Exceso de tequila – Capítulo 19

-Moctezuma los aplastará. ¿Creéis acaso que no está preparado para enfrentarlos? -les preguntó Olintecle.

El cacique Gordo le respondió detallando minuciosamente todas las hazañas de que eran capaces los blancos, cómo habían acordado la paz con los cingapacinganos, milagro de los milagros, y cuán fácilmente habían vencido a los guerreros de Champotón y Tabasco. Algo se ablandó entonces el cacique. Enseguida tomó de su acaudalado palacio unos pinjantes, lagartijas de oro de arrebatados semblantes, y se los llevó al teúl-jefe. Cortés se alegró y lo invitó con una copa de vino que Olintecle rechazó.

-Es como el tequila, pero más liviano -intentó convencer al cacique la trujamana.

El líder zocontlano persistió en su negativa.

-Reuniré diez moledoras de pan y se las enviaré como obsequio, pero prométeme que se irán mañana -imploró Olintecle a Tenépal. -Por el vástago que aguardas del Barbudo -añadió.

Malintzin, tras consultarlo con Cortés, le replicó:

-Bien, pero el teúl quiere a tus veinte mejores guerreros. Sin ellos se establecerá aquí para siempre -lo amenazó.

El cacique se estiró sus guedejas y pataleó sobre una manta sagrada.

-Vamos, Señor, concierta la paz con estos hombres, que sólo vienen a favorecerte. Fuma un poco de tabaco cubano. El capitán te invita -lo consoló la intérprete.

Las fumadas anularon el desconsuelo de Olintecle. Al rato modificó sus duras actitudes para cantar alabanzas a los teúles. De modo taimado les recomendó que emprendieran su campaña a Tenochtitlán vía Cholula.

-Los tlascaltecas se destacan por su alevosía. Os agasajarán con todo tipo de fiestas, y en medio de ellas, zácate, caerán sobre vuestros cuellos sus lanzas afiladas. Los cempoalanos, por su parte, tienen fama de chivatos. Tú haz lo que quieras. Jamás imaginé que un teúl no supiera qué ruta tomar. ¿Acaso vuestro Dios no os guía por buenas sendas? -razonó el cacique.

La pedantería de Olintecle forzó al capitán a elegir los consejos de Cuautebana.

-No le hagáis caso. Es un calumniador. Los cholulanos son la peor especie de ‘indios’, como decís vosotros -lo tradujo Malintzin.

-Clavemos pues una cruz, así educamos a estos zocotlanos y corregimos sus modales presumidos -dijo el capitán.

Apenas concluyó su propuesta, el padre Bartolomé de Olmedo ingresó a la tienda. Lucía agitado y sus ojos reflejaban espanto.

-¿Qué os acaece, padre? ¿Os habéis topado con Satanás? Este pueblo es hermoso, no creo que en sus pacíficas casitas encaladas se escondan monstruos.

El fraile recuperó el aliento y sus facciones se sosegaron lentamente.

-Acabo de ordenar las construcción de un altar, y quién mejor que tú para bendecirlo -prosiguió el capitán.

-¡No! -exclamó el clérigo. -Me parece, Señor, que aquí una cruz no va a servir demasiado. Os cuento: Unos papas se acercaron mientras oficiábamos misa y se retorcieron como marranos riéndose de nuestros ritos. Luego, a viva voz y con lágrimas profusas, empezaron a apalabrarnos. El hado quiso que allí estuviera don Gerónimo, ya sabéis que está muy devoto desde que le regalaron dos tamemes y una cingapacingana. Pues bien, él interpretó que nos querían enseñar un lugar sacrosanto muy importante para ellos, que luego de conocerlo, nos olvidaríamos de nuestro culto macarrónico. Tras andar media legua hacia el poniente, ¡adivinad qué nos mostraron! La cosa más horrible que he visto en las Indias, y fijáos que presenciamos carnicerías espeluznantes. Rimeros y rimeros de calaveras, zancarrones sin concierto alguno. Cada montaña de esqueletos es un adoratorio, y penden de vigas cabezas colgadas de muertos recientes sobre las que picotean cuervos hambrientos. Enseguida el traductor tuvo arcadas y arrojó hasta su ánima. Yo no sé de dónde saqué agallas para venir corriendo a avisaros. Creo que conviene postergar la erección de una Iglesia. Podrían quemarla o hacer de ella un almacén de horrendas osamentas carcomidas -narró fray Bartolomé.

Así Zocotlán fue la primera aldea donde no se instaló una cruz.

En el recorrido a Teuacingo hordas de tlascaltecas embistieron de manera esporádica a la caravana española. Los cementerios descriptos por el fraile eran áreas apartadas ideales para la reflexión al lado de las que iba dejando la Empresa a su paso por Tlaxcala. Escenas de ferocidad se repetían a diario, cuadros de espantosas imágenes. Y cuánta más crudeza empleaban los españoles al matar, más violentos se tornaban los nativos que pasaban a formar parte de la Compañía. Los pueblos hacia el oeste estaban mejor aprovisionados. Todos consumían carne de derrotados. Las gallinas y perrillos macilentos se los dejaban al ejército invasor. En las escasas pausas que permitían las matanzas, los capitanes no se cansaban de halagar a sus prisioneros. Los religiosos los instaban a abandonar sus locuras y a refrenar la osadía de combatir contra las armas invencibles de los blancos. El rumor de que Quetzacoatl pretendía el trono de Moctezuma se consolidaba en todo el Imperio mexica. Los caciques tlascaltecas, apercibidos de la capacidad militar de los cuatroscientos extranjeros, juntaron cerca de cien mil guerreros para liquidarlos. Floreándose con sus divisas y penachos (casi todos representaban aves protectoras), y atronando el cielo con sus cuernos y bocinas, cercaron a la Armada, cuyos integrantes se encomendaron a Dios.

