Un viaje sin destino

Un viaje sin destino

por Máximo Redondo

Aterrizaje

    Cerveza y nervios: mala combinación. En la víspera de su viaje, Antonio no pudo dormir. Dio vueltas y vueltas en la cama pero no pudo despejar la náusea que lo atacaba. Iba y venía del baño sin aquietar los ruidosos vaivenes de su estómago. No descansó siquiera un par de horas. Padecía el insomnio sofocante con ánimo obstinado.

-«Ni loco suspendo mis planes por este malestar» -insistía su cabeza ante la fatiga de sus miembros, sus músculos y sus órganos sensitivos.

    A Antonio se le ocurrió la idea de manera bastante imprevista. Su oficio daba pie a aventuras alocadas. Era recolector de residuos callejeros, oficial «pinchador» de la empresa Recobasur (Recolectores de Basura Urbana). Su horario nocturno también contribuía al misterio, al encuentro con personas u objetos extraños, invitaciones a quebrar límites sexuales y criminales. Provisto de un pincho metálico y un carrito de madera que se tambaleaba en las vías empedradas, recorría cinco kilómetros cuadrados por jornada hurgando alcantarillas y aseando calzadas.

    Travestis bajándose enojados de autos ultra-modernos, aparentes policías ataviados como jóvenes drogadictos prepoteando a verdaderos jóvenes inocentes, taxistas noctámbulos y lunáticos, espacios en que no pasa gente. Sólo el viento débil ondula las copas de los árboles. Caen hojas que multiplican la labor de Antonio. Cubren esqueletos de ratas y otras inmundicias en las zonas más sucias o en descampados. A veces el empleado de Recobasur se topaba con alguna prenda valiosa: obras de arte concebidas por genios desechadas en volquetes, sombrillas, parrillas precarias, plantas rastreras y diversas cosas sofisticadas que acumulaba en un galpón que había construido en el bonito jardín de su casa.

    En una noche de llovizna tenaz, oscura y desabrida, Antonio se planteó dudas fundamentales. «El agua sola puede limpiar la mierda de los perros, el rocío acabará por darle al ambiente fragancias dulces y tolerables. ¿Para qué seguir laburando?». Y pensando esto, ejecutó un último movimiento con su instrumento cortante. Pescó en tal circunstancia una vieja agenda húmeda y retorcida. Abrió la primera página y, donde debía consignarse el nombre, alguien había escrito: «Socorro, no aguanto más. Tengo que irme lejos, no importa el lugar». Después de haber leído esta confesión, Antonio se compenetró con el texto. La letra borroneada le transmitía una sensación humana, algo triste y desesperado. Le impresionó aquel mensaje surgido de la nada y a nadie dirigido. Antonio estaba solo, en un pasaje flanqueado por casas bajas y sobrevolado por palomas. Apenas se oía uno que otro ladrido lanzado a la inmensidad, clamando por el advenimiento del amanecer. Guardó la agenda en un bolsillo delantero de su uniforme amarillo y apartó el carrito a un lado.

    «¡Eso! Eso es lo que debo hacer. Ahora mismo me presento al supervisor y le firmo mi renuncia. Con mis ahorros me alcanzará. Sí, tomaré un avión y viajaré en nombre de esta persona. Sin misiones específicas, ni siquiera por simple entretenimiento. ¡Viajaré!»

El sueldo de Antonio cubría el alquiler y los gastos de un moderno departamento de dos ambientes. Su familia se reducía a una madre ermitaña y un hermano exiliado en Paraguay. Su última novia lo había reemplazado por un camionero cubierto de tatuajes que pertenecía a su misma compañía. Así, sus compromisos sociales eran escasos.

Aeropuerto

    Antonio era inexperto como viajero. Preguntó cinco veces las ubicaciones de las empresas de aviación más confiables. Cargando un equipaje escueto, vislumbró el panel de destinos. Cerró los ojos y extendió su brazo apuntando al gigantesco tablero:

«Bien, magnífico, allí iré, en el que sale a las veintitres horas«.

