Exceso de Tequila – Capítulo 1

La familia Cortés no necesitaba acudir a la repartija. El capitán Martín tenía una buena jubilación; le bastaba para sustentar a sus hijos, llenar la cacerola todos los días con carne seleccionada y hongos variados. Había quedado rengo en la última batalla contra los moros, y lo recompensaron con una porción de tierra muy productiva. Su cabaña, empero, conservaba un estilo modesto, fiel al carácter humilde de su dueño, quien gustaba de practicar la caridad y pregonarle a sus vástagos que en la vida debían manejarse con templanza y, sobre todo, respetar a la Santa Hermandad.

Su propuesta apacible no era observada fielmente por algunos de sus herederos. Los más grandes estaban inquietos. Tenían la panza llena y eran capaces de leer oraciones en latín; sin embargo, los fastidiaba el régimen monástico de sus acciones, y tanta nobleza en el obrar les parecía ridícula cuando la confrontaban con la bajeza y la crueldad de las pandillas de juglares y bebedores que asolaban la plaza de Medellín. Además, cierta sed de aventuras los impulsaba a desconfiar de los preceptos paternos, e incluso violar sus órdenes y burlarse de su renquera. La madre creía que eran conductas infantiles e inocentonas, y lo consolaba a su marido.

-Déjalos. Tuvimos nueve hijos y es normal que unos salgan torcidos de espíritu. En el fondo son corderitos, es sólo que algunos ventajistas les meten ideas raras en la cabeza. Tendrías que verlo a Hernancito, cómo cuidó a sus hermanas cuando enfermaron: te lo juro, saldrán buenos. Miguelito es un pan de Dios y a Delfina le llueven candidatos hidalgos. Vamos Martín, recuéstate y descansa un poco antes de la cena.

-Es que mujer, se han propasado con su última jugarreta. Habráse visto, esconderme las pantuflas y romper los soportes de mis muletas. ¿Qué se han creído esos marranos? Ya les valdría más una tunda que tus condescendientes halagos.

-Calla, esposo mío, que no te oiga Jesucristo, nuestro Señor. ¡Carmen, Francisco, Cristóbal, ayudad a vuestro padre y quitadle sus ropas! ¡Preparad la mesa, que la pavita ya está tierna y os váis a chupar los dedos! -ordenó doña Catalina.

Hernán estaba atento a uno de sus juegos preferidos: simular batallas con muñequitos de alambre y madera fabricados en el altillo de su casa. Estaba solo y en el punto culminante de una contienda cuando desde atrás sintió que le tironeaban el cabello.

-¡Pero la puta…!

-Ya, Hernancito, así nunca vas a perder -le dijo Miguel, su hermano mayor.

-¿Y a tí qué cuernos te incumbe lo que hago? -replicó Hernán, aplastando un belicoso córcel de metal.

El ejército francés caía otra vez más, machacado por las manos del joven. Su adalid rodaba por el suelo entre astillas y cadáveres de lugartenientes. Un colchón mordido por pulgas servía de parapeto a las tropas españolas. Catapultas de hilos de tejer bombardeaban una fortaleza de cartón. Hernán no detenía su ilusión, fregándose sus prematuros mostachos de quinceañero. Arrastraba los derrotados a su fosa común, una caja rectangular de roble. Formaba aletas con la mano simulando cuervos voraces que los sobrevolaban aguardando el cese de su respiración. Después de ser devorados, resucitarían para una próxima guerra.

-Que ya eres grande, y puedes pelear de verdad: estas niñerías se las puedes dejar a Cristóbal.

-Pues véte a cagar. Yo no me meto cuando te pones a corretear con las niñas. Justo tú me vienes a dar ejemplos de lo que es un caballero -se paró amenazante.

-Calma, Hernán, que sólo vine a avisarte que la mesa está lista. Hoy padre está en uno de sus días…

-Ayúdame a guardar entonces. Los pabellones van en aquel cajón -indicó el hermano menor.

Pronto bajaron la escalerilla. En el comedor ya estaban todos en sus asientos, orando con ceños concentrados. Hernán y Miguel corrieron a sus puestos y se acoplaron al rezo.

-… Y agradecémoste la munificencia, y el pan y el vino que nos has brindado en las vísperas de este 1500. Y en esta época llena de confusión y delirio, en las que se multiplican diversas herejías, continuaremos rindiéndote tributo y obedeciendo tus reglas. Amén -balbuceaba el padre.

