La historia de Manuel

Por Hugo Müller

Balcón de Brisas. Lago Titicaca

… tomando mate en un día sublime. Las aguas se deslizan muy lentamente. En sus profundidades se esconden secretos importantes: ¿qué es un hombre?, ¿qué es Dios?, ¿es suficiente la fe para resguardarse de la muerte? ¿Se puede profundizar sobre el devenir del tiempo o sobre el aire que puede haber en el interior de una roca?

Una felicidad sencilla me enloquece, la vivo, la sueño sin distinguir sus detalles. Quiero que ingrese pura, directa en el corazón. Tengo miedo de achancharme y que el regocijo me afecte, convirtiéndome en un tonto. Pues amo la ingenuidad, las cámaras lentas y el silencio de la naturaleza. Y sí, estoy con una manceba dulce y tierna como una almohada de gladiolos o una pata de ternero cocida a fuego lento. Hoy es mi soporte espiritual y eso es grandioso, a ella yo la llamo esperanza.

Ayer se me ocurrió una frase inspiradora que ya he olvidado. Las frases siniestras que cambian el destino de las personas vuelan y uno debe capturarlas. Cuando las escucho trato de que resbalen hacia un lugar seguro de mi memoria. Tener buena memoria es de gran ayuda para no equivocarse y deambular sin sentido en el camino de la vida. Esto no es tenido en cuenta en los sectores bajos de la sociedad.

Los botes del Titicaca se balancean suavemente. Los motores de las lanchas le imprimen un sonido antinatural al paisaje. Un perro horrible, de esos gruñones que son auténtica carne de cañón, se aproxima a una dócil llama turística, que guía un niño de cuatro años. La llama se asusta y el dueño del mastín tironea de la correa orgulloso. Pero hay perros más repugnantes aún, no me refiero a los callejeros o a los sarnosos sino a los coquetos, que son llevados a la peluquería y se alimentan de comida balanceada. Hay otra costumbre deleznable aquí, en Copacabana, que es el bautismo de los autos y camionetas modernos. Estos hábitos son copiados y reproducidos en las grandes urbes bolivianas.

Continuamos en la orilla del lago sagrado. Las aguas hoy se mueven más rápido, como si el año nuevo les hubiera dado bríos celestiales, copiando los movimientos de las nubes. Es muy temprano y la gente arma sus carpas y mantas con suma parsimonia. A pesar de la amabilidad y simpatía de varios de sus habitantes, en esta ciudad hay pocas posibilidades de desarrollo: falta el sentido de la rebeldía, siempre se van a conformar con el robo y la diversión de baja escala. Ahora, las diferentes embarcaciones están vacías y ancladas, como un escritor abandonado en una habitación cómoda y a la vez, fría.

Oír la lengua indígena es maravilloso y puede ser un símbolo de resistencia. Si todos los bolivianos se aferraran a la raíz de su cultura, y no a costumbres superficiales, frívolas y de ostentosa magnificencia, mezcladas con ritos cristianos, podrían profundizar la obra de Evo Morales. ¿Y en qué consiste la raíz de su cultura? En su poesía inmutable, la búsqueda de sus dioses primitivos, sus técnicas agrícolas y culinarias, su seriedad y fiereza al tratar asuntos económicos, su astucia para sobrevivir en condiciones climáticas adversas, su vocación para filosofar profundamente, su idea de que no existe una fuerza superior a la naturaleza y a los designios de la comunidad, definidos democráticamente.

Viajando por Bolivia me acerco a Dios o a la muerte. Pueden surgir emociones o instantes intensos en forma imprevista. Y los momentos silenciosos o de reposo adquieren un carácter religioso.

San Pedro de Atacama

Chile es un ejemplo nítido de la sociedad ombliguista. La gente viene aquí a alucinar y se nota, pero estimo que pocos lo consiguen y se van satisfechos si logran un beso en la boca o una buena conversación. Erigida en el medio del desierto, San Pedro es un ficticio punto de ensoñación donde se concentran las fantasías de viajeros ansiosos: en otros términos, es un truco turístico de un país encerrado en sí mismo. Nada de lo que hay aquí es chileno: ni siquiera el museo antropológico, donde abundan objetos y referencias a la culturas incaica o tiawanaku, al igual que en las ferias y mercados artesanales. Preferí no indagar sobre la ingesta del famoso San Pedro: no tengo el cuerpo ni la mente (ni la conciencia) para afrontar semejante evento. Creo que puedo llegar a la trascendencia mística a través de otros caminos: alcanzando la corrupción total de mi estómago con la ingesta de alcohol o mantenerme concentrado hasta alcanzar un insomnio perpetuo.

