Exceso de tequila – Capítulo 15
A la noche asaron verracos para toda la tropa. Los caciques continuaron instruyendo a los extranjeros sobre la coyuntura política de la región, hurgando ellos también qué provecho podían extraer de sus visitantes.
-Solos nunca lograrán sitiar Tenochtitlán. Deben aprovechar las inquinas que tiene Moctezuma con los tlascaltecas -aseveró Paloantzin.
Los escribas registraban las advertencias de los caciques. Catzontzin se mofaba de la escritura e imitaba las poses que adoptaban los cronistas carcajeando como un idiota.
-Nosotros tenemos algunas querellas con los oriundos de Cempoal… -comentó sutilmente Paloantzin.
-Te ayudaremos en lo que sea -le dijo Cortés.
Terminada la cena, las esclavas carantoñas danzaron en homenaje a los Barbudos. Sus rostros feos y mofletudos estaban enmascarados en la oscuridad cortada por franjas de fuego. Sus cuerpos gráciles se arqueaban fervorosamente. Piernas delgadas y flexibles se contoneaban delante de las narices españolas, embrujándolas con su aroma a resina dulce. Tetas coronadas por pezones punzantes rozaban sus jetas babosas.
Malintzin no participó de la función. Sentada en un cojín entre Aguilar y Paloantzin, les indicaba a los españoles qué fiera representaba cada máscara. Los caciques también se disfrazaron y poco a poco comenzaron a raptar a las bailarinas.
-¿Cómo es esto? ¡Nos vamos a quedar sin hembras! -se lamentó Portocarrero al notar cómo disminuía la cantidad de tabasquinas disponibles.
Montejo fue el primer conquistador en abarraganarse con una vernácula. Se paró, le prendió la mano, y ante el gesto anuente de sus amos, se la llevó a sus aposentos. El ágape adquirió un cariz orgiástico, porque al amigo del capitán lo emuló su batallón. Aquella noche, toda mujer esclava fue poseída por algún soldado a excepción de Tenépal. Las nobles, más bonitas y protegidas, prefirieron a sus amantes habituales. Paloantzin observó la debilidad de los extranjeros por la carne de las centlanas. La seria conversación que mantenía con Cortés no se desvirtuó con los cruzamientos amorosos.
-Te regalo veinte esclavas, incluida Malintzin, por cinco caballos y quince bayonetas. ¿De acuerdo? -propuso el cacique.
La trujamana enrojeció al nombrarse a sí misma en la proposición. Sin pretenderlo, ella le rozó la pierna al capitán. Este accidente persuadió a Cortés a ofrecer una respuesta inmediata.
-Sí, seguro.
Enseguida el capitán convocó a su lacayo Figueroa.
-Elige cinco matalones bien contrahechos y algunos machetes herrumbrosos para regalar, y llévalos a la estancia de Paloantzin. Regresa pronto, que si haces bien tu tarea, te recompensaré con una esclava -le prometió guiñándole un ojo.
Don Gerónimo, adrede, tradujo mal la orden.
-Ha mandado seleccionar cinco ejemplares esbeltos, y las bayonetas más modernas -le dijo en maya a Malintzin.
Hernán estaba encendido. El aplomo de Tenépal lo había deslumbrado. Y el roce de sus dedos, aquél mínimo contacto de su piel, repercutió en todo su cuerpo hasta palpitarle los testículos. Pero una fuerza sensible mayor se apoderó de él, una mezcla de timidez y respeto que lo impulsaba a actuar muy caballerosamente ante su presa. En realidad, se relamía con sus galanteos, y especulaba con la entera sumisión que obtendría de ella haciendo honor a su apellido, y tratándola incluso como a su Catalina. Ella reparó en que procuraban engañar a Paloantzin con el trueque, pero no se lo advirtió a su antiguo amo. Como tantas veces en su vida, éste era un nuevo traspaso de manos, quizás el más ventajoso que le había tocado en su extenso peregrinaje de esclava. La velada se desvirtuó con los amancebamientos que ocurrían en los aledaños. Los capitanes ya estaban cansados de responder a la curiosidad de los hechiceros tabasquinos. Pidieron excusas y se retiraron a los renovados palacios de los caciques. Cortés le besó la mano a Malintzin con una delicadeza que jamás le habían visto a otro español. La trujamana se abochornó y bajó la mirada. Cuando el capitán la soltó, ella elevó su otra mano exigiendo un nuevo ósculo.
-No, así no. Tienes que decirle cómo es nuestra etiqueta -le requirió Cortés a Aguilar.
La india no quería conocer las reglas, y demandó el beso con más ahínco, casi colocando su puño alhajado bajo la nariz flemática del Conquistador.
-Bueno, no me voy a negar -exclamó a otros españoles adueñándose de la cintura de Malintzin.
Seguidamente la besó apasionadamente en la boca. Ella no rehusó sus labios, y sus brazos tocaran su barba caliente y pegajosa de carne con salsa picante. Los testigos se apartaron permitiendo que la pareja continuara con sus escarceos.
Al otro día, Cortés le confesó a Montejo que no se atrevió a sacarle la túnica a Malintzin.