Sacó el pasaje y fue a sentarse a la sala de embarques. Dispuso de una hora para reparar en los otros pasajeros, todos individuos raros, muy distintos de él. Vio mujeres maquillándose sus barbillas, ejecutivos ansiosos que molestaban a empleados de la línea aérea con preguntas estúpidas, artistas relamidos y jóvenes deportistas de países americanos.

    El vuelo fue apacible y puntual. Sólo pequeños sacudones en trayectos turbulentos. Una azafata avezada lo ayudó a superar todos sus temores de neófito en la materia. Comió gustoso una cena y paladeó una par de whiskys (bebida que sólo conocía de oídas). Conversó un poco con la pasajera vecina, una mujer mayor que se bajó en la primera escala.

-Esperemos que salga a tiempo -dijo Antonio.

-Sí, sería un milagro. No corre mucho aire.

-¿Esto para qué es?

-Si le dan ganas de vomitar…

-¡Ah!

-A alguna gente le baja la presión y se marean. ¿Es su primera vez?

-Sí.

-¿Y está emocionado?

-Así es -confesó él, torciendo su asiento hacia adelante.

-¿No encuentra una posición cómoda?

-Es difícil.

-Póngase la almohadilla. Si después tiene frío, puede cubrirse con la manta.

-Gracias.

-Dígame, ¿por qué el comandante deja de hablar castellano? ¿Qué es eso que dice? Parece chino.

-No, es inglés pero lo pronuncia para el traste.

    Cuando se bajó la señora, Antonio había logrado dormirse. A la mañana siguiente el avión rodó por una pista rodeada de cerros. La caminata a la oficina de Migraciones fue plácida y refrescante. Sellos cibernéticos simplificaron su trámite. Recordó un consejo que le dio la azafata al bajarse del avión.

«No permita que abusen de usted. Ande con sumo cuidado«.

Por suerte, los anuncios de los negocios y oficinas del aeropuerto estaban en español. Dos mulatos de baja estatura se acercaron y empezaron a lanzarle propuestas que él no comprendió.

-Disculpen -les dijo.

Vio CAMBIO sobre una ventanilla y allí se dirigió. Seguidamente lo abordaron unos cuantos taxistas. Antonio los espantó con una morisqueta de desagrado. Entendía a medias las palabras de los nativos. Hablaban el mismo idioma pero en otro tono, y se expresaban con vocablos estrafalarios, inaccesibles para él. Sin embargo, se las compuso para tomar un ómnibus al barrio céntrico, donde era posible conseguir un hotel económico. Distintas escenas de pobreza brotaron del paisaje. El micro marchaba lentamente en la mañana nublada. Un fuerte aroma penetró el interior del vehículo, mezclado con efluvios de palo santo. En las veredas pululaba toda clase de desperdicios.

«Cuánta falta le hacen pinchadores a este país» -consideró Antonio.

Borrachos yacían a la intemperie, sólo protegidos con harapos terrosos y carcomidos. La miseria se presentaba desnuda ante sus ojos, en su más extrema y pura crueldad. Indias tejedoras y vendedoras de fruta se apostaban en casi todas las esquinas. Campesinos petrificados por el frío y la desatención cruzaban las calles sin rumbo, como robots descontrolados. Ancianos de aspecto centenario ascendían empinadas cuestas cargando a sus espaldas enormes armazones de madera que contenían los desechos de sus amos adinerados. De vez en cuando, entre las casas descascaradas y petisas se incrustaban bloques grises de concreto con letreros en ingles, edificios donde se instalaban bancos y empresas multinacionales, amparadas por ejércitos privados de uniformes distintivos. Antonio lo vislumbró todo desde su asiento tembloroso, repercutiendo el rumor estremecedor del micro destartalado, que ni como chatarra podría servir en los países dominadores del mundo.