Iquique

Las parejas que se van de vacaciones a este balneario son idénticas, alquilan autos, tienen hijos e incluso los rasgos faciales del varón y la hembra parecen calcados, como si la naturaleza se hubiese obstinado en reunir caracteres semejantes.

Discurre el calor en la ciudad. Balbucean los lobos marinos en sus refugios, ahuyentando a los pelícanos que degluten las grasas de pescado que les echan los pescadores iquiqueños.

Aquí descubro contradicciones constantemente y sin embargo, me niego a aferrarme a ellas, intento refutar su fuerza y persigo el conocimiento con toda mi ignorancia. La felicidad pasa veloz mientras el tiempo se dilata: ¿se descubrirá pronto alguna técnica de reencarnación? Todo indica que los hombres están preocupados por las guerras, la marcha de la economía y los cambios climáticos, ya no los inquietan las cuestiones filosóficas o religiosas básicas. Documentales modernos sobre faunas extrañas no logran distraerme.

La ciudad es colorida, aunque sus hierros cochambrosos gobiernan el paisaje. En verdad, es otro desierto convertido en ciudad por la mano del hombre. Así lo planteó Darwin, el gran científico y descubridor, como consta en su muneo municipal. Ahora hay taxis, astilleros, mafiosos gordos, matronas ostentosas, jóvenes fanfarrones, niños quejosos, palabras huecas, gente que lo ve todo o lo sabe todo… Por favor, no quiero que me cuenten más cuentos. Es necesario investigar por cuenta propia, enterarse de lo que sucede en el mundo por la praxis personal, y no por la visión de los vecinos de un barrio o de los medios de comunicación, siempre falsa y deformadora.

¿Hasta cuándo estaré activo? No lo sé, mi vigilia es permanente y rítmica, siempre atenta a la muerte y a las oportunidades de frustración. Ir en contra del éxito puede resultar una fórmula afortunada.

Las maravillas no deberían existir pero los milagros se contraponen a esta verdad y nos suelen abrir los ojos. ¿Para qué tenemos tanta libertad?, ¿para qué se pretende sostener la paz, manteniendo un buen humor ridículo? Somos animales carroñeros de rango inferior, con conciencia y remordimientos. Reliquias resguardadas se avizoran en el porvenir. ¿Qué traerá nuestro comportamiento? Espejismos de locura, drogas para envejecer bien, mañanas jamás soñadas, paseos por barrios preciosos, sonrisas perdidas en el espacio…

Chivay

Son escasos los rastros de pobreza que se hallan aquí. Estoy en la mitad de mi vida y no siento una crisis interna. Puedo morir tranquilo en este lugar, ya que abundan las funerarias serias. Se destaca la cantidad de perros y puestos de Internet innecesarios. Los campesinos son cerrados y poco curiosos, los policías se aburren y los taxistas deambulan despreocupados. Camionetas publicitarias anuncian reuniones religiosas extravagantes o asambleas con alcaldes conservadores.

Me tranquiliza percibir la cercanía de la muerte pero me inquieta esquivarla. El silencio es enorme y sólo es perturbado por el vuelo de algún moscardón narcotizado. Mi calidad de vida puede calificarse como farragosa. Intento encontrar un eco o un hueco en la realidad.

Perú no va hacia ningún lado, el espíritu trágico y derrotista del país se aprecia en cada forma y representación de su cultura. Ni siquiera los ritmos negros o las vociferaciones de los vendedores callejeros logran despertarlo. La mejor metáfora del Perú es su equipo nacional de fútbol, que rara vez logra jugar en algún mundial. Sus cantantes populares son lloriqueantes. Igualmente, para las personas peculiares que gustan de pararse ante la vida desde una perspectiva triste puede ser un país muy querible y cautivante. Y para quien el pasado glorioso y la estirpe severa son cosas fundamentales es una patria fascinante. Yo siempre cuento con orgullo mi peruanidad, Vallejo y Mariátegui me guían.

Arequipa

Los conventos e iglesias de Arequipa me invitan a reflexionar que estamos en una época siniestra y obcecada, netamente materialista. Mis instrumentos de escritura a veces fallan pero continúo explorando el universo de palabras españolas, tanteando combinaciones convincentes o divertidas. Hay tanta variedad de basura en los stands y las vidrieras de las librerías que me quitan las ganas de pensar. Pero el pensamiento fluye, jamás se detiene y oscila entre la rabia y la fecundación. Las máquinas funcionan hasta traicionar y tardan menos que el hombre en hacerlo.

