Exceso de tequila – Capítulo 21
-¡Inflemos los corazones y no malgastemos el arsenal! ¡Muerte al puto de Maxtlatzin! -proclamó Tlacaélel.
El sólo era un joven consejero del taotlani Itzcoatl. Este fue el punto de partida. Huitzilopochtli les insinuó que hacia Chiapas y Guatemala había más hermosas tierras prometidas, y que éstas debían florecer bajo su dominio. Y hacia allá fueron, multiplicando esclavos y expropiando riquezas. Aliados con Tezcoco y los peleles de Tacuba, emprendieron su expansión hacia Tlaxcala y Huexotzinco. La antigua visión de Quetzacoatl había influido en Tlacaélel. «El simbolismo oculto de las cosas se encuentra a través del arte y la entrega en sacrifico de mansos animales» -pregonaba el Dios enfurecido que estaba retornando para desencadenar sus Fuerzas de Destrucción, más sutiles que las de Huitzilopochtli.
El dúo se entusiasmaba con los relatos de los Códices del mundo Nahua. Llegaban a prevaricar conclusiones de semejante calaña.
-Léalo fraile. Pegadas como biombos, las hojas del amátl se pliegan maravillosamente. Sus glifos ideográficos y fonéticos lo cautivarán -lo incitaba al clérigo Malintzin.
Además del Códice, el religioso se sirvió una copa de su licor. En otro sector de la velada, dentro de un círculo de fuego, cautivas tlascaltecas desplegaban danzas tenebrosas a los ojos del diletante Dios Vengador, e injuriaban en nahua a Huitzi. Cortés, recuperado de sus fiebres, disfrutaba de sus graciosos contoneos. Durante el frenesí máximo del baile, los sementales emitieron relinchos estremecedores. Alvarado había atrapado al anciano-Brujo. Condujeron a los cubanos a las mazmorras. Sus combativos mensajes sobrevivían en el empeño de Xicotenga por vencer a la Armada. Veinte mil hombres juntó para caer sobre el real español. El capitán cortó los ojos y las narices de los traidores nativos que confesaron el plan del cacique, y se las envió de regreso junto a unas cuentas azules que según Malintzin estimaba mucho. Así pues, el capitán logró sofrenar las pretensiones de Xicotenga. También contribuyeron a la disuasión las recorridas que hacían los españoles por las aldeas más desprotegidas. Disparaban sus mosquetes a los palacios de los caciques, les revelaban a los hechiceros el origen mágico de su arsenal pirotécnico. Los lenguas regaban la Tierra con la novedad del retorno de Quetzacoatl. Moctezuma, que ya conocía las mañas de los teúles, comenzó a impacientarse al descubrir cómo se aproximaban. Huitzi no atinaba a ofrecerle una respuesta.
-Son cuentos de esos tlamantini («sabedores de cosas»), bastardos que meten en las cabezas de la chusma bellas poesías, cantores que conmueven sus almas con ridículas mentiras. Desvían al pueblo del camino trazado por Tlacaélel. Necios son quienes reciben a los Barbudos con honores y pleitesía. Este que viene de la Tierra roja es un impostor. Un vago, lo cual no es una deshonra, pero se encuentra corrompido por un metal insignificante como el oro. Y yo lo conocía de muy chiquito al sacerdote renegado Quetzacoatl, y sé que era un vago superior. Podía echarse a contemplar su existencia plácidamente, deleitarse con tequila hasta el agotamiento, embarcarse en epopeyas de lirismo descomunal. ¡Qué me va engañar ese Malintzin! El príncipe tolteca le rezaba al Lugar de la Dualidad, no a la imagen patética de un hombre vencido. El huyó porque rechazaba algo trivial como los sacrificios humanos. Se empecinó en su postura y la justificó en hermosos poemas. Su signatura era 7-Viento. Hasta llegó a juntar huesos preciosos de la región de los muertos para restaurar la raza teotihuacana. Este otro es un apócrifo de nombre indescifrable. Ejecuta personas por motivos más refritos aún.
Los obsequios no habían detenido a los teúles, quienes ya iban encaminados a la capital de Tlaxcala.
-Huitzilipochtli está rarísimo. Desprestigia a los extranjeros que batallaron victoriosos contra los tlaxcaltecas. Este es un caso de desidia militar. El teocalli del Sol antes no reviraba tanto de temas. ¡Oh, papas y ministros míos! ¿Por qué nuestro Protector se comporta como si no le preocuparan? ¿Qué debo hacer? -planteaba Moctezuma ante su Consejo de Asesores.
-Continúa seduciéndolo con el oro: es lo único que aplaca a estos extraterrestres -sugirió Tlacaélel III.
-Ellos tienen mejores armas pero se las podremos quitar. Confío en mis muchachos -dijo el mariscal de los honderos.
Un hechicero chivato procuró darle otra revelación.