    En quince minutos arribó a la Plaza Central de la ciudad. Antonio se bajó del ómnibus luego de dos paradas y avanzó hasta la entrada de un hospedaje de «medio pelo», cuyas comodidades le resultaron bárbaras y baratísimas. El conserje era un negro llamado Tomy, quien lo orientó señalándole en un mapa los puntos principales de la ciudad. El hotel estaba habitado por turistas europeos, señoras grandes que cotorreaban el día entero y parejas de enamorados furtivos.

    Paseó por varios conventos e iglesias, mercados indígenas y galerías artesanales. Casi todas las vistas estaban enmarcadas por cerros verdes. Nubes de formas caprichosas acariciaban los picos de volcanes humeantes. Lloviznas porfiadas aireaban las plazas mugrientas y abandonadas. Mestizos enanos, negros altos y vociferantes, indios pulcros y evangelistas pasaban de un lado a otro, buscando sabe Dios qué negocio. Pero predominaban los mendigos demacrados con secuelas de hambre en sus cuerpos, infantes lustradores de zapatos llevando a cuestas sus vidas condenadas, changadores de bultos informes y pesos descomunales con espaldas inclinadas. Antonio los contemplaba con estupor. Rehuía la mirada cuando los otros se fijaban en él, algunos sonrientes, la mayoría adustos y orgullosos.

El viaje adquirió una nueva dimensión, ya no era sólo espacial sino que se estaba trasladando en el tiempo. Lo que veían sus ojos no podía suceder en el año 2016, sí en la etapa final del Virreinato del Río de la Plata. Se sentó en un banco y contempló el cielo, como pidendo una explicación. Lo sacó de su ensueño el escape negro y denso de un colectivo achacoso, modelo 1940. Los saltos de un siglo a otro eran abruptos en aquel país. A menudo aparecían autos provenientes del futuro, manejados por modernos conquistadores de la Tierra.

    Estatuas y museos no sedujeron a Antonio. En ellos estaba sepultada una historia maldita, el reconocimiento de un statu-quo inaceptable. Héroes cuyos preceptos yacen empolvados en los armarios de desoladas bibliotecas. Sus enseñanzas son rescatadas por ratones y seres arratonados, que deben luchar bestialmente por su sustento, y esta batalla les impide reflotar los pensamientos dignos de los próceres. Marchas de indígenas reclamando justicia también lo impactaban.

    Un día, dos días, tres. El barrio elegido por Antonio estaba muy contaminado. Nubes de smog se elevaban hasta entrelazarse con sus hermanas celestiales. Además, ceniza volcánica caía por senderos corcoveantes, haciendo más afixiante la respiración. Al principio no había percibido este detalle, aunque poco a poco una especie de agobio se apoderó de su corazón. Tenía los ojos irritados y la garganta picada. Necesitaba trasladarse a un sitio menos conglomerado. Averiguó pronto dónde le convenía ir. Se tomó un ómnibus quisquilloso. Enseguida distinguió una diferencia importante. Cruzando un par de túneles y puentes, el país comenzó a teñirse de un verde opaco. Carreteras estrechas y rojizas deslindaban figuras de caracol o espirales. Desde diversas alturas pudo divisar la espesura de los montes. De vez en cuando perfilábanse prolijas terrazas de cultivos autóctonos cercando misérrimas cabañas. Indios de cabello negro y trenzado subieron al micro. Vestían de blanco y lucían faces angelicales. Sus mujeres estaban un tanto más roñosas, ya que sobrellevaban la carga de gallinas y verduras rancias. Esto no las desanimaba; cantaban loas al Señor en lengua indígena con absoluto desparpajo. Niños y niñas deambulaban por el pasillo del transporte vendiendo productos caseros: mantas, gargantillas, máscaras, tortas, etc.

    Antonio se bajó en el mercado enorme de un pueblito serrano y se extravió en sus retorcidos pasajes. Varios extranjeros pasaban de un puesto a otro comparando precios. En las calles paralelas distintas tribus jugaban al carnaval lanzándose agua con pistolas y vejigas. Unos diablillos arrojaban bombitas de agua desde el balcón de un convento. Sus principales blancos eran turistas rubios e indiecitas emperifolladas. Tanta acción carnavalesca fuera de época lo impulsó a interesarse por sus causas. Se metió en un comedor, y en su castellano más castizo consultó a una mocita sonriente.