Monte Hermoso

Dos grandes mancos

 

La Historia de Manuel

Manuel es un albañil ambulante que caminó media argentina construyendo sólidas viviendas por chauchas y palitos. Es oriundo de Santiago de Chile, de La Pincoya (Huechuraba), uno de los barrios más pobres de la ciudad, que en realidad son muchísimos y de diversas actividades delincuenciales. Pues rompiendo el molde, Manuel era honestísimo, y se aguantaba con estoicismo y silencio las palizas que le propinaba su padre por sus bajas recaudaciones, cuando salía a cantar con sus cuatro hermanos por los buses de Santiago. Dos de ellos, Tomás e Ignacio, se escapaban a una cuadra de la casa para ir a punguear al centro, donde abordaban a turistas desprevenidos con originales triquiñuelas. Eran los mayores y no querían hacer participar a los más bisoños en sus emprendimientos, tanto por una cuestión de conveniencia como por una elevada postura moral.

-Ustedes no se tienen que dedicar a esto, tienen talento para otras cosas, para cantar o contar cuentos –les dijo un día Tomás a Manuel y Hugo, el más pequeño, quien tenía gracia para el habla y el andar.

El mayor tenía 14 años y el menor 10, Manuel tenía 12 y ya se amañaba para pasear perros y rescatar chatarra de obrajes. Tenía veneración por imágenes santas y aspiraba a tener un arma de fuego, cualquier cosa que lo ayudara a defenderse de tanto ratero y malviviente suelto. Su papá tenía una que le había servido para matar al amante de su mamá, y para liquidar a un par de acreedores molestos. Estuvo una temporada en prisión y eso sólo lo envalentonó para dedicarse a la bebida de por vida, hasta fenecer de una cirrosis galopante. A Manuel siempre lo maltrató e intentaba humillarlo en cada ocasión que podía, algo a lo que era difícil encontrar una motivación, ya que el niño era dulce y sereno, y de carácter blando. De todos modos, cascaba y ofendía a todos sus hijos, y en todos descargaba su ira de alguna manera. Con esos antecedentes, doña Elvira, su mamá, tras la muerte del viejo, se había preocupado por inculcarles a sus hijos valores distintos, más ligados a la lucha revolucionaria y pacífica propuesta por Salvador Allende, que llegado el caso, debía volverse salvaje para perpetuarse y cristalizar los sueños de los pobres de Chile. Además, se había juntado con un profesor universitario antropólogo, que era admirador de la cultura mapuche y tenía como quince hijos con diferentes mujeres de su querida etnia, con edades tan fluctuantes que iban de los 15 a los 45, una proeza que le granjeó el respeto de sus colegas y vecinos. El fue el que le llenó la cabeza de la importancia de sumarse al socialismo. Y la convenció fácilmente porque el salario que recibía sirvió para sacar a la familia de la miseria completa, del hambre y de la violencia, a un hogar con bastantes comodidades y un jardín idilíco, ideal para concebir utopías y planes que contrarrestaran las fuerzas y fuegos del imperialismo yanqui, que estaba poniendo sus ojos furiosos en el modelo de Allende, en la figura de aquel admirable retórico que se juntaba con Fidel Castro para dar clases magistrales sobre las condiciones de vida y las luchas de los pueblos latinoamericanos. Elvira y Marcelo cocinaban guisos y los ofrecían por toda la vecindad y se ocuparon de equipar la sala del centro de salud de Huechuraba con tecnología de última generación (regalo de los padres del antropólogo, dos científicos -él biólogo, ella física nuclear- que trabajaban pàra el gobierno socialista).

Para Elvira el matrimonio anterior había sido un suplicio, y con Marcelo había alcanzado cierta felicidad. Su espíritu bohemio y su honda conciencia de la injusticia social que siempre prevaleció en Chile eran fuentes inagotables de acciones y experiencias que la impulsaban a amar la vida, a querer más a sus hijos. Para entonces los más grandes ya habían tenido sus primeros encontronazos con carabineros y guardias de seguridad de las familias ricas. Tomás había perdido un ojo y un brazo al ser baleado cuando se introdujo en la casona de un alemán amigo del jefe del ejército. Ignacio había sido atrapado por un grupo de lúmpenes para cometer toda clase de fechorías, asaltos y vejaciones. Además había probado pegamento y alcohol, haciéndose adicto a ambas sustancias. En síntesis, los mayores estaban deteriorados por la mala vida heredada de su anterior esposo y Marcelo pudo hacer poco para enderezarlos. Ambos decidieron salir a rumbear por el angosto país, buscándose el sustento con changas y trabajos sucios y Elvira perdió su rastro durante bastante tiempo, lo que le generaba angustia.

