Exceso de tequila – Capítulo 12
Tiburones rondaban cerca de los maderos vacilantes, pendientes de la carne que olían en el cielo líquido. Se decepcionaron al percibir las fragancias de la carne humana tradicional, no las nuevas carnaduras, cerdosas y grasientas, pesadas aunque muy sabrosas, que el Dios de la Luz había diseminado desde el océano. Golosos eran, y Melchor representaba sólo un bocado insulso. Así pues, los que estaban al acecho del indio eran los más hambrientos. Alguno llegó a embestir su chalupa con su cola. Cardúmenes desorientados culebreaban en la marejada. El esclavo se debatía colosalmente para sostener un equilibrio penoso. Ya el agua cubría tres cuartas partes de su embarcación. La noche se había tragado el horizonte, fundiéndolo en un vacío negro. Sólo los fuegos de las Máquinas del Cristianismo veía Melchor. En ellos ponía su única esperanza de sobrevivir. Las olas batían su cuerpo estremecido. El estruendo de aplanadoras de sal y espuma que estallaban en su cara lo atontaba, pero no podía marearse, todo se acabaría…, y en las Máquinas se tomaban en solfa su desesperante situación.
-Melchor está poseído por una constancia ciega, es pertinaz, nos perseguiría hasta el continente sin desmayarse por tempestades como ésta. Hasta nadando lo conseguiría. ¡Yo le apuesto! ¡Le voy veinte de sus duros! ¡Así ganaré cuatroscientos! -exclamó Hernán, admirando con un catalejos las maniobras del indio para evitar la zozobra definitiva del batel.
Las poderosas Máquinas también flaqueaban ante las tempestuosas embestidas de las ondas. Así que los pilotos y comandantes españoles debieron abandonar el juego de apuestas para dirigir el enderezamiento de las velas mayores. Sus faroles, humedecidos, mermaron su luminosidad. Alumbraban como luciérnagas macilentas. Los marineros se chocaban y golpeaban, gritos de atolondrados se cruzaban en la urgencia, y el norte se volvía muy tenebroso. Los zangoloteos de la armada española duraron una hora. Lentamente, con una bruma más limpia, el mar comenzó a cabrillear más despacio. A Melchor le habían perdido el rastro. Antón de Alominos procuraba declararse vencedor. -Con seguridad, ese cubano salvaje ya es ahora un extinto. Estará en el estómago de algún tiburón, hecho pedacitos. Más vale que pague sus duros, capitán -lo retó, sin faltar respeto en sus aspavientos bromistas.
Cortés, trepado a un mastelero, asido de pies y manos cual ágil mico a su madera salobre, no buscaba un objetivo femenino con su largavistas. Lo viraba hacia todos los rumbos posibles, pero nada, no divisó huellas del naufragio del lenguaraz cubano, del heroico y ejemplar amante del Catolicismo. Bajo un vapor tenebroso, el mar iba sosegándose mientras las guías estelares de los barcos comenzaban a aparecer, a brillar entre nubes corredoras, alargadas como cucuruchos. El capitán enfocó la constelación de Orión, y antes de resignarse a pagar su deuda con el piloto que brujuleaba contento, le rezó a Dios, Nuestro Señor, y además de rogarle que no se presentaran más frentes borrascosos hasta arribar a Cozumel, le imploró que intercediera con su mano Todopoderosa para rescatar del infierno a su abnegado sirviente, una fiel criatura al fin y al cabo.
Y sucedió, y era cosa de no creer entre quienes lo presenciaron. Ya bajado de su puesto, Cortés colocaba en la mano áspera de Alominos cuatro monedas de plata, cuando un grumete avizor exclamó desaforado:
-¡Indio a estribor!
El piloto maldijo e injurió la intervención divina. Cortés le hizo firmar un documento por trescientos y cincuenta pesos, cobrando el resto en efectivo.
-¡Cójanlo! ¡Tírenle una soga, rápido! -mandó el capitán, las monedas ganadas embolsando su morral.
Melchor estaba desvanecido. Los españoles se desgañitaban para despertarle. No hubo modo de sacarlo de su estado desde sus cómodas cubiertas. Los despenseros le arrojaron las hortalizas más podridas que encontraron, baldazos de agua y estiércol también cayeron sobre su perfil exánime. Debieron recurrir sí o sí a un convencional rescate con los esquifes pequeños. Para resucitarlo, bastó darle de oler una tinaja de carne de esclavo asada.