-Es la fiesta de Nuestra Matrona, Santa Catalina, y de Santo Domingo. Los beatos se casaron hace cuatrocientos años, y de alguna forma tenemos que rememorarlo -le contó la nativa.

Antonio no quiso discutir y asintió a las razones de la moza. Por lo demás, le pareció que la guerra acuífera se debía a un desahogo. Miles de niños durmiendo desahuciados en la calle no participaban de la fiesta. Ancianos lisiados y doblegados por el alcohol tampoco. Los caciques pulcros debían ser severos luchadores. Solicitaban al gobierno un cambio de política, una distribución justa de las riquezas de la Tierra. Era falso mostrar alegría y amabilidad cuando los estaban estafando permanentemente. Antonio charló sobre el tema con un joven universitario que estaba investigando la organización de las comunidades aborígenes del país, y él le reveló detalladamente la penosa situación que padecían.

-Los que has visto contentos, lo están porque presienten cercana una rebelión de todos los indios del país. No, puedo asegurarte que de ningún modo están satisfechos -le dijo el estudiante.

    El país no es muy grande, pero posee regiones muy distintas entre sí. Razas particulares se agolpan en determinados sitios, según cual sea su clima y relieve. Los padecimientos de los sometidos se parecen, las élites son diminutas y gobiernan mediante expoliaciones descaradas. De todos modos, cuesta pasar de un punto cardinal a otro. Las carreteras se inundan, las epidemias se extienden y los maleantes acechan los transportes. Antonio se propuso enfrentar estos obstáculos, de modo que abandonó el pueblito indígena para dirigirse a la costa.

    El verde opaco fue cobrando brillo. Los árboles se estilizaban hasta formar jardines edénicos a lo largo del horizonte. El acento de los pasajeros ocasionales adquirió velocidad y gracia sin par, sus pieles se fueron oscureciendo. Pronto Antonio se encontró en un micro lleno de negros, salvo el conductor que era de tez cobriza. La situación de los negros le resultó peor que la de los indios. Más allá de su espíritu festivo, la sordidez de sus ambientes era sobrecogedora. También su resistencia y su fuerza para disfrutar los deleites de la vida los hace amenazantes. En general, lo trataban con indiferencia respetuosa. A sus ciudades arribaban menos turistas, ya que gozaban de una fama poco envidiable, la de ser fascinerosos y depravados. Antonio pudo comprobar que estos atributos formaban parte de una calumnia absurda. Simpatizó con hombres de todas las edades y coqueteó con una par de negras infartantes. Ellas lo miraban y él, encantado, las invitaba a tomar cerveza. Entonces trataban asuntos de amor, cómo era la vida en los calores de sus pueblos y qué aspiraciones tenían. Las cosas no pasaban a mayores, besitos tímidos y nada más. Viejos diablos asesoraron a Antonio en la materia:

-No se meta con esas que le van chupar todo el dinero.

    La playa era agreste. La circundaban montes de verdor intenso y la custodiaban aves que formaban escuadrones de figuras planas y cantaban salvajemente en una gran variedad de ritmos. El agua no era tan cristalina como la había imaginado. Igualmente jugueteó sobre las olas cual niño dichoso. Barcos lejanos pescaban avizorando la costa, conjeturando la venta del día: picudos de mar y conchas lisas. Antonio consumió jugos sabrosos y mariscos picantes. Regaló restos a niños pobres. Decidió permanecer cinco días en la ciudad costeña. Se aferró a una rutina placentera hasta que un tedio incipiente invadió su alma. Ofrecióse entonces en una hacienda como cosechador de plantas. Lo admitieron por un salario infame y una vivienda oprobiosa. Así robusteció su temple y ejercitó sus brazos descansados.

