Amorío eterno en una casa aristocrática y artística
A Hugo le gustaba alardear de las changas y arreglos que les hizo a un grupo de generales ricachones, allí conoció muchas sirvientas y una de ellas, Ana, fue su esposa. Le gustó el nombre corto, la sencillez de sus gordas formas y su enorme docilidad. Tenía ojos de cabra y culo de vaca. Hablaba con una desagradable voz nasal. Había sido criada desde pequeña de Teresita Huidobro, una aristócrata de familia artista y rebelde que vivía quejándose de su tontera. Sin embargo, la protegía y no permitía que ninguna otra la denigrara o atacara gratuitamente. Daba una imagen de endeblez psicológica grave. Físicamente, a pesar de su importante tamaño, carecía de habilidades, más que orinar e ir al baño como Dios manda. Teresita tenía un hermano poeta, una hermana pianista y ella se ilusionaba con ser una reconocida pintora. Su padre había sido dundador de la Casa de la Moneda e introductor de varias armas de guerra como almirante de la Armada de Chile, y su madre una inglesa, hija de un pirata de fortuna considerable, repartida en más de un continente. De esa unión salieron vástagos artistas de sana locura. En ese ambiente deambuló Ana desde su tierna adolescencia, huyendo de un padre violento y una madre alcohólica. Un día detuvo a Teresita en la calle y le narró su desgracia. Su tono desvalido le llegó a las entrañas.
-Vente, conmigo, santa niña, ya te encontraré alguna labor en nuestra casa. Mi padre se ocupará de que el tuyo se pudra en la prisión. Tiene más influencia que el presidente de Chile…
-¿Y mi mamá, qué va a ser de ella y de mis pobres hermanitos?
-Tenemos familiares en París que necesitan criados sudamericanos. Hay mucho artista desparramado por allá. Van a tener una buena vida, albergue, comida y trabajo fácil y liviano. Somos de las familias más bondadosas y filantrópicas que hay en la aristocracia mundial. Mañana los traes a casa y los llevamos directo al aeropuerto, de allí a Buenos Aires donde tienen que tomarr el primer carguero que zarpe a Le Havre. Mi primo, que es el Director General de Aduanas, arreglará el asunto y les dará los documentos para que sean recibidos por nuestros parientes.
Ana se quedó pasmada, hacía tan sólo una hora se hallaba sola, llorando y mortificándose con la crueldad y dureza de su destino. Las palabras de su salvadora implicaban que Dios había intervenido. Se persigno, bajó la cabeza y con los ojos aún llorosos, dibujó una sonrisa que enterneció aún más a Teresita.
-Vamos, acompáñame –dijo la aristócrata, indicándole que debía subir a su lujoso coche, manejado por Paulino, el veterano chofer de la familia.
A la semana de ingresar a la casa de los Huidobro, luego de despedirse de su mama y hermanos que efectivamente llegaron a tomar el buque para recalar en París, Teresa se dio cuenta de que Ana era una inútil completa. Sus ademanes de marmota desorientaba no la ayudaban y sólo colaboró en plancharle y remendarle unas prendas a su ama. Por un rato la señorita se ilusionó con que la podía formar como modista, a ella, que era la mujer menos elegante de la casa, siendo superada por las cocineras peruanas. Un día Víctor, el hermano de Teresa, le pidió a Ana que fuera a limpiar el baño, que se había mandado una cagada, que la cadena se había soltado, y que estaba cayendo agua por fuera del inodoro. La criada se animó a ir, se parapetó arriba de la mochila y trato de sujetar la cadena pero no hizo más que hundir el flotador y agravar la pérdida de agua. Era una desgracia porque a la noche habían organizado una tertulia literaria y artística con chilenos de renombre. Los Huidobro llamaron a su cuadrilla de sirvientes que hacían este tipo de reparaciones pero ninguno logró arreglar el sistema de descarga. El viejo almirante Huidobro impartía órdenes y vigilaba la labor de los plomeros. Ya eran las cinco de la tarde y el baño seguía descompuesto. Desde la base naval donde estaba destacado Hugo se comunicaron con el almirante para pedirle instrucciones sobre cómo amedrentar a las lanchas pesqueras peruanas. En medio del diálogo con el capitán a cargo del campamento, el almirante puso en juego su última chance:
-Digame, Ordoñez, ¿usted no tiene ahí algún soldado que se arregle con la plomería? Tenemos el baño hecho un estropicio y hoy se hará una importante reunión en casa…
-Uh, justamente, acá tengo uno de esos Silva que le comenté, son gente ruda y habituada a resolver trabajos difíciles. Son medio comunistas pero ya los hemos enderezado. Enseguida se lo mando.
