Exceso de tequila – Capítulo 16
La actividad económica y cultural de Cempoal no había mermado a pesar de los pillajes sufridos. Largos períodos de guerra habían templado a sus habitantes, quienes alojaron en sus plazas amablemente a los españoles, tal como lo ordenó Cuautebana.
-Preparen el sahumerio -indicó el cacique a sus brujos.
Su sagrada gordura lo había elevado hasta liderar una cofradía de Angeles Exterminadores de Moctezuma junto a cuatro caciques de clanes hermanos. Le iba a proponer a Cortés sumarse a su secta, y para ello, necesitaba perfumarlo. Sus ministros acompañaban a los extranjeros hacia su estancia (su gordura le impedía movilizarse con comodidad). Sus esclavos ganapanes, tamemes, como resaltaba Malintzin, habían acudido a recibirlos para cargar sobre sus espaldas las mochilas y aparejos de los soldados.
-¡Qué alivio! -se contentaban los peones más vulgares de la Compañía.
Algunos eran tan rapaces que no deseaban desprenderse de pesados baúles de objetos saqueados teniendo tamemes a su disposición.
El dúo mixto de trujamanes amenizó el encuentro de Cortés y Cuautebana. El capitán lo abrazaba sin poder cubrir sus brazos extendidos siquiera las enormes tetillas del cacique. Este lo ahumaba en las axilas y el culo. En esta posición se mantuvieron ante el gozo de los testigos.
-Es acolchado el vientre del Señor -comentó Cortés al separarse con sus calzas vaporosas.
En Cempoal ya no la reconocían a Malintzin como antes. La respetaban cual si fuera una Diosa de los Blancos, y le rogaban que concediera milagros para sacar de sus cogotes el yugo de Tenochtitlán. Aguilar discutía con su colega.
-Es un disparate. ¡Cómo le voy a hablar así al capitán! Es una ofensa a nuestra santa Fe pertenecer a una secta como la del Gordo. No voy a mencionar el ofrecimiento, prefiero que inventes algo distinto -sugirió don Gerónimo.
-Bueno, sólo diré que Moctezuma está movilizando su ejército -contestó Malintzin.
-¿Estás segura de que dijeron eso?
-Sí -replicó ella en español.
Un banquete que les hizo añorar los yucatecas se celebró enseguida. El capitán estaba desgreñado por acariciarse con Malintzin. Ella habíase posado como querida del barbudo-Jefe, sus muslos encima de los de él. Su brazo desnudo apoyado en su espalda calentaba a Hernán como si todavía fuese el adolescente de Salamanca. Sus labios húmedos y sabrosos jugueteaban sobre su oreja, revelándole los secretos de su tierra a la par del relieve de su cuerpo caliente de tabasquina. La mano izquierda del capitán recorría el agujerito blando y lampiño de Malintzin. El baile de las cempoalanas no se detenía. Y el intercambio de información tampoco. Los ministros del Gordo interrumpieron el exaltado flirteo para enseñarle un mapa a Cortés. Los escribas anotaron el despliegue de tropas de Moctezuma. Como sus pares de Cozumel los Brujos cempoalanos lanzaban plegarias para que los invasores pasaran pronto, y los conminaban a adelantarse a Tlaxcala via Quiauiztlán.
-¡Por allá no los van a sorprender los mexicas! -afirmó Malintzin.
Para hablar abandonó pronto los mimos a su Señor. Su semblante se tornó circunspecto, casi ceñudo. De hecho, ella era quien conducía la campaña. A Aguilar el nahua le resultaba muy duro de entender. Ella abusaba de esta ventaja, y a su antojo ya había manejado muchos encuentros entre papas y clérigos, comandantes y caciques, con toda la desorientación propia de su sexo. Así no los estaba guiando mal.
-Pues por donde muestra Malintzin en este mapa, avanzaremos -le confesó Cortés a Cuautebana.
Antes de que les llegara el letargo de las delicias probadas, los tequilas depurados brindaban borracheras cálidas y adormecedoras, los capitanes los convencieron de que debían abandonar sus perversiones pederastas. Usaron el potro como técnica persuasiva, también a los renuentes les calzaron chirimbolos en sus rectos. Peñate supervisaba las sesiones de introducción de Certezas Cristianas, formando un cuadro muy pintoresco junto a los frailes plumistas. Solía revisar los cadáveres de las víctimas de la Empresa Cortesana. Les extraía un unto que servía para cicatrizar las llagas de la caballada. Estudiando sus órganos podría descubrir indudables paradigmas medicinales.
Los capitanes se cansaron de las torturas y se fueron a dormir. En Cempoal la Compañía había obtenido trescientos y cincuenta tamemes y dos cempoalanas lavanderas. En el cuarto del capitán se amaban ambas razas. Después de un orgasmo mutuo, Cortés encaró a Malintzin.
-No me gustan los aires que te das.
Ella lo miraba dulcemente sin comprenderlo.
-¡Diablos! ¿Para qué le hablo si la perra no entiende? -masculló.
Cortés le mordió levemente los pezones. Malintzin, a su turno, también murmuraba, aunque con un ritmo melodioso y en totonaque, el dialecto de Cempoal. Tras su segunda eyaculación, Hernán llamó a un criado para que la escoltase hasta su tienda, contigua a la de Aguilar.
