Exceso de tequila – Capítulo 22
Discutieron luego como cualquier pareja normal, poniendo en medio a Hernancito.
-Ahora mismo quiero que me tomes, que me pellizques, hasta un par de latigazos me contentarían. Pero no, tú bien te descargas con las princesas que te regaló el Gordo Cuautebana. Y a menudo acabas así, purgado y purulento, acalambrado como las yeguas que le diste a mi ex-amo Paloantzin. ¡Ay, cómo añoro a Catzontzin! -se lamentó Malintzin.
-Vamos, no seas beata. Aquí tienes mi tronco. Puedes hacer con él lo que quieras -la sosegó Cortés.
El capitán estaba enfermizo, su estómago en ebullición era muy audible. Mareos repentinos accedían a sus sienes. Superando estas contrariedades, su falo habíase elevado. Empezaba a penetrarla cuando sonaron las cornetas de los vigías. Los nuevos embajadores mexicas se comportaron con más respeto que sus antecesores. Depositaron en una alfombra extendida por los contadores españoles mil pesos de oro en joyas muy labradas con caras de ídolos y soles. Finos mantos de algodón cubrían fulgurantes chalchiuis.
Peñate lo repurgó a Cortés con unas manzanillas cubanas. El capitán se frotaba la barbilla lentamente frente a un espejo. Sus facciones se habían chupado. El doctor le colocó una faja alrededor de sus caderas. Entre lamentables ayes, Cortés intercalaba tortuosas advertencias.
-Me vengaré, Peñate. Juro que lo haré.
Una vez curado, le agradecía y lo colmaba de semillas y hierbas que le entregaban los caciques aliados. El capitán bebió un té que redobló sus calenturas, renovando sus delirios. Las jaquecas lejos estaban de esfumarse. Malintzin entró al cuarto y le hizo una seña al médico. Peñate hizo otra seña que significaba ‘más o menos’. Ella se acomodó a su lado y le besó la cabeza despeinada y sudorosa.
-Así y todo conviene que los recibas. Manten siempre una sonrisa y al hablarles golpeá tu pecho.
Tenépal se dio vuelta.
-Peñate, ayúdeme a sentarlo alli y colóquele una pluma en la mano. Así impresionaremos a los mexicas.
Olid les abrió la puerta y los emisarios de Mocte avanzaron al escritorio de Cortés. La trujamana se dirigió a ellos antes que su amante afiebrado. Tras atender a sus amables palabras, les introdujo a Quetza. La enfermedad le había concedido un porte ultraterreno. La mirada de visionario, similar a la del Dios inventor, los paralizó. Uno tartajeó:
-Moctezuma os ruega que no se adelanten a nuestra ciudad. El desea acogerlos, tiene la mejor voluntad para satisfacer cuanto quisiérais, os ofrece oro, plata y joyas como tributo a un Dios de tu talla.
Malintzin traducía con harta solemnidad. Al estar purgado también Aguilar, ella creaba directamente en español, empleando su peculiar talento e imaginación. Tenía que contradecir lo que farfullaban los embajadores en nahua, y presentar al Emperador como el tembleque que era.
-Se excusan afirmando que la tierra es estéril y fragosa, que está asolada por bandidos que podrían arremeter contra vuestros reales. Y tal circunstancia le pesaría en el corazón. Afirman que en Tenochtitlán las turbas reniegan de que vos seas Quetzacoatl, pero que a partir de este día, al conocer la descripción que daremos de tí, ya no se opondrán a tus pretensiones.
Los ojos de Cortés orbitaban de un mexica a otro. No hizo falta apelar a la lengua, su estornudo pestilente llegó a salpicar sus güipiles rojos y elaborados. Malintzin les anunció que el Dios estaba en un día de inspiración, que aún no se había comunicado con los humanos que lo rodeaban. Esta interpretación fastidió a los tenochcas.
-Algo más sustancioso deberemos decirle a Mocte. ¿Qué nos propones tú, esclava y puta de Barbudos? Cuando nos sentemos ante él con este cuento de Quetzacoatl seguramente querrá decapitarnos. ¿Avanzarán, sí o no? No queremos movilizar ejércitos por los caprichos de una mujerona.
