40.000

Ahora, en el hipódromo, es sábado, el día del Padre. Cada entrada da lugar a una billetera y cada billetera contiene una pequeña sorpresa. La mayoría de los hombres tiene entre 30 y 55 años, muchos de ellos en short, están engordando. Se han vuelto viejos en la mitad de la vida, aplastados y amargados. Hombres como esos ni siquiera merecen la muerte, esas pequeñas ballenas andantes. Sólo que los ves tanto allí, en el baño, en el bar, la especie se las arregla para sobrevivir en el más extremo sentido, y cuando los ves pulular, acercándose, estando pero sin estar, respirando, resollando, comentando, esperando el trueno que jamás se oirá, esperando la carga del caballo blanco hacia la Gloria, esperando a aquella mujer adorable que jamás llegará, esperando GANAR, esperando el gran sueño que los hunde. Vos sólo te maravillás. Se arrastran en sus sandalias, engullen panchos con estilo animal, tragándose la carne. Se quejan cuando pierden, acusan a los jockeys, beben cerveza verde. La playa de estacionamiento está atestada con sus autos hipotecados.

Los jockeys montan nuevamente para otra carrera, los hombres se apretujan contra las hipnóticas ventanillas de apuestas. Padres y no-padres, el lunes los está esperando, y esta es la última gran parranda. Pero al mismo tiempo, en aquel mismo lugar, los caballos son absolutamente hermosos. Es conmovedor lo bellos que son, en aquel momento, en ese lugar, la vida brilla a través de ellos: los milagros suceden, aún en el infierno. Decido quedarme para una carrera más.

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