-No sabe el favor que me está haciendo, si todo sale bien sabré recompensarlo.
-Perfecto, Huidobro, volviendo al tema de los peruanos, siguen jodiendo y armando escaramuzas con nuestros pequeros del norte. El otro día se infiltraron en mar chileno y se pusieron a pescar como si nada…
-La próxima vez húndalos con toda su carga, que se caguen esos huevones –dijo el almirante.
-No esperaba otra cosa de usted, a sus órdenes, me reporto mañana por la mañana y me cuenta cómo salió todo.
Apenas colgó, el capitán llamó a Hugo y lo mandó a la casa de los Huidobro. El soldado todavía tenía las huellas de su permanencia en el pozo y sus modales se habían tornado hoscos. De todos modos, ir a lo de un aristócrata era una oportunidad para salir y terminar con la pesadilla de la conscripción. Hugo fue caminando hasta El Golf, en el barrio de Los Condes. El capitán le había dado un mapa para que pudiera ubicar la casa. Estaba oscureciendo ya y el soldado se perdió. Un policía lo vio titubeante y le pidió los documentos agresivamente.
-¿Qué estás haciendo por acá, huevón, si estás todo rotoso…? –preguntó el carabinero.
-Busco la mansión de los Huidobro, vengo mandado por el capitán Ordoñez –respondió Silva, cuadrándose con el saludo militar.
La pinta de Hugo confundió al agente. Su silueta era la de un linyera mecánico. Llevaba puesto un uniforme azul con cierres dorados que le cubría todo el cuerpo, excepto su pecho de vello rubio. Podía ser uno de los orates que acudían a la velada de los Huidobro. Personajes muy maniáticos o artistas relamidos merodeaban aquella casa. El carabinero escudriñó a Silva de arriba abajo una vez más. Respondió el saludo y le indicó cómo llegar a la casa.
-Doble en la siguiente a la izquierda y a mitad de cuadra encontrará una puerta de mármol custodiada por un mayordomo negro. Toque el timbre allí.
-Muchas gracias –lo saludó Hugo.
Lo que más sorprendió al carabinero era la barba que se había dejado crecer Silva, licencia especial especial otorgada por Ordoñez luego de una segunda semana de permanencia en el pozo. Además, era parte de su traje de espía, ya que le habían ordenado infiltrarse en un sindicato donde abundaban elmentos comunistas, como el Colegio de Profesores de Chile. Todavía no le habían dado órdenes ni le habían revelado sus funciones y su misión. Andaba Hugo a paso jovial y altanero por la calle Américo Vespucio cuando divisó la puerta mencionada por el policía. Tocó el timbre y un rottweiler comenzó a ladrar con furia y estertor. El mayordomo se quedó quieto como si fuese un muñeco de cera. El almirante se precipitó y corrió a abrir la puerta.
-Soy Hugo, el plomero del capitán Ordoñez –se presentó extendiendo su mano y una sonrisa.
-Pase, por favor, pase, sígame.
Hugo nunca había estado en una mansión semejante. Tuvieron que atravesar un salón enorme, dos pasillos que derivaban en otros salones (más que habitaciones), para llegar al baño. Tres mucamas se ocupaban de desagotar el agua perdida con trapos secadores. El viejo Huidobro mantenía una gran agilidad a sus sesenta y cinco años, dentro de la aristocracia chilena había varios vejestorios como él, amantes de sus vidas y empecinados con cultivarlas hasta la más extrema invalidez. Le quedaba por lo tanto camino por recorrer. El almirante le señaló el hueco de la pared.
-Ahí es el problema.
Y en efecto, se había formado una pequeña cascada que caía por los rosados azulejos hasta anegar el piso de baldosas negras y brillantes. Hugo se arremangó el pantalón jardinero y se desabrochó los tiradores. Apartó a la cuadrilla de plomeros y criados que habían fracasado en el intento de detener la pérdida de agua y atisbó de reojo a Ana, que desde su incursión al baño había permanecido en el pasillo exterior contemplando con su cara bobalicona sin que nadie le preguntase nada. A pesar de ello a Silva le pareció una buena presa, pero antes debía examinar el inodoro y meter su brazo curtido por el pequeño agujero donde se hallaba el aparato de desagüe.
-Déjenme a mí, sólo necesito un poco de espacio –dijo con decisión, arremangándose el brazo.
Hugo introdujo el brazo como un yogui eximio en el hueco y su mano comenzó a tantear una llave de paso empotrada en el interior de la pared que cerró con destreza.
