Exceso de tequila – Capítulo 17
Malintzin interpretó lealmente las palabras del portazguero camorrista. El capitán ordenó a una partida de arcabuceros que lo mantengan apuntado. Montejo le sugirió que espere el final de la ceremonia para capturarlos.
-Mejor todavía será si instas al Gordo y a los otros caciques a darle su merecido. Los totonaques te recibieron con todos los honores y aprendieron a amar a su Majestad, ellos mismos están revueltos y se rebelarán a Moctezuma. Ya lo verás. El Gordo encabeza una coalición clandestina contra el emperador, y seguirá tus consejos. Deja que los indios resuelvan los problemas entre indios. Bastará con utilizar palabras más convincentes que las del repugnante mexica -asesoró la trujamana a su amante.
-Y nos ahorraremos el peligro de que algunos quiauiztlanos cimarrones se dediquen a cazar a nuestros arcabuceros -agregó Portocarrero, el esposo falso que ella detestaba.
-En el lago a un soldado le robaron su arma. Un hombre que saltaba entre los árboles se la llevó mientras el nuestro cortaba unas flores de cacao. Un corredor dijo que en la zona que media de Veracruz a Tlaxcala están sembrando discordia unos revolucionarios cubanos -comentó Montejo. -Ahorremos toda la pólvora posible, que luego nos resultará imprescindible para batir a estos subversivos -completó Francisco su opinión.
El agasajo no tardó demasiado en concluir. Ningún cacique replicó a los cobradores abusivos. Escogieron veinte zagalas feúchas y otros tantos combatientes (los más torpes y necios), los reunieron en la entrada de la aldea y los encadenaron a gayolas de granito. Así dejaron que los recaudadores disfrutasen de sus plantas bombáceas. Los quiauiztlanos se congregaron en la casa del cacique. Consternados, mandaron embajadores a la ciudadela española para apelar a la ayuda de los teúles. Por más que los elegidos no fueran hijos dilectos del pueblo, deseaban salvarlos a toda costa. El capitán les arengó con astucia, ofreciéndoles nociones de heroísmo. Además, ¿cómo quinientos totonaques aguerridos temían a esos mamones representantes de Moctezuma?
-Traeremos gente que construirá fuertes y evitará las represalias del tirano. Préndanlos ya mismo. Suspendan su banquete. Vosotros sabéis que vinimos a liberar la Tierra de malhechores. Pongánlos en los mismos patíbulos donde están ahora los cuarenta desgraciados. Y si se resisten, apaleénlos con varas espinosas y rodeen sus cabezas con los collares de hierro que les prestará el doctor Peñate -los soliviantó Cortés.
Los totonaques no titubearon. Su ensañamiento se hizo sentir en los flagelados semblantes de los mexicas. Ya estaban escalando el monte para depositarlos en las piras de sus cúes. Los matadores afilaban sus cuchillos de pedernal. Mensajeros quiauiztlanos partieron a los pueblos vecinos para anunciar el evento, rasgándose las vestiduras con clasicismo. El Gordo se presentó en el cuartel español para invitar a una delegación de extraterrestres.
-¿Cómo? ¡Es imposible! -gritó Cortés.
-Es hora de actuar -urgió Malintzin.
-Alonso, tráemelos aquí. Cuautebana, díles que nos entendieron mal. ¿Para qué matarlos si bastará con cortarles las manos? -inquirió el capitán.
Malintzin tardó en traducirle esta proposición al cacique.
-¿Para qué conceder vida a lo que está destinado a desaparecer? -preguntó el Gordo con sus obesos mofletes caídos, sus ojos mirando confundidos.
-A partir de este momento serán mis prisioneros. Yo les impondré la pena adecuada. Así se cultivarán con un ejemplo de justicia cristiana -arguyó Cortés.
¡Vamos! -gritó Montejo.
Grandes sacudimientos causó este incidente en todo el imperio mexica. El capitán dejó libres a dos mancos para que le cuenten en persona sus tormentos a Moctezuma.
-¡No son muchos, pero hay que exterminarlos cuanto antes! -alertaron los recaudadores exonerados.
-Primero les enviaremos regalos. Para triunfar debemos sorprenderlos -dijo el emperador.
La Empresa Armada retrocedió a Veracruz. Era el sitio ideal para establecer su primera base, en aquel punto estratégico de enorme importancia militar. Desde ahí era posible una expansión costera y mediterránea de la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo. Además debían pertrecharse y asentarse antes de emprender el avance definitivo. Los caballos habían contraído una epidemia tropical. Para sanarlos era conveniente un reposo en el clima salino de la ciudad. Las empresas competidoras todavía estaban lejos, y muchos de sus miembros eran pusilánimes. Acelerar la conversión de los pueblos indios, someterlos a toda velocidad, era la premisa. Ganar aliados entre los salvajes, amistarse con poderosos caciques, el proceder político. Aguijonearlos para que guerreen contra todos los Barbudos ignotos que desembarcasen en sus playas, que eran falsos, meros ángeles malignos como los que ellos conocían, que sólo confiasen en los hombres que Cortés señalaba. Convencerlos de que debían luchar a su lado en la toma de Tenochtitlán, prometerles recompensas como ciento veinte años de dicha completa. Pequeñas trampas admisibles que se le tienden a rivales avaros en este negocio de conquistar un continente. No había coherencia en la aventura, leyes contradictorias se publicaban todos los días. A los prados donde se alzó el fuerte Real arribaban caciques obedientes de lejanas comarcas. Gobernadores de Moctezuma también se acercaron a la Villa Rica. Su oro puro y sus mantas labradas con diamantes azules encandilaron al capitán. Pitalpitoque, tal era el nombre del principal diplomático mexica, recalcó la excelentísima voluntad de su Emperador.