-¡Oh, señor! -fueron sus palabras al recobrarse de su especie de papalina de agua salitrosa y burbujeante que le corroía las entrañas.
La tormenta le había raído hasta los huesos, calándolos hasta dejarlos cenizosos. Sus ojos ahuecados se bamboleaban sin sentido, como si no vieran, incapacitados de reconocer la realidad. Así, toda su figura fantasmagórica se desplomó en las solapas de Cortés, sacando su lengua agarrotada por la sal, largando su garganta un chorro de mar para que le entrase el manjar que lo había sacado de su patatús.
Al alba, el malhumor de Alominos continuaba ensombreciendo su catadura. Durante la madrugada, pateó traseros de tripulantes indios, desafió a pelear a puño descarnado al enflaquecido salvaje que lo había arruinado, vociferándole como si el traductor estuviese en su juicio, y no inmerso en un placentero sueño, las chuletas de un cautivo jiotoso que habían sacrificado asentándose en su vientre. Asimismo don Antón replicó con modales insolentes las befas de Montejo y Xuares destinadas a escarnecerlo, y, para aventar su enojo, llenó de avena húmeda las fauces de su caballo. Su desconsuelo y su rabia estaban lejos de despejarse. No comprendía cómo el capitán podía proteger al cubano despreciable y rastrero, adoptándolo como hijo. Ya estaría añorando un tanto a su Hernancito. Cortés ordenó que le aderezaran una yacija limpia, hasta dispuso prestar su almohadón turco para que allí reposara Melchor. Su aspecto de otomán pedigüeño amparado por la dadivosidad cristiana enternecía a los clérigos de la compañía.
Impulsada por pretensiones monetarias, la armada de Cortés surcó el trayecto que habían atravesado anteriormente Hatuey y los suyos. Ciertamente con menos zigzagueos y mayor velocidad. La isla se presentó clara a los ojos del avizor que había avistado a Melchor inerte sobre su batel descalabrado. Aves coloradas e insectos negros sobrevolaban su arboleda espesa. El joven los distinguió a una milla, reclinado hacia adelante todo su tronco y alargando su catalejos. Alominos rotó el timón al noroeste. El anciano-Brujo y el Joven-tigre les habían advertido a los corteses pobladores de Cozumel:
-No deben espantarse, ni dejarse arrastrar por la impresión que causan sus Máquinas Guerreras. Ojos y corazones valientes de los nuestros pueden aprender a manejarlas; ustedes mismos, deben infiltrarse y averiguar cuál es la mejor forma de hundirlas. Y recuerden, no son inmortales; ellos también se desangran si se les apedrea con tajantes cachiporras.
Los cozumelanos habíanse congregado pacíficamente en una playa bucólica, donde siempre recibían con su tradicional cortesía a quienes recalaban en la isla. Generalmente simpatizaban con los viajeros o náufragos que agasajaban, caribeños desarraigados y fugitivos apátridas que les narraban historias extraordinarias. El desastre provocado por la empresa de Grijalva hizo que los consejos de los cubanos cayeran en saco roto. No tenían calzones para contener alguno, sus pieles cobrizas reverberaban desnudas sobre la arena blanquísima, flageladas por los soldados de Fernández de Córdova. En sus espaldas y sus piernas, estrías violáceas marcaban los fuetazos de los soldados desalmados. Restos de sangre aún mancillaban sus ordenados colmenares. Los líderes de la comunidad se prosternaron a la usanza mora, y con los rostros apretados contra millones de granitos minerales, espiaron el desembarco de la nave Capitana. Asomado arriba de un palo borracho, sagrado monumento natural adorado por los indígenas, el señor de la isla, bautizado Baltasar, profirió la frase que le había enseñado Córdova.
-«Bienvenidos a San Juan de Porta Latina, puerto de Santa Cruz».
Melchor quedóse petrificado con la excelente pronunciación del español que ostentaba el adalid cozumelano. Cortés y su corte se adelantaron. Portocarrero ordenó a los artilleros que dispararan sus armas al cielo de sol opaco. Montejo leyó con desgano una absurda fórmula de Capitulación.