-Ya está –gritó alegre.
Seguidamente, en forma chambona comenzó a maniobrar el aparato y el flotador, poniendo su rostro tenso o furioso, sufriente o eufórico según lograba asentar las piezas y lograr desagotar el agua del tanque o hallara resistencias en el armatoste metálico o en el duro cemento que recubría el agujero. Con gran esfuerzó logró sellar la reparación con un ajuste de tuercas, arandelas y caños. Todo lo hizo con el brazo encajado en el agujero y los músculos trabajando afanosos. Con la otra mano apoyada o alternativamente golpeando los azulejos cercanos a la cadena del inodoro, Hugo cabeceaba, maldecía o celebraba en menos de un santiamén. De pronto, aulló y con gran soltura pudo sacar el brazo empapado del hueco para luego suspirar largamente. Todos esperaban sus palabras, que fueron lanzadas en forma victoriosa.
-Ya está, en dos minutos va a dejar de caer.
Hugo se miró el brazo como si ya no perteneciera a su cuerpo. Se lo masajeó y lavó con jabón. El viejo Huidobro lo abordó, todavía dudaba del éxito de la reparación de Silva.
-¿Qué hizo, ya está todo arreglado?
Hugo se puso a silbar, aguardando a que se agrandara la ansiedad del aristócrata, de su familia y su servidumbre. Entonó una canción de Violeta Parra que mereció el silencio de su auditorio que se había quedado absorto por sus excentricidades. El almirante ya lo estaba avizorando como si fuera un lunático y alzó levemente su mano para darle una cachetada.
-¡Cuidado! –dijo Hugo con voz magistral. –Mire el agujero, cómo ha descendido el agua, ya ha dejado de correr.
Huidobro corroboró que los flujos de agua que caían por los azulejos habían desaparecido, y que un ruido en el interior de la pared anunciaba que el agua había comenzado a desagotar de nuevo normalmente. Inmediatamente solicitó un aplauso para Hugo y los concurrentes acataron su orden a gusto, entre gritos de «¡bravo!» o «¡qué maestro!». Hasta Ana se sumó a la claque para vitorear al soldado plomero. También trabajó codo a codo con las sirvientas que volvieron a fregar el piso, rociándolo con esencia de pino y lavanda. Por su parte, Silva se había puesto a recolocar la cadena, el émbolo y el aparato de desagüe, probando el botón formalmente y escuchando la descarga interior del agua como si fuera una sinfonía de Beethoven. Ante esta prueba oficial lo vivaron nuevamente y lo felicitaron como si hubiera realizado un acto de heroísmo inusual. A Ana le dio tal entusiasmo que se acercó y lo abrazó con sus robustos brazos, llenándole de besos la gruesa barba. Teresa, Margarita y Víctor Huidobro, junto con sus primos y tíos, contemplaron la escena embelesados. A Hugo le costó desasirse de su nueva amiga para recibir unos billetes de mil pesos que le tendió el viejo Huidobro. Sus dedos ágiles lograron atraparlos y guardarlos en el bolsillo posterior de su jardinero, cerca de donde aquella mujer grandota le estaba masajeando las nalgas. Finalmente, Teresa elevó la voz para interpelar a su criada.
-¡Ana, ya puedes soltar a este hombre!
Hugo respiró profundo, exhaló y sintió un alivio infinito. La mujer estaba presionando su hígado y su corazón. Ella se volvió a su ama, atenta a más indicaciones. Silva la cogió de la mano y se agachó ante Teresita, diciendo:
-Señora, estoy a su servicio para lo que guste mandar.
La dueña de casa los escudriñaba con admiración. Hacían una buena pareja, cogidos de la mano, el todo mojado y asfixiado, con la felicidad de un trabajo resuelto brillantemente, y ante testigos de renombre. Ella, orgullosa que el héroe de la jornada en la casa de los Huidobro haya correspondido a sus muestras de cariño. El se adelantó, y con toda la solemnidad que le permitía la situación, dijo:
-Señora, ¿le daría permiso a esta joven para salir a bailar con este servidor, hoy, que es mi día de licencia? Creo merecerlo por el arreglo que les hice, con toda humildad, mi querida señora.
