Exceso de Tequila – Capítulo 2
Malintzin reiteró sus preces con mayor celo, manifestó una gran diversidad de deseos: al dios de la Guerra le pidió que insuflara fuerza sobrenatural a los brazos de los combatientes de Painala; al del Amor, que trajera a su pueblo un príncipe gentil y valiente, un hombre capaz de vencer a cualquier adversario con armas mágicas; al de la Muerte, que cuidara y entretuviera a sus hermanos y primos en los desconocidos mundos en que estuviesen, al de los Placeres Terrenales, que proveyera nuevas danzas, cantos y bebidas con los cuales contentar las almas de sus amigas incondicionales; y al de las Desgracias, que sean falsos los presagios ominosos que llegaban a diario de Yucatán, anunciando el arribo de inmundos monstruos orientales dispuestos a usurparles sus tierras.
-Bien, así lo has hecho bastante mejor, los brujos de tu padre te felicitarán esta noche, en nuestra Fiesta Macabra de los Degollamientos, cuando les muestres lo que has aprendido -la alentó Coaxilina.
En cierta forma, la novicia era la esperanza de los painalenses oprimidos. A su nacimiento, una conjunción de estrellas desplegó en el cielo el contorno de una reina que liberaba a su pueblo del yugo de Tenochtitlán. En su niñez más prematura, continuaron apareciendo augurios indiscutibles del papel esencial que estaba destinada a cumplir en la historia de Painala (dos quetzales se posaron en sus hombros y comenzaron a piar el himno que usaban las sacerdotes en las grandes lluvias, terremotos u otras manifestaciones de la Divinas Potencias de la Naturaleza; dominadora precoz de la lengua, a los cinco años pronunció unas palabras en un idioma desconocido por los lenguaraces de la región, quienes contemplaron atónitos cómo los vocablos emitidos por la niña, al desplazarse por el aire, lograron enternecer los corazones de los tratantes de esclavos más despiadados de la ciudad, al punto de lograr que devolvieran a unos padres lloriqueantes los hijos que les habían quitado a vil precio; cada vez que iba al lago a bañarse no sólo alcanzaba una purificación beatífica sino que en sus túnicas se enredaban cientos de peces que aplacaban el hambre de los painalenses en temporadas de malas cosechas; etc.).
Coaxchitl amaba y protegía a su portentosa descendiente con fervor desmedido. La colmaba a cada instante de mimos, regalos, besos, elogios, alabanzas…, la vestía personalmente con los tejidos más lujosos y en todo su cuerpecito visible le colocaba joyas deslumbrantes. La pequeña recibía el empalagoso afecto paterno con cierta resignación. Mantenía la altivez de su porte pero al mismo tiempo, sus labios no podían disimular unas retorcidas muecas de desagrado. No quería herir los vehementes sentimientos de su progenitor.
Ante sus otros veinticinco hijos, Coaxchitl se comportaba como un implacable guardiacárcel. Mamalinchan se oponía a su fanática predilección, e intentaba recriminárselo, pero no era suave el carácter del cacique. Si lanzaba una mínima insinuación, él estallaba con insultos, luego la amenazaba con su látigo, y para demostrarle el caso que le hacía a sus consejos, tomaba de la mano a Malintzin (si no la tenía a su alcance ordenaba que se la trajeran de inmediato) y la llevaba a pasear a las orillas del lago. Allí podía prodigarle libremente todas sus zalamerías, hasta que el hartazgo y la asquerosidad se despertaban en el pecho de Malintzin, y con gran desenvoltura para dominar su repulsión, le rogaba que retornasen para jugar con sus ídolos toltecas. Y precisamente, padre e hija conversaban en el bello sendero que los conducía a la entrada meridional de la ciudad. El penetrante aroma a musgo y yerbabuena les deleitaba sus pulmones, y el canto nítido y celestial de los quetzales embriagaba a sus oídos. La niña estaba contenta. Comenzaba a olvidar el pesado y comprometedor amor de Coaxchitl. En verdad, su apuro era una excusa para hermosearse antes de presentarse en la Gran Celebración Nocturna.
-Hoy luces más divina que Mamalinchan el día de nuestro enlace, tus ojos brillan con una luz especial. Ya lo sé. No me mires con tu semblante abatido. Es que realmente te veo así. No puedo contradecir a ese resplandor mojado que los humedece para darles un candor sobrenatural -dijo Coaxchitl.
-Todo el pueblo dice que exageras, y comentan que sueles delirar en noches de borracheras y consumo de hongos con tus brujos. Todos mis hermanos me aborrecen y aseguran que tu aprecio es falso, y que me proteges para sacrificarme a tu Dios de las Alucinaciones. ¿Por qué no eres más sutil y tratas de evitarme el disgusto de escuchar habladurías infames sobre tu comportamiento? Si yo también te quiero, papito… -respondió Malintzin, acercando su dulce boca a la mejilla de su padre.
-Bien, seré austero en mis demostraciones. Pero te aseguro que no voy a entregarte a mi Dios. No soy tan idiota como Abraham, un cacique loco y antepasado nuestro que mató a todos sus hijos, según él, por orden de Quetzacoatl -le prometió él, señalándole la mejilla opuesta para que le diera otro beso.