-Desconocer su derrotero es una ventaja, piensa que tal vez se estén sumando a las filas revolucionarias –le dijo Marcelo.

-Son chicos que ni completaron la escuela primaria, yo no les auguro buen futuro. Tomás siempre fue arisco y arrogante, se comportó como un malvado desde muy chico, a sus hermanitos los torturaba de diferentes maneras. Por suerte perder un ojo y un brazo le concedió algo de humildad. Me apena que esté vagando por las calles, pidiendo limosnas quizás…

-Ya fui a la policía y denuncié su desaparición, también la de Ignacio, no te olvides de él, pobrecito, que está en manos de unos pacos rebeldes, los van paseando por todas las barriadas bravas de Santiago, los violan y los hacen delincuentes, eso es terrible, ojalá podamos encontrarlo.

Marcelo abrazó a Elvira, quien se había puesto a llorar recordando a sus hijos perdidos. Había sido un día demasiado largo, pleno de asambleas y debates en el barrio sobre la necesidad de movilizar a todos los vecinos, para poblar las calles del centro y apoyar al gobierno que estaba siendo cruelmente saboteado por la CIA y el jefe del Ejército, un tal Pinochet.

-La batalla por la libertad e independencia de los pueblos americanos ha sido siempre sangrienta y se avecinan tiempos atroces. El hombre no aprende del dolor y de la estupidez, es un fracaso la humanidad –dijo severo el antropólogo.

Aquella noche ni siquiera tuvieron ganas de cenar. Manuel y Hugo ya eran adolescentes crecidos y se resistieron a retomar los estudios. Elvira y Marcelo intentaron convencerlos de la conveniencia de la educación pero ellos tenían la sangre de auténticos bárbaros, y estaban bien dispuestos a inmolarse por unos cientos de pesos. Una vez ocurrido el golpe, el 11 de septiembre de 1972, la familia se disolvió de inmediato. Los días 12 y 13 hubo varias razzias en Huechuraba, y en una de ellas liquidaron al antropólogo y secuestraron a Elvira, que luego acabó muriendo en el Estadio Nacional el mismo día que ejecutaron a Víctor Jara. En fin, la historia de la familia retrata el espanto vivido en Chile desde el golpe hasta la actualidad, ya que en los años de la restauración democrática, que ya llevan 24, aún no se han modificado ni un ápice las condiciones de vida y las vejaciones impuestas por los militares, con Pinochet a la cabeza. Lo importante es que al año siguiente Hugo tuvo que cumplir con el servicio militar (lo que quizá salvó su vida), y poco después le tocó la hora de ser soldado a Manuel.

La vida militar de Hugo Silva

Amorío eterno en una casa aristocrática y artística

 

La precariedad de la existencia

La trayectoria de vida y profesional de Manuel fue muy diferente de la de su hermano. El probó con infinidad de oficios y changas, siendo los más destacados vendedor de especias, bailarín de rock, maestro umbanda, ceramista, etc. En todos se supone que prosperó al punto de poder comprarse una vivienda, muebles y objetos domésticos de moda. En todos desarrolló yeites que le permitieron posicionarse como un curioso emprendedor. Su manera de narrar sus hazañas e incursiones en diversos sectores de la economía era parecida a la de su hermano, sólo que matizaba con menos exageraciones y una mayor propensión a la generación de suspenso. Nunca se sabía cómo pasaba abruptamente del éxito o la consagración en el negocio a una situación de vagancia e indigencia incipiente. Tan rápido como lograba construir una posición en la sociedad, sus proyectos se desmoronaban por motivos oscuros. Así de precario era su devenir.

Manuel Silva es un hombre que ya superó los sesenta años. Es flaco y rugoso como un trapo estrujado. Su rostro presenta facciones de cierta nobleza que le hubieran otorgado un lugar en el senado romano. Es fácil imaginárselo con una toga, disertando sobre los errores de los emperadores, o sobre la mejor forma de diseñar y construir un acueducto. Tiene ojos sinuosos, de extraña curvatura, de una negrura inquietante. Su nariz es prominente y fuerte, levemante arrugada como el cuerpo. Los cachetes ya los tiene demacrados, como si hubiese chupado mucho mate o coqueado en su juventud. Sus arrugas delinean un rostro que parece grabado en tinta negra por un maestro del dibujo. Sus orejas acompañan con voluminosas protuberancias, y su cabello negro y resistente como la lana de roca.