-Y mucho más tiene en sus palacios de Tenochtitlán -les manifestó a los españoles.
Cortés les retribuyó con ropas de delicado corte sevillano. Cuentas grandes y brillantes que reflejaban la realidad deformada acapararon Pitalpitoque y sus camaradas.
-Organiza una batida, que hagan buenas escaramuzas -le rogó Malintzin al capitán.
Portocarrero no se separaba de la traductora. Su voz señorial cautivaba a los mexicas. Una leve elevación redondeada de su vientre denotaba un feto de doble raza.
La alazana de Pedro Alvarado se lució en la revuelta. No eran zalagardas vanas. Varios escaramuzadores mostraban huellas sangrientas de los choques. Don Alonso hizo de caballero templario, y tras la lid, le arrojó a Tenépal una flor y el corazón de un quiauiztlano muerto en la representación. Cortés también participó de la batalla ficticia. A la sazón le mataron su caballo y decidió apropiarse de Arriero, el mejor castaño oscuro de la Compañía. Lo habían criado un soldado músico, tocador de cornamusa, y el corredor de campo Bartolomé García, especialista en fundición de metales.
Los embajadores se despidieron contentos. La preparación de los teúles permitiría tiempo para acopiar guerreros de otras provincias. Además, podían mandarles continuos obsequios que los mantendrían distraídos. Moctezuma les ordenó reprimir a los caciques cempoalanos. Los capitanes mexicas condujeron sus guarniciones a la amurallada ciudad de Cingapacinga. Muchos daños les causaron a inocentes traficantes de esclavos, a sementeras y estancias de leñadores quiauiztlanos. Venían con ellos mercenarios de Culúa, quienes aullaban blasfemias y maldiciones cuando los hechiceros locales les contaban las bondades de la religión que traían los Barbudos.
El Gordo y otros cabecillas acudieron al real la mañana posterior a la visita de los mexicas. Sus quejas y súplicas abrumaron a Cortés.
-Dijeron que la próxima vez arruinarán definitivamente la ciudad -tradujo Malintzin.
-Oh, eminente Gordo, no estéis perturbado. Ayer ellos se fueron en paz de nuestro campamento. Cuando conozcan mejor nuestra doctrina ya no harán más atrocidades.
-Pe-pero -balbuceó Cuautebana al oír tal respuesta dicha en totonaque por la trujamana.
El capitán se alzó y convocó a un fiero soldado vizcaíno conocido como el viejo Heredia. Al avanzar a la tienda capitana, barbiluengo y picado de viruelas, tuerto y cojo como era, azaró a los gemebundos dirigentes cempoalanos.
-Ve con estos caciques al río y demuéstrales que somos Dioses -le dijo Cortés.
Don Gerónimo le cambio un poco el sentido a la frase, y luego del viraje lingüístico de Tenépal, el Gordo comprendió que Heredia, un culto e ingenioso escopetero que combatió en Italia, y otros soldados de catadura similar, los socorrerían para espantar a los culúes que los molestaban. Figueroa adiestró en monta a un par de caciques, y a la tarde partieron complacidos hacia los bosques de Cempoal.
Las puestas de sol de la Villa eran sobrecogedoras. Rojo el cielo, violeta el mar, negra y amarilla la vegetación. Nubes livianas se deslizaban lentamente, transformando el paisaje celestial en una fantasmagoría ora placentera, ora siniestra. Del mar provenían vestigios de una tempestad.
Los indios amigos de la Compañía la apercibían constantemente sobre el enorme ejército que estaba reuniendo Moctezuma, y como toda Empresa siempre cuenta entre sus filas algunos integrantes díscolos, diez soldados comenzaron a murmurar barbaridades en contra del Adelantado.
-«Velázquez nos lo advirtió. Es un loco muy arriesgado que será comido por los salvajes. ¿Cómo conquistaremos cuatrocientos hombres un Imperio gobernado por cientos de miles de guerreros implacables? Debemos volver a Cuba y pedir refuerzos a España».
Bernal Díaz del Castillo atestiguó al capitán que los díscolos le habían desembuchado tales infidelidades. Los rebeldes ya tenían sus provisiones y su matalotaje listo para escapar, hasta se animaron a robarle al despensero dos botijas de aceite y una canasta con legumbres. Los regidores de la Villa le aconsejaron a Cortés que empleara el mayor rigor en el caso.
-Vendieron sus caballos y pertenencias obtenidas en Veracruz a Juan Ruano, quien se las trocó por unas haciendas que posee en Santiago -afirmó el soldado cronista.
-Tanta perrería jamás se permitió en nuestra Empresa. Debemos humillar a esos hombres, Hernán -propuso Portocarrero.
La justicia se aplicó rápidamente. El maese de campo de Cortés, Cristóbal de Olid, aprestó unas sogas de juncos tabasquinos que había conseguido en la incursión a Centla.
-Detened a los cobardes y llevádlos a la plaza -ordenó el capitán a sus lugartenientes. -Tú convoca a los aldeanos nativos -le pidió a Alvarado.
A punto de morir los tuvo Cortés en el cadalso. Si no corta él mismo con su espada las sogas, Morón y Mora, los partidarios de Velázquez más envilecidos, hubieran acabado sus vidas ahí.