Exceso de tequila – Capítulo 25
Los clitahuiqueños sirvieron una muy exquisita cena. De madrugada, Olid ingresó al Real y avisó a los capitanes que venía un sobrino de Mocte llamado Cacamatzin, junto a otros principales fastuosos, a darles la bienvenida mansamente. Este pariente era el cacique de Tezcoco, y disculpó a su tío por no acudir en persona:
-El tiene la mejor voluntad para contigo, Malinche. Sucede que está medio enfermo. Padece retortijones vehementes en la panza. Nuestros pueblos están conmocionados, y muchos vecinos se han sublevado desde vuestro arribo. El conoce vuestra religión, y sabe que no buscáis someterlo. Sin embargo, sus malestares han recrudecido y desea recobrar parte de su salud. Tú sabes, los mexicas somos coquetos, y ante las instancias sublimes de nuestras vidas siempre estamos rozagantes. Y tu llegada, ¡oh, Quetza!, revolucionará nuestra historia, proyectándonos a un Universo Todopoderoso. Las turbaciones y rencillas que habéis visto en vuestro largo viaje concluirán apenas concertemos la paz.
Cacamatzin se adelantó y abrazó al capitán. Después sus esclavos desplegaron una manta con muchas labores de plata, plumas verdes y piedras engarzadas en formidables sortijas doradas. Ya le daba vergüenza a Cortés aceptar preseas tan valiosas y ropas de belleza asombrosa sin ceder él más que magras margaritas, piedras yucatecas que llevaban dentro de sí pinturas eróticas, o diamantes azules desteñidos.
-Ya no sé cómo le voy a pagar a Moctezuma las mercedes que nos ha hecho, digno Cacamatzin. Creo en tus palabras y me conduelo de los achaques de tu Rey. Díle que tengo un doctor que le extirpará los males con métodos harto eficaces -dijo Cortés.
Malintzin codeó a su amante y le guiñó un ojo. Después se acarició suavemente las mejillas, instándolo a Cortés a hacer lo mismo sobre el pellejo tirante de Cacamatzin. El cacique se despegó de las groseras caricias de Quetza y señaló con su mano las bayonetas apiladas de sus soldados
-Sí, pueden llevarse un par de tepuzquez -le dijo Malintzin, luego de traducir con excesivos vulgarismos la petición de Cacamatzin a la Empresa.
Al otro día la Armada avanzó hasta Iztapalapa, «ciudad de ensueño y encantamientos». Los amigos y guerreros tlascaltecas quedáronse en Cholula, a la espera de novedades. Las calles de «Izta» eran muy parejas y limpias. Las flanqueaban edificios y torres basamentadas en las lagunas, todas de calicanto.
-Ni en el libro de Amadís se retrataron paisajes como este -comentó Aguilar a Cortés.
Silencio ante las imponentes construcciones iztapalapeñas. El cacique Coadlabaca, otro deudo cercano de Moctezuma y bello ejemplar de su raza, apareció en la entrada de su palacio. Sus ojos movedizos quedaron petrificados al divisar la barba del Malinche.
-¿Cómo hacen para que les crezcan esos pelos? -le preguntó a la trujamana.
-Es algo natural. Su Dios, mi dios ahora, el único y tripartito, en su encarnación humana lucía una barba. Míralo.
Tenépal le mostró al cacique un crucifijo de Cristo desangrado.
-Se ve descolorida y sucia porque cultivaba la pobreza, pero estos seres colosales que engendró su religión la llevan con esmero, la cortan con prolijidad y algunos se las pintan -completó su respuesta.
El señor de Culuacán también acudió a recibir a los extranjeros.
-Vengan. Esto no es para sorprenderse tanto. Hay miles de poblaciones como la nuestra -afirmó Coadlabaca, tratando de sacar a los españoles de la admiración que les causaba la arquitectura de su ciudad.
Los Jefes-Barbudos ingresaron a su palacio, dividido en bonitas salas cubiertas de varios ídolos. Los recaudadores de la Empresa acerrojaron las piezas de oro entregadas por el cacique culuacano (tasadas en más de dos mil pesos). Dicha gentileza retuvo el afán de los clérigos de descabezar las divinidades de Coadlabaca. Arribaron a Iztapalapa en aquel momento unos papas de Coyoacán con más presentes para los teúles. Pronto los capitanes españoles se vieron encerrados en un laberinto de cués privados, rodeados de caciques alegres.
-¿Cómo saldremos de aquí? -inquirió Cortés.
Alvarado desenvainó un cuchillo y gruñó.
-Agáchense y atraviesen aquel vano -se resignó Coadlabaca.
El anfitrión aceptó el desinterés que manifestaron sus invitados por descubrir sus dioses preferidos. Así que la salida al jardín los liberó del compromiso de elogiar la disposición de su ofrendas «primorosas», según Malintzin: cráneos y otros huesos de rebeldes al gran Poder de Moctezuma.