Duerme boca arriba, con ronquidos de luchador, llega a silbar y cantar entre sueños. Cuando lo ataca una pesadilla, puede alarmarse excesivamente y comenzar a golpear mesas y paredes. Esto le ocurre con cierta frecuencia, se ve inmerso en escenas de hambre o tortura, siendo humillado por policías y por sus jefes, asediado por gente perversa y pecadora. Todos lo incitan a suicidarse, a terminar con la farsa de un mundo donde nunca puede llegar a nada, a establecerse como Dios manda, formar una familia y lograr tener cierto reconocimiento en la vejez, como lo pudo hacer Hugo. Pero él no le tiene envidia al hermano, cada cual con lo suyo. En ocasiones, se pone muy contento por su soltería, y por las infinitas posibilidades que ésta le abre, aún a sus sesenta y pico, y con todas las desgracias, comunes y duraderas, que afronta a toda hora.

Por otra parte, la realidad y los hechos que le toca presenciar, las palabras de las personas con las que se cruza, no son tan espantosas como las que lo atormentan en la cama. Sí más absurdas e incoherentes. De modo que se dice «tengo que estar bien parado», mostrar flema y disposición a trabajar. Así voy a sobrevivir. Lo cierto es que desde hace años que está trabajando como sereno en una obra en construcción, por supuesto, en condiciones de informalidad y semi-esclavitud. Es que el capitalismo propicia prácticas esclavistas. Sobre todo cuando su aguda crisis puede ser percibida por enanos mentales. Pero a él no le importa, es lo que le permite llevarse al buche una buena comida y comprarse últimos modelos de celulares para enseñar a las mujeres que lo atraen. Sin embargo, a la hora de manejarlo y hacerlo funcional se topa con múltiples dificultades. Eso no importa, lo que cuenta es mostrar el chiche y esperar a que caiga en las redes, que pida una caricia o un cariñito.

La cuestión es que a Manuel le pagan menos que el sueldo mínimo, por estar haciendo changas y trabajos menores en una obra, y durmiendo en ella sobre un colchón viejo y meado por los perros. El colecciona objetos y herramientas, y ha logrado armar una covacha respetable, con heladera, estufa, aire acondicionado y una televisión, perfumando el colchón con abundante sahumerio de nardos. El jefe tiene en pésimas condiciones a una plantilla de cuarenta trabajadores de la construcción. La mayoría padece accidentes y abandona el puesto en cuanto le surge la menor oportunidad, por lo que se trata de una empresa con alta rotación laboral. Manuel vio pasar a muchos jóvenes, sin estudios ni oficio, que sacrificaron muchas cosas para trabajar allí, viendo cómo sus amigos lo pasaban mejor asaltando y estafando, o ingresando a obras que los contrataban bajo condiciones más humanas. El jornal de un albañil, ayudante de segunda, era el más bajo del municipio, y las condiciones de trabajo eran más que riesgosas, ya que al personal no se le proveía ni siquiera de arneses o sogas de emergencia para salvar sus vidas en caso de caer al vacío, lo que le sucedió dos veces a Manuel en una misma temporada. En una caída se quebró una rodilla y en otra se dislocó un hombro pero en la empresa aseguradora, prestadora de servicios médicos, no le dieron tratamiento alguno y sólo le prescribieron descanso, descontándole el dueño los días no trabajados y responsabilizándolo por su torpeza. Los derechos más elementales de Manuel eran violados de una manera asquerosa por su empleador.

-Con todo lo que me debés por casa y comida, te vas a morir aquí vigilando el edificio –le espetó el cruel empresario.

-Pero señor…

-Pero señor, nada. Encima me venís con reclamos. Andá arriba y ponete a laburar que hoy me faltaron cuatro obreros, son todos vagos ustedes.