A todo esto, Malintzin estaba por parir a Martincito. Una india vieja que tenía de esclava, experta en alumbramientos, contuvo con unos paños sus alaridos desgarradores. Miles de muertes por una vida. Distintos milagros y la energía sobrenatural de los caballos dieron la victoria a la Empresa. Los dos soldados muertos del bando español fueron enterrados inmediatamente. Hatuey y el anciano-Brujo lucharon con denuedo junto a sus hermanos tlascaltecas y robaron cuatro caballos. Otra razón del triunfo de la Armada fueron las desavenencias entre los capitanes Xicatenga y Chichimecatle. Se reprochaban en la mitad de la devastación tardanzas en las cargas sobre el enemigo, cobardes retrocesos y hondas desperdiciadas.

La vagina de Tenépal se abrió completamente durante las rondas que continuaron al desigual combate. Herido de un flechazo en el muslo, el capitán presenció el instante mismo en que la partera sacaba a la luz de los candiles la cabecita de su hijo. Malintzin deliraba en lengua tabasquina. Con los ojos cerrados escupió una retahíla de augurios grandiosos. Cortés tomó al bebé de las piernas y se lo cedió a unas comadronas esclavas para que calmaran su llanto. Peñate frenó la verborrea de la madre dándole un té narcótico a través de un embudo.

-Descansará un día entero. Es natural que esté excitada -diagnosticó.

La celebración del nacimiento fue austera y privada. Los soldados estaban cansados pero debían permanecer alertas a los contraataques tlascaltecas. Sondeaban y alisaban pues los cañones gastados, limpiaban con trapos de hule la sangre de sus espadas y rodelas, quemaban untos de cadáveres, celaban a los principales prisioneros flagelados en sus mazmorras. Inertes y con miradas extraviadas, los caciques Xicotenga y Chichimecatle clamaban a las aves que les habían negado socorro. El intenso frío endurecía los miembros de los guardias y los hacía temblequear, así la naturaleza contribuía a mantenerlos despiertos. Los caballos yacían en los establos ensillados y refrenados. Ningún soldado se acostaba sin sus alpargatas puestas, no fuera que los agarrasen desprevenidos. Y tantos recaudos no resultaron hueros. La luna vibró por un momento y luego una lluvia de flechas y varas cayó sobre el campamento de la Armada. Una divisón de arrojados macaneros se adentró en el real y comenzó a repartir porrazos. Nuevamente los caballos fueron cartas de triunfo para el bando español, aunque en este combate los daños que sufrió la Empresa fueron mayores. Muchos soldados lucharon con calentura, Cortés entre ellos.

Los revolucionarios cubanos no cejaban un palmo en su afán de demostrarles a los tlascaltecas que los Barbudos no eran teúles.

-Ya veréis, ellos también perecen. Lo han dicho los tacalniguas, echadores de suerte, que son humanos como nosotros. Sus fieras no son tigres ni leones, y se pueden amaestrar. ¡Carguemos heroicamente sobre ellos!

-Quizás tengáis razón, ¿pero para qué desgastarnos contra ellos si nos podemos confederar para vencer a Moctezuma? Es lo que hemos estado esperando por más o menos cien años, liberarnos de los recaudadores de Tenochtitlán -reparó Xicotenga, quien se había fugado durante la última escaramuza.

Estaban ante el tercer grupo de mensajeros que les había enviado Cortés. Ante el estado de maternidad reciente de Malintzin, todas las labores de traducción quedaban a cargo de don Gerónimo.

-¿Pero no véis que la paz que os proponen es una mascarada funesta? Tú te confías porque crees que son pocos, pero si no los frenamos ahora, llegará el día en que ocuparán todo el mundo conocido -replicó el anciano-Brujo.

-Y desparecerán nuestras razas -remató el comentario otro cubano combativo.

Aguilar les recalcó a los intérpretes tlascaltecas que debían dar una pronta respuesta.

-No le quedará otra opción a Quetzacoatl que venir a castigar vuestra obcecada resistencia.

Los caciques escudriñaron feo a los embajadores de la Empresa.

-No estamos tratando asuntos que se puedan resolver en un pestañeo. Si lo deseáis, podéis retornar a vuestro real y avisarle a vuestros jefes que estamos considerando sus mensajes -respondieron los tlascaltecas.

-De acuerdo -dijo don Gerónimo.

Una semana transcurrió sin novedades. A la Compañía le sirvió este lapso vacío de acontecimientos para curar a sus hombres y caballos enfermos. La trujamana cesó de desvariar. Todos los soldados la trataban como a una Madre Superiora. Cuando alguno le manifestaba su preocupación por la extraña quietud de los tlascaltecas, ella le infundía valor, y lo convencía de que no debía temer la calma, que todos ellos estaban amparados por una Fuerza Divina. Había reanudado su trabajo y estudiaba día y noche la lengua de sus amos, además de darle de mamar a su Martincito cuando el crío la invocaba con sus llantos estridentes. Estaba casi tan ocupada como en sus épocas de esclava de Paloantzin, allá en Centla. Y no por eso dejaba de tener escalofriantes ayuntamientos sexuales con Cortés, quien aún no estaba totalmente recuperado de sus tercianas. En su lecho mantenían también largas conversaciones.

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