    Labor intensa bajo la lluvia. Soledad entre yuyales. Guadañazos dados en curvas perfectas. Cacerías emocionantes de víboras. Antonio trabajó en un oficio parecido al de recolector pero más salvaje. Su patrón le asignó un terreno de una hectárea, y en los quince días que tardó en quitarle la maleza y emparejar los cultivos, sólo se comunicó con huraños cosechadores vecinos. Tonificados sus músculos, viró su itinerario otra vez hacia las sierras.

    Panoramas de suciedad y pobreza constantes. Pueblos que languidecen sumidos en una penuria espantosa. Espectáculos de borrachos a la orden. Kilómetros y kilómetros de lo mismo. Muy esporádicamente se intercalaba en su recorrido una ciudad limpia y lugareños que demostraban empuje. Antonio arribó a centros turísticos relevantes. Quedábase una o dos jornadas en ellos para trasladarse luego a ciudades de nombres extraños que localizaba en mapas rotosos de estaciones de buses. Descubrió con esta estrategia aldeas interesantes, pobladas de gente sana: artesanos, hechiceros, religiosos de toda laya, longevos de constumbres disipadas. Asimismo conoció la música del país, los pensamientos de los choferes de los micros, las comidas y tejidos de los aborígenes.

    Cerros verdes superpuestos, cielos grisáceos que descienden en bruma lluviosa a la tierra fértil, rebosante de plantas maravillosas y frutos pulposos. Antonio se sorprendió con desfiles de militares-niños, indias salerosas e invasores blancos desperdigados en refugios con agua caliente. Tomó bálsamos tranquilizadores y comió almuerzos a precios bajísimos. Soportó paradas surrealistas en territorios selváticos. Avergonzábalo un sentimiento que aparecía en su pecho cuando divisaba parajes extraordinarios.

«Soy un conquistador más, como cualquier otro de los que llegaron aquí hace quinientos años, y jamás podré adaptarme a la vida noble que llevan estos indios«.

Hasta los insectos más despreciables se presentaban encantadores a sus ojos: hormigas rojas de antenas brillantes y extremidades largas (algunas tenían patas de cuatro centímetros) y ojos de mirada punzante, abejorros anaranjados semejantes a helicópteros diminutos, cucarachas de elegantes deslizamientos, polillas de zumbido armónico y planeos sutiles, mosquitos que picaban su piel suave y plácidamente. En el fondo de todos los paisajes, ríos y arroyos arrulladores… Nubes ladronas de montes y trozos hermosos de bosques. Senderos embarrados, humedad calada en las construcciones del hombre. Cabañas menesterosas acechando las rutas. Comerciantes y baldados se acomodan en los mercados malolientes. Gritan elogios de sus productos. Niños se abalanzan sobre las polleras de sus madres, inventan juegos y pasos de baile. Reconocen su entorno y heredan sabiduría de sus antecesores.

    Antonio veía la basura impregnada al suelo, imposible de ser recogida, próxima a convertirse en porciones de abono renovadoras, savia de inmundicia. La lluvia la erosiona y recicla sus propiedades benéficas. Cuanto más cerca estén los desechos del estado de putrefacción, mejores plantas producirán, mayores efectos sanadores brindarán a los corazones de los indios.

    Legendarias historias de corrupción colman el devenir político del país. En el presente suceden hechos aberrantes que se ocultan a la población. Los habitantes intuyen e imaginan cosas peores. Así se degrada la confianza del ciudadano común en el sistema democrático amparado por las superpotencias que vigilan el mundo. El tambaleante rumbo del país se acompasaba con ráfagas de truenos y entrenamiento de ametralladoras. Sus varias guerras con países vecinos por territorios selváticos, ricos en petróleo y minerales, aún no estaban definidas. La paz, como siempre, era muy precaria.

