En la Sala de Equipajes en Greyhound

I

En las profundidades de la Terminal de Greyhound

sentado en silencio sobre un carro de equipajes mirando al cielo,

esperando la partida del Expreso de Los Angeles,

preocupado por la eternidad sobre el techo de la Oficina de correos

en el rojo cielo céntrico de la noche

contemplando a través de mis anteojos me dí cuenta estremecido

de que estos pensamientos no eran sobre la eternidad,

ni de la pobreza de nuestras vidas,

ni de maleteros irritables,

ni de millones de parientes lloriqueantes que rodeaban los buses diciendo adiós,

ni los otros millones de los pobres que se apuran de ciudad en ciudad para ver a sus amados,

ni un indio muerto de susto hablándole a un policía enorme junto a la máquina de Coca,

ni esta tremúla y vieja señora con bastón tomando el último viaje de su vida,

ni el maletero de capa roja recogiendo sus monedas y sonriendo sobre el equipaje magullado,

ni yo merodeando en el horrible sueño,

ni el negro de bigotes, Funcionario Operativo llamado Spade

manejando con su maravillosa mano larga

el destino de miles de equipajes del expreso,
ni el mágico Sam en el sótano cojeando, yendo de un maletero a otro,

ni Joe en el mostrador con su descompostura nerviosa

sonriendo cobardemente a los clientes,

ni el cuarto interior gris-verde de estómago de ballena

donde guaradamos el equipaje en espantosos colgaderos,

cientos de valijas llenas de tragedia golpeadas atrás y adelante

esperando por ser abiertas,

ni el equipaje perdido ni las manijas dañadas,
las etiquetas desaparecidas, cables reventados y sogas quebradas,

todas las maletas explotando sobre el piso de cemento,
ni las bolsas de mar vaciadas en la noche en el depósito final.

II

Aún Spade me recuerda a un Angel, descargando un ómnibus,

vestido con overoles azules, el oficial Angel de rostro negro y capa de trabajador,

enpujando con su panza un enorme volquete de estaño apilado hasta lo alto con equipaje negro,

mirando por arriba mienras pasaba la lámpara de luz amarilla del cuarto

y sosteniendo en alto un cayado de hierro de pastor.


III

Eran las maletas, advertí, sentándome encima de ellas,

ahora como en mi costumbre del almuerzo para reposar mis cansados pies,

eran los maleteros, grandes estantes y montantes de madera,

postes y vigas ensamblaban el piso y el techo atiborradas de equipaje,

–el portaequipaje japonés de metal blanco de posguerra llamativamente

florecido y dirigido a Fort Bragg,

un paquete mexicano envuelto con papel verde y una soga púrpura

adornado con nombres para Nogales,

cientos de radiadores, todos a la vez para Eureka,

canastos de ropa interior hawaiana,
rollos de posters esparcidos sobre la Península, nueces a Sacramento,

un ojo humano para Napa,

una caja de aluminio de sangre humana para Stockton

y un pequeño paquete rojo de dientes para Calistoga-

eran las maletas y éstas eran las que vi desnudo sentado sobre ellas

en la eléctrica luz la noche anterior a mi renuncia,

las maletas fueron creadas para que cuelguen nuestras posesiones,

para mantenernos juntos, un cambio temporario en el espacio,
la única manera de Dios de construir la raquítica estructura del Tiempo,
para mantener las valijas a ser enviadas a las carreteras,

para llevar el equipaje de un lugar a otro

buscando por un bus que nos lleve de vuelta al hogar de la Eternidad,

donde el corazón fue olvidado y comenzaron las lágrimas de despedida.

IV

Un hervidero de equipajes sentados junto al mostrador

mientras el bus transcontinental se detiene.

El reloj registrando 12:15 a.m., 9 de mayo, 1956,

la segunda mano moviéndose hacia adelante, rojo.
Preparándome para cargar mi último bus. –Adiós,
Nuez, Arroyo, Richmond, Vallejo, Portland, Pacífico, Autopista, Pies rápidos, Mercurio, Dios de la transitoriedad.
Un último paquete se sienta solo a la medianoche,

dando la cara hacia afuera desde el maletero alto de la Costa

bajo la polvorienta luz fluorescente.

El salario que nos pagan es muy bajo para poder vivir.

Tragedia reducida a números.

Esto para los pobres pastores. Soy un comunista.

Adiós a ti, Greyhound, donde sufrí tanto,

me herí la rodilla y me raspé la mano

y formé mis músculos pectorales grandes como una vagina.

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