-Sí, y no me asustaréis con vuestras hechicerías. Yo soy más bruja que vuestros papas noventones. Y os digo que vuestro ciclo de esplendor está tocando fondo. Defendéos con todas vuestras garras, y en batalla verdadera veremos quién derrota a quién -gritó posando como una estatua pensante.
Cortés apoyó un brazo sobre el escritorio, a modo de almohada. Se dispuso a escribir una carta nostálgica en respuesta a Catalina.
-¡Echen a los mexicas! -le ordenó a Olid antes de iniciarla.
Desairados y refunfuñando se fueron los tenochcas.
«…te amo, te extraño y te reitero: ten paciencia. Los indios de por aquí son más resistentes. Tengo varios heridos en mi Compañía dándose la gran vida en Veracruz. Siempre estamos al acecho de sus traiciones. Yo quiero cuidarme para entrelazarte en mis brazos y en fin, ya sabes. Tuyo, Hernán Cortés» -se despidió de su esposa.
Se había olvidado de los embajadores y su estado lamentable. Embalado con la pluma, arremetió con otra carta dirigida a Escalante, capitán de los sesenta inservibles que haraganeaban en la Villa Rica.
«…Te lo imploro, Juan. Envíame en posta las dos botijas de vino enterradas en el jardín de mi casa, el tequila es fortísimo y ya arruinó los estómagos de unos cuantos soldados. Es un arma terrible que ellos no saben usar. Hemos presenciado patéticas borracheras en las que se sacrifican por la bebida hasta dejar las tripas en sus fuegos. También se nos han terminado las hostias. Olmedo y sus frailucos ya han bautizado más de doce mil almas indígenas. No podemos quedarnos sin el pan de Dios. Los papas me preguntan por el sabor de la santidad y ya no sé qué contestarles. Que sean las de Cuba, las digeribles y dulzonas…
«…Ya hemos subyugado a todos los tlascaltecas. Xicotenga, el último rebelde, vino a rendirse a nuestro real. Es el indio más fornido que ví en esta provincia, su rostro pétreo no sonrió ni una vez durante nuestra conferencia. Entre todos, nos aportarán cien mil hombres para destruir al bravo emperador Moctezuma. ¿Sabes que nos han vuelto a obsequiar piezas de oro, en esta ocasión equivalentes a tres mil pesos? Sí, Juan, la Empresa ya reparte dividendos millonarios. Parece que nos tiene miedo, y continuamente caen mexicas y nos previenen de los tlascaltecas, «que son afamados traidores y ladrones», etc. Otra novedad es que tuve un crío con la trujamana, un Hernancito del que doña Marina no quiere despojarse. A veces traduce encuentros con caciques locales dándole la teta. ¡No sabía que las tabasquinas eran tan querendonas! Los caciques, al saludarme, siempre dicen «capitán de Malinche». Ella, Aguilar y un Juan Perez de Artiaga que se ha puesto a estudiar la lengua, llevan adelante nuestra campaña. Bien para concluir es pedirte una arroba de tinta, la ídem se nos está agotando».
Su firma después salió nublada. Sus ojos también se ofuscaron, y enseguida lo llevaron a su aposento oscuro. Lo volvieron a despertar para una audiencia con un papa tlascalteca que había hecho un largo viaje para reconocerlo. Parpadeó hasta ver la hermosa mirada de su amante.
-Hola -lo saludó ella. -Hay un vejete adivino que quiere charlar contigo -anunció.
Salida su cabeza de las calenturas no se acordaba del momento en que habíase caído dormido. Sus cejas interrogaron a Malintzin.
-Has yacido en el colchón un día y medio. A Peñate se le fue la mano con las raíces de hongos tabasquinos. Pero en verdad luces despejado, y ha obrado una cura maestra -le dijo mientras besuqueaba su mona barbilla.
Por una vez no amanecía ajaquecado. Su mente estaba lúcida como los crucifijos que bruñía Olmedo a su lado. Esa brillantez tenía asimismo el collar de conchas de doña Marina. La voz pequeña y aguda de su heredero, sus crudos gorjeos de indiecito, también eran prístinos. Toda la sala estaba cubierta por una pátina de claridad. Ya no eructaba más y sus llagas habían disminuido. Su mano buscó el pubis de la trujamana.
-¡Qué mejor indicio de salud me demuestras, Hernán! -le suspiró ella al oído.
-¡Ya viene el Brujo! -avisó Figueroa.