-Cuando regreses, avísale a Portocarrero que venga a mi despacho con urgencia.
-¿Qué pasa, capitán? Ya estaba aparejando mis trastos para la partida -dijo don Alonso.
-Pues tienes que alegrarte. Te pediré un lindo favor. Tú has visto lo molesta y pesada que se ha puesto hoy la traductora. No me agradan sus ademanes de mandona. Te la cedo a tí, pero atención, en el amor será toda mía. Como esclava es el asunto. Debes mantenerla entretenida mientras andemos hacia Tenochtitlán. En los banquetes y recepciones la ubicaré a tu lado, la presentaré como tu Señora.
Portocarrero caminó de una pared a otra, reflexionando sobre la petición de Cortés.
-¿Pero yo también la podré…, usted sabe, no?
-Cuando quieras si es sin violencia.
-En ese caso, capitán, no tendré problemas en hacerlo. No sé qué le diré a mi actual querida. En fin, así es la vida de un soldado.
-Muchas gracias y buenas noches, Alonso. Me voy a descansar -dijo el capitán, palmeándole el hombro.
En Quiauiztlán, pueblo reclinado sobre la falda de una montaña, los nativos desalojaron sus casas para retroceder a lo alto de sus baluartes, donde veneraban en cúes a sus ídolos. Los mexicas habían comenzado a trastornar sus fronteras para estorbar a la caravana invasora. Los corredores de campo españoles interceptaron a unos leñadores quiauiztlanos y los trajeron ante Cortés.
-No deben huir de nosotros -se les garantizó.
Don Gerónimo contó que estaban asustados, que patrullas de choque de Moctezuma andaban asolando sus aldeas.
-¡Bandolerismo puro! -acotó Malintzin. -Ja, y hay unos recaudadores por la zona que les preguntaron cómo osaban recibirnos sin su consentimiento. «¡Entonces no se quejen!» -les dijeron. «¡Quien osa desafiar a Moctezuma caro lo pagará!».
Esas fueron sus palabras mientras violaban a sus hijas más hermosas. Un leñador quiauitzlano barbotó furioso dos frases totonaques.
-¡Y que van a aplastar a los Barbudos, porque son unos debiluchos! «¡Ya matamos bastantes, y nos comimos sus cabezas!» -se jactaron los cobradores mexicas.
A Malintzin, como toda hembra, le gustaba meter cizañas de este tipo. ¡Quién sabe lo que expresara el colérico quiauiztlano! Sus visajes de indignación no contradecían las urdimbres venenosas que declaraba la trujamana.
-¿Y dónde están esos pedantes esbirros de Moctezuma? Dígannos, y les daremos una lección -habló Cortés.
-No es necesario irlos a buscar -dijo Malintzin. -Ya se encaminaron hacia aquí. Pronto aparecerán por esta plaza. ¡Allá abajo están subiendo! -exclamó.
Montejo se apropió del catalejos y pudo verlos detenidamente. Vestían ricas mantas labradas, sus bragueros lucían motivos sexuales. Cada uno olía un racimo de rosas, rodeados de esclavos que agitaban solícitos unos artísticos mosqueadores. Detrás marchaban caciques de otros pueblos, entre ellos Cuautebana, con pose rastrera, resignados y temerosos. Los leñadores se escaparon para sumarse a otros quiauiztlanos que acondicionaban una sala enramada, una especie de casa primitiva y desértica portentosamente decorada. Allí guisaban en informes ollas de barro manjares seleccionados, gallinas y caldo de carnes indeterminadas, todo aderezado con mucho ají.
Lentamente el pomposo andar de los mexicas arribó al aposento de la Armada. Pero no vaya a creerse que se produjo un enfrentamiento. Presumidos, los recaudadores avanzaron a los manteles y almohadones reservados para sus espaldas y traseros sin desviar sus cabezas a la extraña presencia de los españoles.
-¡Esto es el colmo! -se quejó Malintzin.
-¡Nunca ví un acto de desaire semejante! -añadió Aguilar.
Cortés aprontó a un escuadrón de artilleros. Así que a distancia de una cuadra vigilaron el desarrollo de una ceremonia ignominiosa. Los quiauiztlanos recibían vergajazos y esputos del Quinteto de Tenochtitlán. Les ofrecían las prendas que obtuvieran de su comercio con los Barbudos. Palidecía su sangre y les temblequeaban los tobillos, se prosternaban a sus pies de mil maneras. El Gordo echó en su incensario una sustancia maléfica que le alcanzó su Ministro.
-Con esto seguro les sucederán muchas desgracias -le dijo en secreto su prudente consejero.
Los emisarios de Moctezuma olieron sus raros efluvios pero las oraciones de los caciques eran encomiastas, y pródigas en loas al emperador. Por lo tanto, no sospecharon la tramoya de los cempoalanos. Inflado con las rastreras reverencias de sus súbditos, uno de los mexicas se adelantó y, severamente comenzó a pronunciar un discurso exaltado.
-Vamos a escucharlo -propuso Cortés.