-«… Y en nombre de Su Majestad, tomamos posesión …»
Los isleños no comprendían, temblaban arrodillados esperando que los barbudos repitieran sus abusos. El traductor le pidió al cacique que se bajara del árbol. Baltasar no confió en Melchor. No entendía sus gestos, sus palabras suaves y maliciosas.
-«No les haremos daño alguno» -afirmaba el capitán con terquedad.
Tuvieron que obligarlo lanzándole cocos. Los soldados españoles alzaban de los pelos a los aborígenes hincados. Una esposa de Baltasar cayó desmayada, sus otras mujeres colmaron el aire de llantos quebradizos. A los capitanes les enervó el terror que demostraban los cozumelanos. Cuando Peñate se acercó a la desvanecida, redobláronse los aullidos de desesperación. El fuego español los tenía exasperados. Melchor les pedía calma sin resultados positivos. Al rato, la cacica resucitó luego de recibir respiración boca a boca del doctor. Este hecho sosegó los semblantes cozumelanos, y entonces, con severos errores de interpretación y pretenciosas metáforas, se produjo una comunicación milagrosa entre ambas razas. Cortés le secreteaba algo a Melchor, este caminaba diez pasos hasta la sombra del palo borracho, donde se había aposentado Baltasar, le transmitía sus impresiones y retornaba a la ubicación de los líderes españoles para referir con altisonantes expresiones la información del cacique.
-No sé si deben hacer caso de los dizques y murmuraciones que circulan por la isla, que según ellos, efectivamente en Yucatán tienen cautivos de los nuestros, y más adentro del continente, revolucionarios de Cuba están armando un ejército de resistencia.
-¿Y dónde es que han subyugado a los hombres de Córdova?
-En una costa brava en la que se hundirían vuestros bergantines.
-Díle que estamos bien equipados para soportar la tempestad más furibunda. Y que deseamos únicamente la buena ventura de su pueblo, que la encontrará adoptando el cristianismo, y que se reserve sus consejos para sus adentros si no quiere ver cómo incendiamos los pocos colmenares que le restan. También díle que junte a todos los caciques de la isla y les cuente la novedad de nuestra llegada, y que nada deben temer si se comportan como corderitos -ordenó Cortés.
-Díles que traigan comida -agregó Montejo.
Grijalva había enviado mensajes contradictorios. En unos solicitaba socorro y presentaba a los nativos como indomables bestias. Seguidamente mandaba otros afirmando que eran bondadosos, y tildaba de ridícula la versión de que un cacique de Yucatán había capturado a siete tripulantes de su compañía, y que los tenía a su disposición como esclavos, sumidos en un régimen de castigos espantoso.
En verdad, su empresa se había desmembrado penosamente. Faltos de disciplina, sus soldados se habían dispersado por la tierra en busca de hazañas individuales. La mayoría desapareció. Del resto, algunos, como Gonzalo Guerrero, se unieron a los rebeldes cubanos, mientras que otros fueron tomados por sanadores omnipotentes, circunstancia que aprovecharon para disfrutar de un buen pasar manteniendo engañados a sus creyentes.
Luego del almuerzo los españoles armaron sus tiendas. Los vientos no eran propicios para partir de inmediato. Baltasar se replegó con su gente al interior selvático de la isla. Allí avisó a sus colegas el arribo de nuevos barbudos, peliagudos y bárbaros como se los había descripto Hatuey. Más allá del desagrado que sentía por estos extranjeros insólitos, la salvación de la cacica había mellado su espíritu, y convenció a sus hermanos para ofrecerles a la noche un banquete con batuqueo incluido. Así se ganarían su admiración y probarían una vez más su hospitalidad obsequiosa.
Lluvias persistentes evitaron la partida de las naves. A los dos días, los cozumelanos se paseaban orondos por el campamento español. Los soldados de la empresa estaban aburridos, hartos de recibir los pobres presentes de Baltasar. Los chismes continuaban atravesando el éter. Melchor se rompía las neuronas por descubrir datos fidedignos pero sus infundados cuentos granjeábanse la antipatía de los lugartenientes de Cortés.
-Estoy seguro. No tiene sentido ir para allá. Se lo he escuchado a un indio proveniente de Yucatán. Los han liquidado a todos. Además, comentan que la grasa de la carne de español asada es sabrosísima -aseveraba con petulancia a los capitanes, quienes habían decidido embarcarse pese a las advertencias del intérprete.