Y Manuel, cojeando y moviendo su esqueleto dañado a duras penas, se dio vuelta y se sumó a un grupo de paraguayos que estaban hombreando bolsas. Sus piernas, al comienzo, flaqueaban y trastabillaban, dando por el suelo con una bolsa de arena o cemento. El hombro se le volvió a salir de lugar y se lo tuvo que recolocar solo, aguantando un dolor muy agudo. Así de jodida era su vida laboral. Los paraguayos sólo se comunicaban en su idioma y se reían a mansalva viéndolo sufrir. Sólo Daniel, un compañero fiel al que le había enseñado muchas cosas del oficio, pudo ayudarlo, acercándole un vaso de agua y masajeándole los hombros y las rodillas. Entretanto, el capataz los retaba y los tildaba de flojos y maricas. Eso era peor que soportar el dolor. Manuel ya estaba agotado de sus abusos, y se animaba a enfrentarlo:

-Pará, ¿no ves que estoy hecho mierda? No me dieron nada para recuperarme. Andá a gritarle a los novatos, mandate mudar.

Al capataz le dio bastante lástima verlo a Manuel en tan penosas condiciones. Los paraguayos insistían con sus cargadas y sus miradas jocosas, pero cuando uno de ellos se acercó recibió una dura reprimenda de Daniel, seguida por una catarata de insultos del capataz. Luego, llevaron al herido hasta su cama, avanzando a paso de tortuga. Una vez acomodada su cabeza en la almohada, Manuel les agradeció y pidió que lo dejaran dormir un rato. Apenas cerraron la puerta de su covacha, se sirvió un vaso de ginebra y encendió su tele. Se satisfizo con cualquier porquería, iba cambiando de un canal a otro sin ton ni son. Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, desde donde veía el deambular de la gente por el centro de San Miguel, y a la vez la labor de los obreros paraguayos. Cuando se dieron cuenta de que los estaba mirando, dos de ellos se acercaron a su casilla y le pidieron disculpas. En el fondo respetaban su veteranía y sus ganas de vivir.

-No era nuestro afán burlarnos, sabés que te queremos. Después venite y tomamos unos mates.

Manuel, que valoraba sobre todo las cuestiones afectivas en sus relaciones interpersonales, aceptó la invitación. Eran unos ocho hombres en ronda, vestidos con ropa deportiva, portando gorritas de pibes chorros, y Manuel, que llevaba puestas unas bermudas y una camiseta agujereada que hacía lucir su pecho peludo y cobrizo. Todos prestaban atención y oídos al veterano chileno.

-… y sí, yo me podría haber quedado a vivir allá, en El Calafate, si hasta me venían a ver ministros y funcionarios para que les hiciera o les arregle la casa. Todos ricachones que me pagaban rebien. Todos me veneraban, era un señor ahí. Si hasta fui al casino y jugué al poker con ellos. Eso sí, nadie me ganaba al pool… ¡Ah, qué bien que la pasé allí, fue el mejor momento de mi vida! Y ahora también, a cualquiera de ustedes los desafío por guita al pool, y ya van a ver cómo logro mantenerme con el sueldo de mierda que nos paga el judío.

La manera de referirse al jefe con tal epíteto le surgió espontáneamente y era ampliamente utilizada por sus colegas de diversas nacionalidades. No era algo casual o premeditado, la avaricia del tipo era la tìpica de los empresarios de su raza. De todos modos, Manuel esperaba una reacción a su reto, no podían ser tan pusilánimes los paraguayos. Fue Alcides, el más curtido en estos duelos, quien le respondió:

-Cuando quieras Manuel, si querés ahora mismo, nos vamos para el pool de Ramos Mejía. Y nos echamos unas partidas. Y no te vas a poner a llorar si te pelamos, ¿eh?

-¡Pobre de vos! –replicó Manuel, palmeando al obrero envalentonado.

Y así fue que se subieron a la camioneta vieja de Edigio Gómez –el único obrero que tenía vehículo-. Allí le preguntaron a Manuel cómo explicaba que, siendo tan feliz y exitoso en Calafate, decidió venir a Buenos Aires.

-No, no fue así la historia –respondió rápido Manuel. –De ahí yo crucé para Chile porque tenía que resolver unos asuntos familiares, la herencia de una casa, que al final me dejaron aparte y no me dieron ni un cuartucho. Se había muerto mi abuela y una de mis sobrinas se apoderó de la casa, que era enorme y daba para mucho, hoy me contaron que está abandonada, que vive mi sobrina sola y que se volvió loca… Pero ese es otro cantar. Yo me quedé igual a vivir en Santiago, en la casa de unos recolectores de basura que avivé para que pudieran sacar más dinero por sus bártulos. Yo era un excelente negociador para sacar el bronce, el hierro, las piedras y todo lo botánico a buen precio.