En los parques de Coadlabaca continuó el deslumbramiento de los teúles. Marañas de árboles y mezclas de olores embriagantes. Andenes pletóricos de flores divinas rodeaban un estanque de agua dulce. El vergel paradisíaco de los líderes iztapalapeños contaba asimismo con aves cantoras. Sus ingenieros habían abierto una brecha para que sus veloces canoas pasaran de un lago a otro. El deleite se apropió de los corazones españoles. Estaban a un tris de la meta y no iban a recular. Por la ancha calzada que bordeaba el oeste de este pueblo se llegaba a Tenochtitlán en sólo una hora. Más y más papas y señores principales acudieron al Real a ver al portentoso Quetzacoatl. Al acercarse a él se inclinaban a besar la tierra
-La paz sea contigo -tradujo mil veces Tenépal.
Muchedumbres de indios se agolparon en los huertos linderos al camino para saludar el avance triunfal de Cortés y Malintzin a la capital mexica. Iban los amantes sobre Arriero. El exhausto «bisonte extraterrestre» de Cortés sentía el embarazo de la traductora pero su nobleza lo impulsaba a trotar con elegancia. Los aliados aborígenes andaban con sus lanzas horizontales, ululando cual posesos. Los mexicas replicaban sus aullidos con alaridos aún más fuertes. Tal griterío alarmó a los mosqueteros españoles. Olid les ordenó disparar. Los tenochcas no se dispersaron ante los estallidos, redoblaron su clamor, su acogida estentórea. Cortés interrogó a su manceba con la mirada.
-Sigamos para adelante. Nada hay que temer. Te están vitoreando, gran Señor mío -le susurró ella sonriente.
Entre la turba de indios surgió entonces un grupo apretado de tamemes que portaba en andas al gran Emperador mexica. Cortés tomó su catalejos y apreció sus hermosos atavíos, distinguió sus cactli (chancletas), las suelas retocadas con preciada pedrería.
-¡Ahí viene! -exlamó el capitán.
-¡Ja, como cuando te corres encima de mis tetas! -bromeó Tenépal.
Cortés se apeó de Arriero y la ayudó a Malintzin a descender. Tomados de la mano, ambos caminaron hacia Moctezuma. Tras hacerse mutuas señas de acatamiento, el mexica le dio la bienvenida en nahua. Cortés adelantó su mano derecha pero Mocte no la quiso tomar. Doña Marina procuró persuadirlo a que la cogiera.
-Ninguna peste trae Quetza, él viene a bendecir tu Imperio -le dijo.
Entonces el capitán le chistó a Figueroa y el criado se aproximó con un collar de cuentas multicolores, ensartadas en un cordón de oro untado con almizcle. Su aroma relajó la nariz firme del Emperador. Cortés asió la joya y se acercó al mexica para echársela al cuello. Mocte se mantuvo rígido, dificultando la ceremonia. El capitán le tomó mansamente el brazo, indicándole con la cabeza que se inclinara. Los papas escoltas del mexica se sobresaltaron y retuvieron las manos de Cortés.
-Alegan que no se lo puede tocar sin su permiso. Puede creer que lo menosprecias -explicó la traductora.
Luego de entrecruzar duros términos con los hechiceros ella sí logró colocárselo. Contento, Mocte olía su obsequio y atendía a los reflejos vidriosos de sus piedras preciosas.
El Emperador era un indio robusto, de talla superior entre los de su especie, pero de gestos algo afeminados.
-Tenían razón los tlascaltecas. Parece un maricón indolente -comentó Alvarado a los otros capitanes.
-¿Por qué lo respetarán tanto? -preguntó Olid.
-Sus papas no se animan a mirarlo de frente -agregó el padre Olmedo.
Cortés le introdujo a sus lugartenientes.
-No le ofrezcan la mano, sólo ladéense levemente hacia la derecha -les recomendó Tenépal.
Los capitanes ocultaron sus risas y pusieron sus semblantes más serios. La trujamana le narró al Emperador las peripecias que había atravesado la Armada. Le recalcó que estaba esperando un heredero de un teúl, que ya había parido uno de Quetzacoatl.
-Me siento muy a gusto entre ellos, tienen costumbres agradables. Este capitán que se llama Alvarado es mi actual esposo -le confesó..
Al final de su discuso le cacareó típicas verdades cristianas.
Mocte aplaudió y sus cuatro hombres de sostén se juntaron para conformar un cómodo sillón humano. El Emperador toqueteó sus cabezas con cariño.
-Son mis sobrinos favoritos, siempre dispuestos a cargarme a donde sea -dijo.
El encuentro prosiguió por un rato. Ante un toque de cornetas, los mexicas se arrimaron al muro que cercaba Tenochtitlán. Se planificó después el alojamiento de los españoles. Varios caciques de segunda clase ofrecieron sus castillos. Cortés desconfió de todos y hurgó con su intérprete las posibilidades de aposentarse en el mismo palacio de Mocte.
-No, lamento no tener un lugar acondicionado para recibir a personas de vuestro mérito y calidad. Mejor ídos con Coadlabaca. Sus jardines son los mejores de todo el imperio -arguyó el mandatario mexica.
-¿Y nuestros soldados y aliados tlascaltecas? -inquirió Cortés.
-Los llevaremos a unos estrados con salas entoldadas. Allí se acomodarán en unas camas de esteras y descansarán del largo viaje. Al enterarnos de vuestra llegada, hemos armado campamentos holgados acordes con vuestras apetencias. No os preocupéis -contestó Mocte.