La mesa estaba envuelta en una penumbra amarilla, provista por un farol a medio arder. De modo que las caras apenas se vislumbraban, y uno podía hacer gestos de mofa sin que los demás lo percibieran, o por el contrario, llorar y estar compungido tranquilamente. Primaba el recogimiento general, y todos repitieron con entusiasmo las preces de rigor. En el centro humeaba la gran olla, y ante cada miembro de la familia Cortés, un pan crocante reposaba sobre un plato de lata. Doña Catalina sirvió las porciones en un orden caprichoso. La pavita estaba sabrosa. Don Martín elogió las virtudes culinarias de su mujer, y de vez en cuando, murmuraba revelando la dicha que le deparaba comer semejante manjar en paz con sus seres queridos. Los niños se dedicaban a arrojarse migas y a pelearse por los ingredientes más preciados. El tinto logró disipar la bronca del capitán. A doña Catalina le había molestado la tardanza de Hernán, y no se iba a tragar su enojo.

-Ya te he dicho que no me gusta que te encierres allá arriba. Pareces un maniático, armando todo el santo día esos cañones de juguete. Ya no te daré más telas para los uniformes de tus soldados. Martín, algo debemos hacer con este mozalbete. Vamos, díle lo que hemos conversado anoche.

-Pues sí, Hernán, con tu madre hemos pensado que te conviene comenzar la carrera de letrado. Siempre has manifestado amor por la poesía, y si sumas estudio a tu talento natural, creemos que llegarás lejos, incluso podrías ser admitido en alguna Corte, y quién dice que ésta no pueda ser la del Rey. Y recibir títulos, algún ducado o marquesado, ¿por qué no?, a muchos insignes literatos se los han dado. Pero te advierto, vas a tener que abandonar algunas palabrotas que le caerían muy mal a los sacerdotes que autorizan las obras a ser publicadas.

-¿Y por qué yo? Miguel es más grande y es monaguillo. En verdad yo me he copiado de él cuando escribí esas cuartillas que tanto deslumbraron al licenciado Santillana.

-¡Cállate! -exclamó el hermano mayor.

-¿Y tú quién eres para…

-¡Basta! -golpeó la mesa el capitán. -Respeta a tu hermano. Ya no toleraremos tus rabietas. Eres un sinvergüenza, ¡mocoso del demonio! ¿Creés que no me dí cuenta que adrede me rompiste las muletas? Ya te voy a enderezar.

Dicho esto, don Martín se levantó de su silla y le dio un tremendo capirotazo a su hijo, quien lo aguantó encogiendo los ojos para no llorar. Las hermanas contuvieron al padre y evitaron más golpes.

-¡Por favor, Hernán! Pídele perdón -le imploró doña Catalina.

Miguel le dio un pellizcón en el brazo y le retorció la oreja. Así logró aumentar su humillación.

-Perdona, padre. Es que prefiero las armas a las letras, y juro por la Virgen que no te he mentido. Puedes pegarme toda la noche y no lograrás sonsacarme un verso. Pero si tú lo deseas así, acepto. Aquí en el pueblo no hay manera de progresar. Sólo se quedan los blandos y los cagatintas -se disculpó Hernán, envalentonado por la paliza, lanzando una firme mirada de desprecio a su alrededor.

-Abrázate pues con Miguel, y baja un poco tus humos si no quieres que te los sople -dijo don Martín con semblante adusto.

-Vamos, reconcíliense -sollozó la madre.

Miguel y Hernán complacieron a sus progenitores. El resto de los hermanos los vivaron. Después la cena retomó su cauce más sereno. En un tono explicativo, el capitán se refirió a los planes que había pergeñado luego de un coito con doña Catalina.

-Te presentarás ante el bachiller Pablo Orejuela con una carta de fray Heliodoro Portilla. El es el encargado de admitir estudiantes en la Universidad de Salamanca, un humanista que navegó el Mediterráneo junto a tu padre. Cuando te vea se caerá de culo. El asistió a tu parto, y ayudó a cicatrizar el vientre de tu madre. «¡Un hombrecito, vaya!» -dirá. Miguel te acompañará. El viaje es demasiado largo y está lleno de pasos que no lograrías cruzar solo. Nos escribiremos seguido, hijo. Partiréis el fin de semana. Confío en tí, y espero que no mancilles mi apellido.

-Sed muy atentos en el camino, evitad a los bandidos y no os peleéis -acotó doña Catalina.

Tan tan tan. Campanadas, jubileo, pasión de Cristo. Los campesinos devoran el dadivoso banquete eclesiástico en silencio. Lentamente, retorna el ruido a las calles de Medellín. Las panzas llenas lanzan regüeldos y tiran pedos. La gente se agolpa alrededor de hogueras. Calientan sus cuerpos y narran historias, confiesan sus deseos. Elogian al rey y lo comparan con Dios. Muchos quieren trasladarse a América. Se ha expulsado a los judíos y a los moros del reino, pero no han conseguido eliminar su mentalidad: tierra prometida para los creyentes; mujeres hermosas, legumbres exquisitas y esclavos fieles al alcance de la mano.

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