El viejo Huidobro le dio una palmada y Teresita replicó:
-Por supuesto, Silva, llévesela, la van a pasar bien. Es una señorita excelente, virgen…
Ese comentario hizo enrojecer al almirante, que se retiró al salón principal a ordenar todo para recibir a los primeros invitados a la tertulia. Margarita fue a su habitación con Teresa, a relajarse escuchando discos, esperando su concierto de piano. Víctor, con sus primos y tíos, salieron al jardín a conversar y jugar a los dardos. Algunos se entretuvieron con los lanzamientos mientras el resto prefirió corretear y arrojarle ramitas a los cuatro doberman de la familia. El temperamento salvaje de estos perros había sido amansado por las los locuras y travesuras compartidas en su crianza con los representantes más pequeños de los Huidobro, Sebastián y Valentina, hijos de la pianista. Eran dos borregos de modales salvajes que gozaban como locos de los juguetes lujosos y los entretenimientos excitantes. Ellos azuzaban a los doberman y llegaban a introducir con confianza sus manitos en sus bocas afiladas. En la cocina de la casa la actividad era intensa. Se estaban haciendo panqueques y empanadas y se preparaban tragos a base de pisco, san pedro y vino. Ana fue relegada de sus funciones y el servicio de la casa mejoró ostensiblemente. El baño ya estaba limpio, seco y perfumado. La tertulia de los Huidobro, como siempre, sería divertida y chispeante.
Aquella primera noche Hugo besó a Ana y ella le respondió con una tibia pasión. Era como besar una gorda muñeca inflable. Nunca había tenido tanta plata en su bolsillo, y la facilidad con la cual la había obtenido lo incitaba a dilapidarla dispendiosamente. Fueron a la discoteca de moda, cercana a la mansión, donde los confundieron con millonarios excéntricos. Allí, a proposición de una moza simpática, tomaron champaña y probaron caviar y otras delicatessen. El que más hablaba era Hugo, Ana casi no pronunciaba vocablo, asentía, se reía y escuchaba todos los desvaríos del plomero sin comprender la mitad de lo que decía. El pasaba de un tema a otro en forma caprichosa
-¿Sabés que el capitán Méndez me asignó misiones supersecretas? Ahora no paro hasta llegar a ser el Jefe de Inteligencia del Ejército chileno, o de la Armada, por lo menos… ¿Viste cómo arreglé ese inodoro? Eso no lo hace cualquiera, chiquita, eso es parte del talento y la experiencia en la vida, que es mucha por más que sea aún un conscripto, me queda un mes de servicio y después no sé bien qué va a pasar… Mi familia y los conocidos de mi barrio desaparecieron todos, el ejército los liquidó por comunistas, nosotros, con mi hermano Manuel, nos salvamos de milagro, por ser soldados obedientes… Igual yo no estoy de acuerdo con los militares, odio la violencia, amo la paz, a mi me gustaría tener una casa, con muchos hijitos y nietos…
Hugo tomó la mano de Ana y la beso, le pidio matrimonio con los ojos y una sonrisa cómplice. Ella a su vez se agarraba fuerte, la sangre comenzó a correr velozmente por todo su cuerpo, llegándole a la cabeza, que estaba cediendo a un fuerte impulso sexual. Silva retrocedió y le dijo:
-Ahora vamos a un motel, allí vamos a comenzar una vida nueva, vas a ver…
La misma noche del desvirgamiento de Ana concibieron a Roberto, su primer crío. El le propuso casamiento, una mujer carente de pensamiento era ideal para su temperamento. La plomería, ejercida en la aristocracia, podía traerle dividendos para construirse su propia casa-quinta. Los Huidobro dieron su consentimiento rápidamente y la boda se hizo en una pequeña parroquia de un barrio humilde de Santiago. Los hermanos y la madre de Ana, luego de aquel evento, zarparon a París, donde se les perdió el rastro por muchos años. Los familiares y hermanos de Hugo estaban todos dispersos, así que a la celebración sólo acudieron unos vecinos interesados en las bebidas y la gastronomía de Silva. Como ama de casa Ana fue un fracaso absoluto: sus hijos tuvieron diferentes problemas por falta de cuidado y educación. Uno salió homosexual, otro guerrillero, un tercero jugador, una hija prostituta y la última era igualita a su madre, compartiendo sus rasgos porcinos y su indolencia. Tuvieron de esta prole catorce nietos que criaron ellos también, en una casa-quinta con huerta y animales medio salvajes. Durante sus años de plomero, Hugo renegaba de su esposa y sus hijos, detallaba todos sus defectos con precisión y le costaba encontrar algo para elogiarlos. Conversar con él era bastante insoportable. De todos modos, siguió adelante con su matrimonio teniendo en cuenta la inestabilidad natural el mundo y escapando de los males de la soledad. En definitiva, estar rodeado de niños a toda hora durante su vejez era un regalo del cielo. Y Ana, ya vieja, con gota y dificultades para caminar, seguía a su lado apoyándolo en todos sus proyectos.