-Me parece que Huitzi sólo está distraído. Confunde al primer Quetza con el segundo. Al que él se refirió lo llamaban 1-Caña, pedía mariposas y serpientes a sus adeptos. Luego se sumergió en el interior del mar, hacia Tlapalan, la tierra de color rojo. Allí fue a desaparecer y a fundar nuevas ciudades, reinos y principados que apreciasen su inclinación por el arte. En lo principal lamento coincidir con nuestro Dios: dudo que el nombrado Cortés sea Quetza disfrazado. No hay fundamento etimológico para determinarlo. Los sabios de la lengua desaprueban que haya regresado bajo una imagen tan degradada.
Moctezuma no sabía en quien creer. Los otros asesores opinaron con consejos descabellados para apurar la reunión. Naturalmente estaban pertrechados con una gran resolución. No eran fatigosos oradores y pretendían que su rey se atormentara en sus dudas. Militares de ley, sólo querían acumular cabezas para sus colecciones de enemigos muertos; y un emperador de su estirpe no era una mala presa. Cuahutémoc, un joven de dieciocho años, era el émulo principal de Tlacaélel. El fue el último asesor que opinó:
-Reviviendo las palabras del viejo Tlaca, y cambiando el objetivo, ¡muerte al puto de Cortés! ¡Con estrategias les ganaremos!
A la hora de los bifes, Moctezuma jamás aparecía. No le gustaba la carne humana y nunca había combatido en los frentes más bravos, se encondía en una sala rodeada de guardias, sahumándolo a «Güichilobos». Los capitanes de Guerra lo tenían por un cobarde, un devoto confundido por los humos de los cúes. Así estaba cuando los papas le concedieron la palabra. Se arrellanó y dijo:
-Los indicios que contemplé en mi «Casa de lo negro» me descorazonan. Una aurora de fuego punzó el cielo oscuro, y enseguida ardió la mansión de Huitzi. Un rayo cayó sobre la cabeza de Xuitecutli, el guardián de mis Dioses. Mientras mi hechicero curaba sus quemazones me acerqué al observatorio lunar, y lo que observé fue el colmo de mi alucinación: un espejo sostenido por la mollera de un precioso quetzal reflejaba seres apurados que, montando especies de venados, daban empellones a nuestra gente. De ahí sólo deseé escabullirme, perdí todo mi ardor. Estoy abrumado, resignado a admirar algo calamitoso que va a suceder. Para borrar las horrorosas visiones que me asediaban, recurrí a las enseñanzas de Quetzacoatl, y surgió el siguiente poema:
«Nadie puede ser amigo del dador de la vida.
¡Vosotros, guerreros, águilas y tigres!
¿A dónde iréis pues?
¿Sufriréis aquí la matanza de los Teúles?
Pero mejor que no haya aflicción.
Esto nos hace enfermar, nos provoca la muerte.
Tendréis que esforzaros, todos iremos al Lugar del misterio».
Un poeta y ministro de su corte aplaudió y recitó otro poema de contrapunto.
«El dador de la vida es un cretino
Sólo un sueño perseguimos, ¡oh, amigos!
Nuestros corazones confían mas en verdad él se burla.
Gocemos del verdor, el tequila y las pinturas.
Si él nos hace vivir,
también sabrá concedernos una buena muerte.
¡Nadie, nadie en realidad vive en la Tierra!»
-Y parafraseando al sabio Ayocuan Cuetzpaltzin, advertido de la transitoriedad de la existencia.
«En vano se reparten olorosas flores de cacao,
se citan los enamorados en sus cabañas,
lo único que permanece es la Naturaleza» -remató el Ministro de Arte.
Los capitanes debieron oír la réplica del taotlani.
-Sí, pero él apuntaba a lo que perdura en la morada del Dador de la Vida. La Tierra es la región del momento fugaz. ¿Es el Lugar de la Muerte un sitio donde de cierto modo se vive? ¿Es posible alegrarse allí? ¿Habrá amistad o únicamente en la Tierra hemos de conocer nuestros rostros? Y ahora escuchad el sueño de una palabra: cada primavera nos reconforta, la dorada mazorca renueva nuestros músculos, los hongos rojizos se nos tornan collares, y con gran brío estamos dispuestos a defendernos si llegan a ofender el orgullo de Tlacaélel.
Los mariscales ulularon en nahua y se dispersaron. Los floridos cantos al Dador de la Vida se extendieron por un rato. Se formó una ronda y le dieron duro a las súplicas, a los dioses del oeste menos que a los del este. El Ministro cerró la ceremonia de adivinación poética:
«He llegado con adornos y plumas,
con oro pinto el círculo de nuestra hermandad,
con cataratas de cantos a la comunidad me entrego».
Luego asentaron en los Códices la determinación de enviarle al Malintzin nuevos embajadores.