba. Del fraile que había mandado la esquela con las fatídicas novedades no se supo su paradero. Las nuevas autoridades de la Villa Rica se comunicaron para informar que el gobernador de Cuba había reunido una Armada capitaneada por Pánfilo de Narváez, y que a toda prisa estaba enfilando hacia Tenochtitlán. El mensaje de Sandoval concluía:

«…y en ella viene el licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, oídor de la Real Audiencia de Santo Domingo, con malditas sentencias bajo el brazo, acusándote a tí y a tus capitanes de conspirar contra los intereses de la Corona.»

Este frente se abrió para estorbar y complicar los acontecimientos. Antes que desgastarse con los mexicas, a la Empresa le convenía deshacerse de sus ávidos competidores. Moctezuma le ofreció cinco mil guerreros a Cortés para enfrentar a sus enemigos congéneres con mayores posibilidades de victoria.

-¡Oh, cuánto aprecio tu preocupación, querido Mocte! Pero con la ayuda de Dios y Nuestra Señora los doblegaremos -le agradeció el capitán.

Ya despidiéndose, Cortés le recordó que debía mantener candelas encendidas delante de María y la Cruz. Moctezuma abrazó al capitán con zalamero apego, no podía despegarse de su camisa holandesa. Doña Marina lo separó y le limpió unas lágrimas que caían tiernamente sobre sus pómulos con su güipil tabasquino. Luego Cortés charló con Alvarado.

-Nuestro Señor Jesucristo mediante, aplastaré al cerdo de Velázquez -prometió el Jefe-Barbudo.

Se le escribió a Sandoval para que se junte a las fuerzas de Cortés en Tepazcualco o Mitlanguita. A Narváez podían emboscarlo a doce leguas de Cempoal, con la colaboración de totonaques y tlascaltecas. Hijas y Hermanas del Emperador se llevó el capitán en su contramarcha. En el arte amatorio descollaban, y la trujamana las envidió a primera vista. Cortés aprovechaba sus celos y la apabullaba con humillaciones semejantes a las de Catzontzin (la conminaba a lengüetear sus testículos mientras penetraba a la princesa, la hacía oler sus excrementos y rozarlos con sus labios tras una concienzuda lavadura de culo, y se refirió a ella varias veces como «esa lengua puta y viperina».

-¡Bruja, perra salvaje de ínfima categoría! ¿Qué haces en mi cama? ¡Véte! -le decía al cachetearla en su estancia.

-¡Cruel, cruel hijo de pu! -le replicaba la traductora antes de largarse a injuriar en totonaque.

Sin huellas de peleas, al encuentro siguiente doña Marina reaparecía solícita y rozagante, capaz de espiar el fuerte de Narváez en beneficio de su amado. A don Pánfilo también lo podía embrujar con sus pichichos, sus tetas bien torneadas y carnosas. A Cortés igualmente le costó dos buenas heridas la rendición de los nuevos Barbudos: una junto a su ojo izquierdo en carne viva, otra en su muslo derecho, violácea y quemante.

A los indios se les ejemplificó con ejecuciones las duras leyes cristianas. Los frailes recomendaban en sus sermones no rebelarse a la voluntad de Jesucristo.

En verdad el trajín del retroceso había mellado la salud de los capitanes. Todos padecieron intoxicaciones y fueron salvados por unos yuyos que repartían unos ignotos hechiceros cempoalanos en el mercado de la ciudad. Una Epoca de Dioses enojadísimos, vino escaso y accesos de intensos insomnios padecieron Cortés y la Empresa toda, en aquel año de mil y quinientos veinte. Semanas de sed asfixiante, leyendas de mil colores, pesadillas sudorosas. Cortés le relató una a Malintzin entre calenturas delirantes. Mientras hablaba, su boca babeaba y escupía, su mano tembleque sostenía una taza que derramaba un líquido anaranjado sobre sus sábanas cubanas:

«Una isla sólo poblada por mujeres, era de lo más extraño. Amazonas putas y bellas como tú me recibieron en sus costas amenas de arenas suaves. Me prodigaron caricias y un rato de canciones inolvidables. Ah, te esperabas otras cosas, pues no, no pude hacer el amor con ellas. Cuando se me acercaban desnudas sentía un pinchazo en el culo y daba saltos raros y formidables de mono. Caía en las palmeras más elevadas, me aferraba a gruesos troncos fecundos, me colgaba de lianas casuales. Ellas me contemplaban extasiadas desde el suelo y no podía bajarme. Los brincos monescos iban contra mi voluntad. Yo quería montarlas una por una, cada ninfa tiene su encanto especial. Imposible, hasta con mi miembro era capaz de rebotar y enredarme entre las ramas. Así, la permanencia en la isla me resultaba angustiante.»

