Exceso de tequila – Capítulo 14

Al traductor se le iba complicando el trabajo. Hacia el oeste, aparecían pueblos cuyos habitantes lo miraban con desconfianza, y le hacían señas extravagantes. Don Gerónimo se esmeraba por buscar vocablos que pudieran reconocer, pero finalmente le admitía a Cortés su fracaso.

-Lo único que puedo colegir es que odian a los recaudadores de Tenochtitlán.

La barrera idiomática era atravesada con diversas salvajadas. Los españoles organizaron ejecuciones, sus fogonazos eran harto persuasivos.

El éxito de la campaña no generaba indisciplinas. Quienes se descarriaban eran castigados de inmediato. Ningún soldado se propasaba con indias vírgenes sin un permiso previo de sus superiores. A menudo, se determinaban justos repartimientos de mujeres para mantener el orden de las tropas. Los tabasquinos se quejaban de la opresión del señor Moctezuma, y al rendirse, le pedían a Cortés que lo destruyera.

-¿Por qué le tienen tanto resentimiento a su monarca? -les inquiría Cortés.

Las respuestas incomprensibles de los tabasquinos eran desechadas. Los cronistas de la expedición inventaban e imaginaban razones y causas a destajo. Cierto es que bravos aborígenes ofrecían sus vidas para derrocar su Imperio. Así se comportaban los héroes de la provincia que atravesaba la Armada de Cortés.

Las siervas de Paloantzin acudían al río todas las albas para refrescar sus cuerpos. La época de calor comenzaba a arreciar y los moscardones impedían que sus noches fueran placenteras. Amanecían picadas por múltiples escozores, maldiciendo el hado que les había tocado en vida. Sus baños implicaban un remanso en la sucesión de penas que las agobiaban. Desnudas, fantaseaban con libertadores utópicos. Reían y simulaban encuentros sexuales con Dioses extraterrestres. Jadeaban y sumergían sus cabezas en el agua espumante. Manoteaban peces y juntaban conchas de ámbar. Ludían sus comezones con limo. Mordíanse una a otra sus colodrillos lacerados y se masturbaban frenéticamente con hierbajos humedecidos. A tales actividades se dedicaban cuando un repiqueteo de cascos las distrajo. Bramidos ríspidos de fieras asustadas los acompañaban. Pronto un tropel de caballos sedientos brotó de los chopos del margen oriental. Los jinetes cayeron de cabeza a la corriente. Impresionadas, las sirvientas retrocedieron a unos peñascos donde tenían extendidos sus atuendos. Los españoles las azuzaron con alaridos exaltados. Malintzin fue la única que mantuvo el temple, y continuó braceando sobre el sereno oleaje del Potonchán. Sus tetas sumergidas se meneaban dulcemente. Sólo su cara sobresalía del agua. Vio nadar hacia ella una banda de golfos desalmados. Más atrás, en la ribera legamosa, divisó al caudillo de los torpes nadadores y reconoció en él al protagonista de sus misteriosos sueños. Esta vez no se trataba de un trasgo. Su porte guapo la deslumbró. Con regia dignidad de montador invencible, profirió altísonas palabras que detuvieron a los follones que estaban por alcanzarla. Los ojos de Cortés se posaron en las mechas empapadas de la esclava valiente. Fulguraron chispas en sus pupilas. Las otras esclavas le chillaban a su líder instándole a replegarse. Malintzin giró su cuerpo y con sólo alzar su mano las acalló.

-¡Alégrense, amigas! Ellos son los redentores que estábamos invocando.

Esta proclamación no bastó para sacar a sus compañeras de su temor. Con suma elegancia, Tenépal volvió a girar. Los fatuos extranjeros la miraban alelados. El comandante se apeó de su alazán y precipitadamente se quitó sus ropas.

-¡Nadie se atreva a tocarla! -tronó al penetrar en las aguas acariciadoras.