    Fronteras calientes entre feudos olvidados. De pueblo en pueblo, Antonio arribó al límite del país. Era de noche y no podía precisar si se hallaba en el extremo norte u oriente. Completó un formulario de migración con los ojos entrecerrados. Oía que los pasajeros se referían al valor del dólar en el nuevo país. La casilla de Aduanas estaba invadida por escarabajos y mosquitos zancudos. También la acechaban arañas corpulentas de colores fulgurantes. El micro reanudó su marcha. La geografía cobró una aridez desoladora. Casuchas de adobe semi-derrumbadas y manadas de chanchos rompían la monotonía del paisaje. Los lugareños baldeaban tierras estériles. El viento estremecía los pinchos de los cactus, las cochinillas se aferraban a sus tallos. La luz parda del amanecer provenía de un astro desconocido, más macilento que el sol. Así Antonio cruzó varias provincias, hasta desembocar en una aldea desalmada. Por puro descuido, siguió la ruta de los Andes. Las carreteras se fueron caracoleando en subidas y volteretas riesgosas. El panorama desértico desapareció, surgieron vergeles ocupados por ganados robustos. Campesinos labraban sus cultivos sobre modestas colinas. Luego las elevaciones se tornaron más pretenciosas, y la belleza del camino aumentó todavía más con la intercalación de ríos y lagos. La mitad de los pasajeros estaba compuesta de indígenas parlanchines. Antonio conversó con uno de ellos, un prolijo y satisfecho productor de quesos.

-Pues que aquí nos las arreglamos. Con lo que vendo de quesos me alcanza para mantener mi hacienda. Es excelente el de la región, e incluso lo exportan a otros países -dijo don Segundo, su esmirriado contertulio de bus.

Después lo ayudó a encontrar un alojamiento acorde con su presupuesto. El nuevo paraje presentaba numerosos monumentos arqueológicos, baños termales, pinturas rupestres, criptas enclavadas en las montañas. Sus condiciones ambientales eran absolutamente vivificantes. Poblaciones aborígenes descansaban a la vera de las rutas. Cabras y cerdos eran acarreados sobre los porta-equipajes de las combis. Gallinas voraces correteaban por todo el pueblo, picoteando aquí y acullá, al igual que rateros costeños. Muchedumbres de mestizos concurrían a las ferias a cambalachear trastos. Los nativos eran amables y gentiles, aunque un poco tardos. Generalmente se entendía bien con ellos. Lo invitaban a compartir tragos y andanzas. Le narraban cuitas de prodigioso dolor, historias de abortos y suicidios, leyendas de shamanes, métodos empleados por profesores de magia negra. A Antonio, dada su tez blancuzca, en ocasiones le farfullaban oraciones en inglés. Cuando esto ocurría, se irritaba y los mandaba a cagar en jerga porteña.

    Cientos de aguardientes de cañas, miles de mascadas de coca, payadas y bailes tradicionales. Antonio gozó del espíritu comunitario de los aborígenes. Días y días permaneció en la ciudad. Era invierno y las lluvias constantes detenían su avance a la selva. Durante este período, atendió un puesto de venta de quesos en un rincón de la Plaza de Armas. Conoció varios hippies y trotamundos de otros continentes, y tuvo vivencias sensibles con ellos. Tales intercambios desarrollaron en él aptitudes de confraternidad casi idílicas. Flashes de felicidad concurrían a su cabeza, momentos de conexión con Dios. Penetraba en las iglesias y allí agradecía a los santos la vida portentosa que le habían concedido, como lo habían sacado de su estancamiento moral en la gris Buenos Aires.

    Inundaciones, malaria y persecusiones policiales habían cambiado el temperamento de Antonio. Sus amigos indígenas se habían retirado a trabajar en las minas, sus compinches forasteros prosiguieron sus giras por el continente. Al llegar la primavera, se percató de que estaba completamente solo. Decidió entonces llamar por teléfono a su madre. Al atender la voz angustiada de ella, colgó. Pagó con rabia la moneda desperdiciada. Se dirigió a la pensión de Segundo y le pidió dinero para un boleto a la jungla.

    Gemidos y truenos mezclados. Interrupción del viaje, ingesta de psicotrópicos.