-No sé por qué me contuve. Una razón poderosa que provenía de la misma lengua. No pensé en Catalina ni nada parecido. Fue ella la que me detuvo con sus ojos severos y sus esquives de cadera -se lamentó el capitán ante su amigo. -Pude dominarla pero no usé el atributo de la fuerza. Me frenó con susurros dolientes. Cuando avanzaba mi mano por su entrepierna ella tomó mi muñeca y comenzó a barbotar palabras sin descanso. Tuve que molestar a don Gerónimo para saber qué cuernos deseaba, y resulta que se despachó con una ley de su pueblo según la cual el amo sólo puede poseer a su esclava a la luna siguiente de haberla adquirido. «¡Pamplinas!» -grité yo, mas ella ni siquiera hizo caso de unos bellos poemas que le recité.
-No te alteres, Hernán. En un rato, después de cristianizada, ya no podrá alegar esos burdos pruritos de salvaje -lo sosegó Francisco. -Yo sí me descargué como en los tiempos de Santiago. ¡Vaya que son fogosas estas tabasquinas! -añadió con acento eufórico.
Centla había amanecido inconciente del desastre que se avecinaba. Los vástagos de las fecundaciones nocturnas serían monstruos al servicio de los invasores, «agentes destructivos», como los nombrarían ciertos científicos. La paz de sus cruces implicaba la Muerte del Pueblo. Los caciques, convertidos en intermediarios de las Divinidades Tenebrosas, admiraban la mercadería de los extranjeros. Manchas fétidas sobre los ijares de los matungos representaban para ellos preferencias estéticas de Quetzacoatl. Algún que otro adivino estaba convencido de su retorno, de que su alma enloquecida estaba encerrada en el cuerpo del barbudo-Jefe. Sus pungentes y broncíneos instrumentos de Guerra finalmente acabaron con la vida del prisionero mexica. Los españoles se enojaron por su carencia de piedad cristiana. Sus chatarras inservibles habían servido para cortar en tajos la carne del ladrón de Tenochtitlán. Los clérigos habían preparado un Espectáculo de Misericordia, y ahora se habían quedado sin mártires. El capitán los reprendió con dureza.
-¿Que habéis hecho, bestias de Satanás? ¿No sabéis que Dios prohíbe al hombre matar al prójimo? ¡Házles comprender, Malintzin, que son unos sodomitas sanguinarios e incorregibles!
Como mejor podía, Tenépal les transmitía los exabruptos de su nuevo amo. Los religiosos se tuvieron que conformar con unos magros bautismos.
-Sabed que estáis parados ante las puertas de la Bienaventuranza… -les peroraba don Gerónimo.
-Vida eterna, sin tiempo, gloria instantánea afuera de caminos terrenales -complementaba la traductora.
Montejo y Portocarrero les concedieron libertad de movimiento a sus batallones. Resguardados en la calígine matutina, los soldados fueron a hacerles trapacerías a los agricultores. Pisoteaban las huertos erguidos sobre sus caballos, secuestraban a las niñas, obligando a los padres a prosternarse y comer la bosta que resbalaba de las colas caballunas. Estas eran sus más leves y recatadas demostraciones de villanía.
Así se movía la Armada de población en población tabasquina. En ninguna aldea hallaron esclavas sobresalientes como Malintzin. Los indios la reconocían y afirmaban:
-¡Cómo se transformó la pendeja engreída que vendió Mamalinchan!
-¿Y estos que desean decirnos? -preguntábanse los europeos.
Desde aquí nacían infinitas confusiones. Seguidores de teorías históricas correctas aseguran que Aguilar no acertaba las palabras adecuadas para retratar el espanto y la sumisión que les infundía Malintzin. Los papas-hechiceros coreaban endechas apocalípticas que le atribuían dotes mágicas.
-Es una Diosa viviente; la elegida por Quetzacoatl -repetían la cantinela.
Le danzaban más a ella que al barbudo-Jefe, rogándole privilegios en la nueva era a iniciarse. No se animaban a acercarse demasiado a los extraterrestres malolientes, y los bautismos, entonces, se tornaban más violentos.
En Cempoal los nativos eran menos collonudos, la influencia de los revolucionarios cubanos era enorme, y cada cempoalano estaba entrenado para resistir la invasión de blancos hasta la muerte. Era cuestión de juntar un ejército de sesenta mil personas para masacrarlos a todos.
-El problema es que van a seguir viniendo de todas partes. Son invencibles, tienen la costa de Yucatán tomada con sus Naves Gigantes. Mejor dejemos que pasen destruyendo lo menos posible; quizás después se larguen solos. Podemos esconder la gente en el monte. Allí siempre habrá sobrevivientes que reproduzcan nuestra raza, esencia de las esencias -recomendaba el Ministro Político del gordo cacique Cuautebana.
-Tienes razón, si aparentamos confiar en sus sandeces se relajarán y ablandarán, luego podremos caerles encima más fácilmente con nuestras tribus amigas -analizó el obeso mandatario.
Los metales continuaban sin aparecer. Los exploradores de la empresa, los que se adelantaban en el campo, eran los más propensos al delirio. Paredones de cal pasaban a ser edificios de plata; pilas de heno reverberante, magníficas torres de oro. Los espías avisaron que la tierra de Cempoal era incomparable, riquísima en ciruelas y maíz, con calles limpias y floridas en los pueblos. A la fortaleza española arribaban mensajeros incesantemente. Otras empresas destacadas procuraban quitarle terreno a la de Cortés. El gobernador de Jamaica, Francisco de Garay, comandaba una de ellas. Una sustancia que le daban de fumar sus esclavos avivaba su entusiasmo, y soñaba con apoderarse de múltiples playas paradisíacas. Además, Pánfilo de Narváez se estaba aprestando para ir a prenderlo. Eran varios los frentes que amenazaban el rumbo de la Expedición Cortesana (de Cortés).