El regreso a Tenochtitlán con los mexicas amotinados en guerra total fue complicado. Más peleas salvajes entabláronse entre el Jefe-Barbudo y su lengua. El grupo conquistador estaba caiducho moralmente. En una noche macabra los soldados del bravo Cuahutémoc despacharon a más de cien españoles. El flojo de Mocte cayó atravesado por una vara que le lanzó Cuautebana. En el insomnio se le anticiparon a Cortés diversos desastres. Severa, la trujamana infundía ánimos con argumentos que le inculcaban don Gerónimo y sus monaguillos.

-Capitancito, es el infinito amor que os profeso el que guía mis palabras. Estás afiebrado y dices ñoñeces, o meras alucinaciones. En vez de pensar en cómo fornica cada india que se te cruza deberías beber las medicinas de Peñate para reponerte. Recuerda, Jesucristo siempre nos ha protegido.

Los sueños de Tenépal se diluyeron. Finalmente la Armada tomó Tenochtitlán tras dos meses de sitio y la matanza de doscientos mil tenochcas. El desenlace de la historia se tiñó de muerte y discordias; no llegó la era de paz que había imaginado. La fetidez de los cadáveres demoró un año en dispersarse. Los capitanes de la Empresa siempre respetaron a la hermosa y astuta trujamana. La cortejaban como a una Emperatriz aunque no quedaban pueblos sobre los cuales imperar. El año de 1521 fue arrasador. La población tabasquina se diezmó en proporciones siderales. Los años 1522 y 1523 fueron aún más calamitosos. La década siguiente dio paso a sometimientos y aberraciones que se extendieron a lo largo de siglos.

Cortés retornó a España para saludar a su Señor, el Rey. Las intrigas levantadas para ridiculizarlo ante la Corte resultaron eficaces. Quedó como un vulgar ratero, y las nuevas Autoridades lo degradaron, arruinándole la vida en los albores de su vejez. Así le escribía a su entrañable compañera tabasquina, en la periferia de un loquero para reclusos provenientes de Argel y enfermos de viruela, una carta fechada en 1546:

«Mi amorcito. Si arriban mis palabras a tus divinos ojos me consideraré bendecido por la mano de Nuestra Señora, santa como ninguna. Lamento mi alejamiento de tu Tierra Preciosa, del México dichoso de Huitzilopochtli. Aquí sólo he acumulado sinsabores, y tu ausencia desgarra mi corazón. No voy a detallarte lo que estoy sufriendo. Tú ya conoces la rapacidad del hombre blanco, nuestra maldad ha calado profundo en tu alma noble y deliciosa. Cada día me arrepiento más y más de haberte entregado al tonto de Jaramillo. Fíjate tú, una esbelta semidiosa, en las garras de un conductor de bergantines ordinario, sin otro atributo que llamarse Juan».

«Mi mente navega por el tiempo. Aprecio el tortuoso camino a Hibueras… ¡En cuántas oportunidades intentaron matarnos! Mi muerte se divulgó hasta este lado del Océano. Y de hecho, mi presente lo tengo bien merecido. Tú me advertiste cada estupidez cometida, la tozudez de mi Empresa. No estaba preparado para enfrascarme en territorios inhóspitos. Enloquecí y héme aquí, al borde de la ruina completa. Estrangulé a Catalina y me batí en duelo con cinco alfereces reales. Empeñé mi marquesado por una jarra de vuestro mejor mezcal. Recordar tu imagen desnuda, a contraluz de una fogata (tu sombra en las telas blancas de las tiendas de Cacamatzin) es mi único consuelo. Soñar que puedo palparte».

«Junto a esta carta, estoy trabajando con mi testamento. ¡Oh, si estuvieras a mi lado para ayudarme a redactarlo! Sé que inescrupulosos oídores virreinales están cortejándote. Aléjate de ellos. Hernancito ya debe ser un joven valiente, y sabrá ponerles límites a los asquerosos funcionarios que osen molestarte. Me han dicho que la ciudad está reparada, que te codeas con los españoles más hidalgos del Virreinato. No pretendo reprenderte como un cascarrabias. Estoy muy malo de salud y mi mano extenuada me obliga a parar aquí».

«Querido amor: Tú podrás influir para trasladar mis restos hacia allá, así de algún modo estaré junto a ti, feliz en un más allá de Tenochtitlán.»

Tuyo, Hernan Cortés

Melancólicamente, Tenépal tiró el pliego a la chimenea de su bonito caserón colonial.

-Está acabado -le dijo a Jaramillo.

Al rato, Orteguilla recorrió toda la ciudad anunciando el fallecimiento del Marqués del Valle.

Fin.

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