«Todos estamos metidos en un agujero, un hueco que no tiene formas ni límites precisos. El cielo está borroso y confuso. El suelo tiembla y nos hace trastabillar. Nuestros costados giran sin concierto. Los árboles vacilan y los ríos se enfurecen. Igualmente, el dios del Viento está quieto mientras un ejército de estatuas avanza hacia Occidente. Chinos vengativos golpean las puertas del Capitolio (la mansión del Capital). Nadie contesta. Nadie habla con la claridad y lucidez de un filosófo avispado. ¿Para qué hablar? Trabajar es la consigna de la Tierra. Manos entumecidas no pueden aferrar azadas, piernas ociosas jamás trajinarán los senderos de liberación. Una Educación anticuada, empantanada en preceptos democrático-burgueses, produce hombres ‘cacosientos’

«Los yanquis destruyen soldados de mármol y calicanto, emboscan campesinos inermes. Los siglos no alteran la vida cotidiana de los indios. Los orientales ingresan a la Casa vacía. Tras la fachada del edificio, aire viciado de mierda. Los chinos huyen a sus naves, recorren planetas desolados y retornan a China.»

Más ingesta de psicotrópicos.

«Quienes zarpan ahora son monstruitos deleznables, hijos de la Educación antedicha. Van a un cementerio de divinidades propagadoras de salud. Las figuras de las lápidas danzan y se emborrachan: serpientes, lobos y cucarachas. Antropomorfas no hay. Un monstruito pregunta a su maestra:

-¿Dónde están Jesús y las monjas enfermeras de ejemplar conducta?

El educador observa serio a su alumno, medita la siguiente respuesta:

-Están ofreciendo banquetes en otra galaxia.

Otro monstruito plantea dudas diferentes:

-¿Cuántos años tienen estos animales? ¿A quiénes beneficiaron sus intervenciones divinas?

El profesor le contesta riéndose, tomando aire entre una frase y otra para toser:

-Desde el Big-Bang han rescatado de la muerte a héroes de la talla de Calígula, Atila y el hombre de Cromañón. Mas en la actualidad protegen a Walt Disney, Ronald Reagan y personajes fantásticos como Bill Gates o Mark Zuckerberg.

Los alumnos miran las criptas en silencio, estupefactos.

-Para caerles en gracia os debéis adiestrar en Juegos Marciales y Racismo Contemporáneo, disciplinas que cultivaron sus principales adoradores.»

Los psicotrópicos consumidos eran resistentes, de efecto prolongadísimo.

    «Los enterrados se sacuden. Aumenta el volumen de una música subterránea, un carnavalito de compás eterno. Su sonido atraviesa inmensas distancias sin detenerse en oído alguno, enloquece, asciende desbocado al éter. Luego se esconde en unas nubes, electrificándolas. Para cortar la influencia de las drogas, nada mejor que un «saque» de electricidad».


Un basurero irresponsable se da un baño purificador, masca ajíes sabrosos y los escupe a prados florecientes. Se relaja rascándose la nuca. Se produce un cortocircuito en el calefactor eléctrico. Antonio sale nuevamente a explorar el mundo, combinando sus impresiones con su clarividente razón. Perplejo, cae en un escenario de imponentes medidas. Ya está seco y tranquilo. Contempla a su auditorio expectante. Vuelve el sonido en forma de lluvia y el espectáculo debe suspenderse. Gotas ingentes impactan en el estadio despoblado. La Naturaleza se expresa con fruición. Una de sus gotas basta para ahogar a un ser humano, uno de sus microbios contaminaría todos los Océanos. Navegar resulta imposible. Una pala mecánica rescata a Antonio y lo deposita en una isla de ninfómanas. Ahí lo violan reiteradamente. Ellas tienen sus reglas:

1) Secuestrar veinte hombres por día.

2) No admiten la presencia de tales elementos masculinos por más de una hora en su territorio.

3) Los varones que engendran son arrojados a los tiburones.

4) La reina es la que obtiene la mayor cantidad de orgasmos por minuto.

Esta singular isla tiene una población de quinientas mujeres, su paisaje es edénico y se ubica en la intersección de los paralelos ubicados a 1º latitud N. y 179º longitud O.


Fin de Un viaje sin destino

    

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