-Si lo haces, te querré mucho más -dijo la niña, llevando su cariño labial a las orejas perforadas de Coaxchitl. Y con auténtica hipocresía infantil, agregó:
-¿No me llevas al mercado? Debo comprar algunos maquillajes para completar mi disfraz. Ya sabes que una calavera lleva su tiempo de preparación, y la mía no es una calavera cualquiera, requiere de adornos adicionales para que se asemeje a la de un hermafrodita.
-Pues vamos. Además veremos a los malabaristas. Y pronto encenderán fogones: la noche está fantástica para las representaciones artísticas de nuestros poetas y dramaturgos. A la salida de la primera estrella se iniciará su primera competencia -exclamó el cacique acelerando sus pasos.
Coaxchitl era respetado y estimado por sus dotes guerreras. Abundaban cuentos sobre sus hazañas en la resistencia que los de Painala ejercieron contra los cholulanos. En una batalla llegó a cortar una docena de cabezas pertenecientes a encumbrados capitanes cholultecas, las cuales despellejaba el mismo. Después de ingerirlas con tortillas y enchiladas, conservaba los huesos, y procedía a convertirlos en adornos para su palacio: cuencos enormes, vasijas de frente pulido, bolas de ojos para su amada Malintzin… Todos los dueños de los puestos lo saludaban con esmerada reverencia, le auguraban dichosos años de prosperidad, y colmaban a la pequeña de halagos, incitándola a comprar sus productos artesanales.
-Aquí es barato, amiga. Contempla cómo he trabajado, ¡cómprame este bordado! -le suplicó una anciana refocilada y seductora, de un rostro que parecía tan cosido como la maravillosa túnica que ofrecía a la princesa, tal era la perfección de los pliegues y dobleces que los años habían entretejido alrededor de sus sagaces facciones.
-Está rico el mango, niña. Pruébalo, te lo obsequiamos mi marido y yo -pronunció una segunda vieja, entregándole los carnosos frutos pelados y jugosos, pulposos y dulces hasta su carozo.
-´Oh, Malintzin, los mercaderes nos estremecemos ante tu presencia, eres la princesa que le devolverá el alma a nuestro pueblo´ -declamó un carnicero remolón, haciéndole morisquetas a la heredera de Coaxchitl.
El cacique se detuvo a conversar con unas vendedoras de gallinas que se quejaron de la regulación de los precios. El había decretado varias leyes suntuarias que las perjudicaban, y las mujeres no ocultaban su rebelde parecer. Ir al mercado implicaba dar largas explicaciones sobre su obra de gobierno. Para cobrar ánimo ante sus súbditos exigentes que le planteaban sus interrogantes, sus problemas y sus desgracias, Coaxchitl solicitó un vaso de pulque. Caminó hacia un entarimado reservado a los regentes y con voz aguardentosa prometió mejoras a las dirigentes del mercado. El ajetreo hormigueante de la plaza, la confusión de gritos excitados y el redoble de tambores que provenían de puntos opuestos, se diluyeron para que todos pudieran oír al cacique.
-Y ya lo pueden ver, ciudadanos. Restringimos las transacciones de esclavos, generadoras de múltiples reyertas, mácula que nos equiparaba a los bestiales mexicas, para que nunca más se regatee la vida de un auténtico painalense. Este proceso requirió que nos olvidemos de otros sectores de la población, sin reparar en la angustiante situación que están padeciendo. Entiendo que urgen medidas paliativas del intervencionismo estatal, pero deben tener paciencia: pronto sus gallinas, sus jícaras y plumas recuperarán su valor, tan pronto como venzamos a los podridos mexicas que nos tienen cercados y asfixian nuestra economía al no permitirnos comerciar con nuestros tradicionales vecinos.
Coaxchitl tomó un trago largo y respiró como el perdonavidas que era, mirando desafiante a sus oyentes. Sus proclamas eran célebres por su incoherencia. Lo notable era su efectividad. Le bastó este párrafo para que los negociantes más embravecidos comenzaran a desentenderse de su lucha, distrayéndose en otros menesteres, como idolatrar con graves genuflexiones el escudo que el cacique ostentaba orgulloso.
Malintzin se había separado oportunamente de la protección paterna para inmiscuirse en laberínticos pasajes donde la atiborraban de atractiva mercadería. Y ciertamente consiguió unos afeites maravillosos que causaron el asombro de los brujos de Coaxchitl durante las danzas nocturnas: no se descorrían con el sudor y los destellos de la luna aumentaban la calidad de su color. Todos se preguntaban de dónde provenía la energía que la hacía bailar como una tigresa. Su traje de asexuada realzaba su hermosura conmovedora. Atraía a los niños más pequeños, los entrelazaba en sus brazos y amagaba rebanarle sus cuellos. Todo lo realizaba con una gracia esplendorosa, así contentaría al Dios de los Degollamientos. Sin embargo, a éste le preocupaban en mayor medida los sacrificios fácticos, y de eso se encargaban los ayudantes de su padre. Coaxilina la felicitó por su desbordante despliegue de sensualidad, y fue así que Malintzin enamoró a cuatro de sus hermanos, catorce primos y doscientos painalenses de baja categoría.