Sus carnaduras rosáceas y musculosas se fueron hundiendo lentamente. El capitán pisaba el lecho con gran precaución, contemplando su barba desordenada en la superficie correntosa del río. La luz del día la coloreaba de bermejo, en tanto los pelos de su pecho cobraban un tinte rubión. Sus capitanes lo instaron a zambullirse pero él coqueteó un rato más. A la distancia le sonreía a la nativa, la saludaba agitando sus manos. Aguilar cruzó el Potonchán por un puente de bejucos y se acercó a las tabasquinas aterradas. Rápidamente les contó quiénes eran los invasores y qué propósitos tenían. Las esclavas no entendieron pero Malintzin, como buena lenguatona, intervino para apaciguarlas y explicarles que no debían temer a los extranjeros.

A la sazón llegaron sicarios de Paloantzin para averiguar por qué se estaban demorando las siervas. El palacio del cacique requería un aseo urgente. Los hechiceros habían vaticinado el arribo de importantes visitas que los ayudarían en sus guerras, y debían estar preparados para acatar todos sus requerimientos. Cuando los lacayos vieron que Malintzin se estaba bañando rodeada de hombres blancos, enseguida se cuadraron a su estilo moruno, y endurecidos, aguardaron la reacción de los españoles.

Don Gerónimo entró en palique con Tenépal. Ambos gárrulos farfullaron sin pausas hasta que el sol trepó un palmo en el cielo. Cortés los detuvo para exigirle a Aguilar una traducción simultánea. ¡Cómo era posible que él no se enterara de las palabras de Malintzin! Para complicarlo todo, los agentes de Paloantzin exhortaron a Malintzin a que hiciera lo mismo. Luego de enterarse de las nimiedades que trataron los trujamanes (si los españoles eran o no dioses, cuál de los amos que tuvo la intérprete era el más bárbaro, etc.) ambos bandos marcharon juntos por una calzada estrecha cercada por cactus acechantes. Los soldados más camorreros se pavoneaban sobre sus caballos. Reclinaban sus pescuezos hacia los potonchanos para apartarlos de los pasajes enmarañados del camino. Los que iban a pie empujaban los culos de las potonchanas u oprimían sus senos con firmeza.

Las dotes lingüísticas de Malintzin impactaron al lengua español. Durante la plática descubrió que sabía el nahua, el lenguaje de los terribles mexicas. La joven podía ser otra arma más a favor de la empresa. Para aprender a usarla, debían conocer sus secretos. Los clérigos más recatados acosaron a Malintzin. Sus indagaciones religiosas no le daban respiro. A la mitad del trayecto ella paró su lengua y desvió sus grandes ojos negros. Entonces contempló cómo el ejército de Quetzacoatl se divertía con sus chicas. Golpeóse la cabeza con ambas manos, sus puños cerrados, y su garganta protestó con toda clase de maldiciones. Sólo Cortés logró serenarla, invitándola a subir a Romanazo, sobre su querida montura. La puso adelante, a la altura del lomo del animal, y le tomó el talle con suavidad. Los mayorales de Paloantzin se escandalizaron mas no atinaron a intervenir. Además, debían concentrarse en proteger a los esclavos de los avances de los capitanes españoles, no fuera que la cólera del cacique se descargara después sobre ellos. Cortés picó levemente las ancas de su fiel equino y se la llevó a galope. Hicieron un viaje emocionante, una corrida hasta el pueblo. A la vuelta le prestó las riendas a ella, y le enseñó distintos modos de trote.

La pacífica población de Centla ya estaba trajinando en las calles. Algunos trasnochados todavía roncaban en sus hamacas. El ritmo de la ciudad era lento. El clima abochornaba sus músculos de movimientos ya de por sí tardos. Paloantzin era uno de los dormilones. El Consejo de Ancianos y Guerreros esperaba su presencia. Se habían reunido para deliberar acerca de la llegada de los extraterrestres. Debatían cuál era la mejor forma de seducirlos. Mensajeros yucatecas les habían comentado sus preferencias pero no alcanzaba con acondicionar Centla a su gusto, con cruces e imágenes de ídolos pálidos. Planeaban establecer con ellos una alianza sólida. El pueblo se estaba expandiendo y era uno de los principales de Tabasco. También tenían que mostrarles sus atributos bélicos y explicarles correctamente los conflictos políticos que sacudían al Imperio de Moctezuma. El anfiteatro donde estaban congregados, un cráter natural de la tierra, se distinguía desde la cima de las colinas orientales. Al adentrarse en los campos de aguacates linderos al pueblo, Malintzin les recomendó a los españoles escalar dichos montículos.