El papa llevaba cabellos larguísimos y engreñados, duros como estopas. Sus orejas estaban bañadas con la sangre de un prisionero mexica. Lo habían inmolado para mostrarle a su Dios que declaraban la Guerra a Moctezuma. El hechicero abajaba sus crenchas de modo que Cortés no pudiera verle la cara. Traía negras y largas las uñas de sus manos, cada una parecía el puñal del maese Olid.
-¿Y quién es este pelafustán? -inquirió el capitán.
-Soy Maseescaci, y te traigo una hamaca. Podrás aprender a usarla con nuestro «Tratado de amor y henequén». Te obsequio además estas «Leyendas de nuestro pueblo» que te encantarán.
-Yo no escucho a gentes que se ocultan a los ojos de los Dioses. Mírame, anciano, toma la energía que emana de mi cuerpo, ¡soy Quetzacoatl!, y te pisotearé si me desobedeces -le dijo Cortés.
Malintzin sacudió al Viejo para sacarlo de su servil hincadura. Y mejor no hubiese querido Cortés que se alzara. Sus dos ojos en blanco, su boca torcida y nanacastosa, y su nariz hinchada de humos amargos le hicieron recordar su enfermedad reciente.
-¡Oh, qué espanto! ¡Vuélvete a hincar, gusano! Con razón se tapaba la jeta, es peor que nuestro viejo Heredia.
-¡Oh, gran tragón de anonas! Me prosterno ante el dueño de la fruta sagrada, frente al enorme poeta que fugó hacia la Tierra Roja para retornar en acales y animales monstruosos, dominando fuegos destructivos. Con la mayor humildad te visito y quisiera que tú mismo me aclares por qué te reúnes tanto con mensajeros de Mocte y desoyes a nuestros caciques que han concertado paces contigo. Tus soldados andan revolviendo nuestras aldeas, no tienen la misericordia que practican tus religiosos y nos quitan las mujeres. Sólo tú puedes detenerlos, ¡oh, Quetzacoatl!, ¿por qué te valiste de barbudos asquerosos para vengar tu exilio? Haz algo para detener sus abusos -le suplicó Maseescaci, quien volvió a agacharse y envolvió su cuerpo como un caracol.
Cortés se encolerizó y cayó en la cuenta de que en un día de descontrol los secuaces de Alvarado podían matar mil indios.
-¡Oh, digno papa! No deberías ser tan solícito. Ellos no agreden a quienes veneran nuestras cruces, y hay muchos tlascaltecas renuentes a comprenderlo. Es lógico que se produzcan altercados -justificó el capitán. -Intervendré en el asunto sofrenando a los más desalmados. Tú sabes, viejo bribón, que en toda cosecha hay algunas malas hierbas. Mi mano no puede llegar tan lejos. Pero observa lo milagroso, tenemos casi la misma armazón, básicamente soy idéntico a vos. Un cuerpo con cabeza y extremidades: sólo cambian las palabras, tenemos la misma fuerza y el mismo tiempo para captar la belleza del Universo -tradujo Malintzin a su amante.
Maseescaci se emocionó con su bondad y volvió a descubrirse ante el horror de Cortés.
-Abrázalo, Hernán, que no te contagiará nada. El es célebre por su edad. Aguilar me dijo que cuenta con ciento treinta y seis años de los vuestros. Más bien él debería temer tus achaques -se burló la trujamana.
Dicho esto, ella empujó sus cachas. Las uñas del papa cosquillearon la espalda de Cortés, más bien la rascaron con delicadeza. Un ayudante tlascalteca bendijo su barba con gotas de nanacaste. El capitán se separó alardeando la repugnacia que le causaba la sangre mezclada con bandullos adherida al cuello de Maseescaci.
-Venerable Anciano, fray Bartolomé te introducirá nociones de nuestra religión que cambiarán tu visión del mundo. No necesitas pedirme piedad porque nosotros la esparcimos sin contemplaciones por las tierras que vamos conquistando. Mira, dame cinco princesas y doncellas de buenas formas y mis muchachos cesarán sus provocaciones. ¡Que tu viaje no sea en vano!
-Ya mismo enviaré a mis sirvientes para que las traigan, y vendrán acompañadas de chalchiuis. ¡Oh, gran Dios que azotará Tenochtitlán! -se sometió.