Maldita Buenos Aires

por Leila Soto

Acabo de leer un artículo del envidiable Rodrigo Fresán (envidiable por su trabajo: le pagan para vivir en la fucking Europa y contar las boludeces que mira, lee y visita). En su artículo en cuestión cuenta acerca del éxito de la Película de Woody Allen sobre Barcelona y trae a colación un reciente libro de varios autores intitulado: Odio Barcelona.

Esa lógica contraposición entre el esteticismo turístico en el que el séptimo arte cae cuando registra las grandes urbes y el cinismo intelectual con el que nos gusta deleitarnosa los quejosos citadinos me lleva a inaugurar el gran anecdotario de la maldita Buenos Aires.

 

Me cansa la estabilidad laboral de los que venden bonos de la cooperativa del Hospital Público. Promesas de mejor atención, quejas contra el gobierno, actitudes sospechosamente machistas. ¿Cómo es que todos los malditos años los encuentro? ¿tanta gente les paga?, ¿hacen otra cosa? Increíble.

 

Ayer paso el desocupado-reciclado de la revista Hecho en Buenos Aires, símbolo de la crisis de 2001. Desde que estoy en este local (más de tres años) que lo conozco, trabajadores de la precariedad que me despiertan una gran curiosidad y otras cosas que aún no descifro. El de la revista no sé si tiene otro ingreso pero no parece preocupado, cansado ni desesperado. De vez en cuando hablamos sobre nuestras impresiones, siempre me pregunta gentilmente si me fui de vacaciones o si está todo bien en el negocio. No le miento y se hace un silencio incómodo por mi natural forma de contar lo “cuesta  arriba” que se hace (por aumentos exorbitantes, falta de ventas, etc.). Su actitud  es respetuosa, resignada, de quien escucha quejas cotidianamente tanto como regodeos torpes u obscenos de los compulsivos porteños.

 

El cuasi-jubilado que vende tijeras hace un tiempo que no viene, tiene la persistencia de quien no tiene nada que perder insistiendo, ni siquiera el humor. A pesar de la cantidad de veces que no he comprado absolutamente nada de lo que ofrece y que en ocasiones mi compra suele ser muy ajustada.

El más simpático de los personajes es un jubilado que vende trapos de limpieza marca Mortimer, “los verdaderos y únicos mórtimer”. Viene dos veces al año, dice que con ello es suficiente. Se siente tan seguro de su producto como un funebrero. La envidia me corroe, como eterna principiante en el comercio, mi fantasía es encontrar ese nicho esencial, ese grial o producto que está en el momento justo. La Coca-cola en el desierto, el abrigo en el invierno crudo.

 

Para las fiestas los desfiles de empleados de limpieza, bomberos y policías que se dedican a recaudar no cesa. Alimentando el prejuicio y la actitud combativa que existe a flor de piel. ¿Por qué se apela al mangueo? Porque siempre es efectivo, porque las conciencias existen, aunque más no sea para extorsionarlas. Ese pensamiento se me hace más presente cuando es un indigente alguien que te pide lo que es claramente una necesidad básica para ese sujeto: comer o beber. En una mañana típica de diciembre, el promedio de clientes no superaba el de los que te vendían o pedían. Cuando había decidido que ya había dado mi última chirola del día. Con ganas de enfrentarme dura y fríamente a quien osara pensar que yo podía contribuir con su causa. Entra en el negocio una mujer joven con un bebé en el brazo y otro de menos de 5 en su costado. El pedido de dinero fue cortado en seco, tan bruscamente que al instante me sentía una verdadera hija de puta. A continuación intenté mi acto “reparador”, le ofrecí algo de fruta que tenía en la heladera. La mujer acepta, le entrego la bolsa con casi todos duraznos que yo había despreciado por su “falta de dulzura” y algunas naranjas que hacían la suerte de postre sano y fresco que siempre estoy deseando.  El niño inmediatamente se abalanza a su madre demandando un durazno de una manera que me resultó violenta. El calor era insoportable, los duraznos un poco desabridos y yo totalmente desalentada por no poder “evitar” la visión del hambre en un niño. No era la primera vez, no será la última, estoy al tanto de la cantidad de pobres que hay en el mundo, soy capaz de describir como un buen tecnócrata el estado fragmentado de nuestro país. Pero como cualquier hijo de vecino, no soporto ver la realidad, no tengo estómago para lo que es perfectamente evitable.

Esta anécdota se me hace presente cada vez que veo las imágenes de Alepo, los chicos muertos, asustados, hambrientos. El cinismo con el que el mundo se indigna por lo que ocurre no logra conmoverme, sólo indignarme. A lo sumo, en alguna imagen de protesta en Italia, México o Canadá veo rostros como los míos, portadores de la indignación pero con tal nivel de escepticismo que parece no existir diferencias entre el que se solidariza con Palestina y el movimiento liberador de enanos de jardín (que existe en Francia por si alguno se quiere sumar a la causa).

 

Con el tiempo, y con el fin del incidente mediático (llamarlo guerra me parece un despropósito) más tibia me parece la actitud de muchos “activistas” que se prenden sólo para la protesta. No generaron nada, no organizaron nada más que una protesta cuyo protagonismo de unos pocos, empañó el objetivo de la misma. Me avergüenza ser de izquierda.

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