-La vista desde las alturas es preciosa, sobrecogedora. Allí hay varios oratorios inmemoriales -le confesó a Aguilar.

Cortés y un par de soldados ascendieron fácilmente en diez minutos. Con catalejos marítimos atisbaron el majestuoso paisaje. Compactos follajes cubrían el declive de la colina, derivando en un lago natural de aguas verdes. Rotando levemente los focales divisaron agricultores morenos trabajando sobre vegas amarillas. Y más a occidente emergía una senda de tierra que confluía con la hondonada ocupada por la Asamblea de Gerontes Centlanos. Movían sus brazos escuálidos y entumecidos con efusión apuntándolos a las serranías. Apretujados en el centro del cráter esforzaban sus débiles ojos para distinguir las irregulares fisonomías de los escaladores.

-¡Son ellos! -anunció el Brujo Principal.

-¡Y la perra de Malintzin los acompaña! -se asombró Catzontzin.

Portocarrero ajustó los binoculares y contempló cómo se alborotaban los ancianos.

-Muy bonito -dijo, pasándole el instrumento localizador a Cortés. -¿Para qué se reúnen en ese pozo? -le preguntó a Malintzin a través de Aguilar.

-Nosotros presentimos vuestra venida. Queremos acogeros como vosotros lo merecéis, y los caciques del pueblo se están organizando para haceros una recepción grandiosa.

-Hoy estamos de parabienes. Esta arma parlante nos será de gran utilidad -comentó don Gerónimo, pellizcando cariñosamente los opulentos cachetes de Tenépal.

Sus tetas también eran abultadas y tentadoras, y los españoles no podían evitar observarlas con atención, ya que cuando hablaba se henchían aún más. Cortés mandó levantar los pendones de su Compañía.

-Entremos pues a la aldea -dijo.

El agasajo se dispuso en un santiamén. Cada habitante de Centla debía esmerarse por caerle en gracia a los Barbudos. Los esclavos alinearon sacos de nabos, patatas y toronjas. A los españoles no les interesó la abundancia de esos productos y preguntaron dónde guardaban los minerales. Los caciques revelaron que no se dedicaban a su explotación pero insistieron en que había muchos artistas centlanos tejedores de cuadros.

-Verdaderas obras maestras son -dijo Paloantzin sin entusiasmar a los hombres blancos.

El cacique invitó a Cortés a su palacio. Lo condujo gentilmente a su arsenal de arcos y flechas. Le mostró las armas que usaban los mexicas, le contó breves leyendas de su pueblo, hazañas del pasado y proyectos para el porvenir. El dueño de Malintzin ordenó cocer manjares almacenados en sus bodegas y abrir sus mejores toneles de mezcal. Tanta dadivosidad les resultó infructuosa a los tabasquinos. Los soldados de Cortés sólo buscaban oro, elemento del que ellos carecían. Entonces deambularon por el pueblo despreciando los generosos presentes de los lugareños con reciedumbre. Al caer la tarde, mientras sus capitanes hacían tratos con los caciques, los soldados españoles se repartieron los alimentos y fueron a entretenerse al lago, siempre amenazantes con sus arcabuces a mano. El agua verde reflejaba el cielo rosado y la trémula oscilación de los árboles. Los centlanos se apostaban en las lomas cercanas para espiar la conducta de los extranjeros. Por pura diversión, los ballesteros aprontaron sus armas para espantarlos, e hirieron a unos cuantos. Luego los llevarían a la picota que instalaban a la entrada de cada población visitada. Jamás omitían un acto de apaleamiento. Oportunamente, Paloantzin le informó a Cortés que entre sus prisioneros había un mexica ladrón, hombre ideal para comprobar las novedosas torturas que practicaban los barbudos.

-Podemos traerlo y entregarlo a tus verdugos -le confío el cacique.

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