Los paraguayos se reían pero esta vez gozando del estilo narrativo de Manuel, que siempre lo colocaba como un protagonista hábil en cualquier actividad u oficio, ya fuera comercial o artesanal.

-Ahí tenía cuentas pendientes. Todavía estaba vivo Pinochet, su dictadura liquidó a un montón de hermanos y primos. Quería sumarme al Frente Patriótico Manuel Rodríguez pero descubrí que eran una banda de inoperantes. En la casa de los cartoneros, si bien reconocieron mi legado, comenzaron a haber problemas. Discutían mucho por cómo repartirse las ganancias nuevas que les daban mis técnicos y consejos de recolección y venta. Así que me tuve que ir, los carabineros me perseguían y me paraban por cualquier boludez. Me revisaban, veían que era inocente, que era un hombre bueno, y me soltaban sólo luego de propinarme una paliza fuerte, como las que me daba mi viejo… Pero me estoy yendo otra vez por las ramas, perdón, muchachos.

 

Vicisitudes del campeonato de Bola 8

 

La vocación por el umbandismo

En el lejano y paupérrimo barrio suburbano en que había recalado Manuel, luego de ser despedido por el judío sin recibir por ello indemnización alguna, faltaban cloacas y escaseaba el agua potable. A pesar de la miseria del patrón, al que le había iniciado un juicio (por el cual había recibido serias amenazas y golpizas) el más luchador de los Silva había logrado ahorrar con unas changuitas unos pesos para adquirir un terreno y comprarse una vivienda prefabricada, muy básica y austera. Le pudo colocar incluso el alambrado y él mismo hizo el pozo para acceder al agua. Era una casilla rústica pero acogedora. Por fin había armado su propio lugar, luego de varios fracasos de convivencia con mujeres que acabaron quitándole todas sus pertenencias. En tal momento de su vida se hallaba cuando decidió volcarse a la escritura. Por supuesto, nunca había entrado a la escuela secundaria y su estilo era muy rústico, además le costaba una barbaridad manejar la birome, que era algo delicado al lado de ladrillos y yeso. Igualmente, se expone, para que el público juzgue, lo poco que llegó a plasmar en un viejo cuaderno que había encontrado desecho en un contenedor de basura:

Esto es lo que hay que modificar para reventar la tierra, proponer políticas innovadoras en los bordes de la locura. Contrapoder de frente que refunfuña como un músculo sediento, ello metido en una pachorra divina acompañado de diosas adolescentes, que tienen un lenguaje frágil y quebradizo.

Conveniencia del tiempo horrible, departamentos alquilados a precios viles, que ni un estafador puede pagar. Los vientos cambian y el olvido es cada vez peor, los recuerdos estremecen y hacen zozobrar el corazón de perro que me donó Dios. Podredumbre intacta del cielo, cadáver sublime que habla y patina sobre el polvo, carrasperas convertidas en voces agonizantes expresan sentimientos nobles, aún cuando estén a punto de morir.

Cada cual a su juego, o que se esfuerce en su métier. País cretino si los hay, Francia. Manteca, mantecol para los pobres. Colocación de ventanas y flejes en lugares imposibles. Así se trabaja en la favela, con sueños muy difíciles de realizar. Y Brasil, con tanta miseria a cuestas, se prepara para ser campeón del mundo.

La ochava o la ojiva terminarán chocando contra un paredón. Uno se pierde en los laberintos de las ciudades viejas, eso refleja lo abismado que vive el hombre moderno, a pesar de los ansiolíticos que se clava.

Manuel se rascó la cabeza y dejó el cuaderno, su radio metálica estaba puesta en una estación paraguaya que no le decía nada, Egidio le había cambiado la Radio Nacional que solía escuchar. Había gastado la mitad de su jornal en una botella de cerveza pero la bebida no lo había logrado estimular. En verdad, estaba muy acongojado por el final de su proeza en Caín. Con tantos testigos de su hazaña, habían acabado echándolo como un perro, como un trapo inservible. Esto lo atormentaba en demasía. No podía encarar con fe y vehemencia su carrera de escritor. Le esquivó al bulto y salió al patio a ver el atardecer. En el barrio había escaso movimiento. Hacía un mes que se había mudado y ya conocía a todos sus vecinos. Predominaban las mujeres sin trabajo y con muchos hijos; sin embargo, no se dedicaban a la cocina y a las labores domésticas, sino que andaban todo el día correteando y haciendo comentarios malignos, procurándose cualquier beneficio material o espiritual. Había mujeres ya abuelas, cuarentonas todavía calientes, treinteañeras que aspiraban a conquistar tipos de clases más elevadas, pequeñas diosas que orillaban los veinte, y menores que eso aún, que levantaban el humor de Manuel y le hacían creer que la vida valía la pena si uno lograba un entrecruzamiento carnal con alguna de ellas. En cuanto a los hombres, eran puros y precarios como él, vivían duramente de changas y maniobras fraudulentas. En el terreno lindero vivía un peluquero emputecido, que tenía tres esposas, dos hijos discapacitados y una nenita con pinta diabólica. En aquel momento salió de su casa ataviado con una túnica colorida que le daba el aspecto de un profeta perdido en la antigüedad. El tipo lo saludó alegremente:

-Hola Manuel, ¿no querés ir a presenciar unos ritos?

Silva pensó que no tenía nada que perder, lo de la escritura había sido un absurdo, necesitaba distracción luego de lo que le había sucedido anoche. El vecino, llamado Carlos, insistió persuasivo:

-Disculpá, siempre te veo aquí, triste y solitario. Sos un buen hombre, Manuel. Muchos vecinos gozan de tu agua y tú la cedes sin pedir nada a cambio. Te has ganado el respeto de la comunidad.´

Esas palabras lo reconfortaron, aunque en el fondo de su alma había un detritus de escepticismo:

-¿Ritos de qué, para qué, amigo?

-Umbanda, tal vez la palabra te asuste un poco, pero le damos a la gente un montón de cosas, les resolvemos problemas de amor, trabajo, dinero, salud, y hasta pavadas como rencillas hogareñas. Hacemos bailes espectaculares, acuden mujeres hermosas, te va a encantar…

Manuel miró hacia la calle de tierra, por donde se aproximaba hacia ellos un hombre robusto, ataviado también como si fuera un arcángel pícaro.

-Mira, ahí viene José, el también se mostraba incrédulo al principio, hoy es uno de los miembros de nuestro terreiro más sobresalientes.

-¿De nuestro qué? –inquirió Manuel asombrado.

-Es el templo, donde realizamos las reuniones.

José saludó a Carlos con sumo respeto y preguntó a Manuel si se iba a sumar a la velada.

-En eso estábamos, no sé…

-Vamos, hombre… -lo acicateó José.

-Pero no estoy preparado, no tengo ropa, tengo que bañarme… -insistió Manuel en su negativa.

-Te esperamos –lo apremió Carlos.

-Bueno, espérenme acá afuera, ¿no tienen un pucho? –inquirió Manuel, tanteando la bondad de los umbandistas.

-Cómo no –dijo José, ofreciéndole de su paquete de Lucky.

Carlos se quedó conversando con José, principalmente sobre la educación de sus hijos. José era un colectivero muy humilde. Había padecido una enfermedad en el pie y se lo hubieran amputado de no mediar la intervención de Carlos, que le hizo una sanación espectacular. Desde entonces, acudió a todas las ceremonias, alucinado con la armonía que reinaba entre los «hermanos», las jornadas de caridad que organizaban para darle ropa y alimentos a los niños pobres del barrio. Pero sobre todo sentía que su alma se elevaba, su corazón se alegraba y comenzaba a zarandearse al ritmo de unos tambores tocados por unos jóvenes fascinantes.

Manuel tardó veinte minutos en prepararse. Sabía vagamente que en los ritos umbandas se hacían ofrendas valiosas, desde un chancho y gallinas a fuertes bebidas alcohólicas, flores silvestres, velas de todo tipo. Buscó algo en su casilla que pudiera sacrificar a los dioses umbandas para que cambiaran su suerte, o por lo menos le dieran inspiración para seducir a una mujer. Dudó ante el único vino que le quedaba, finalmente abrió un cajón y extrajo un cuchillo. Pensó que podía servirle para diversas eventualidades. Fue al baño y volvió a peinarse, gozando con lo renegrido que aún tenía el cabello a pesar de sus sesenta y cuatro años. Recordó a la moza de Caín y maldijo, escupiendo el espejo. Repentinamente se deslizó hasta la puerta y salió. José y Carlos cocoreaban animadamente. Giraron sus cabezas y le sonrieron como si se hallaran ante un santo, en auténtico estado de gracia.

-¡Qué buen mozo estás, Manuel! –le dijo Carlos, palmeándolo con ahínco.

Pronto empezaron a caminar hacia el terreiro, que sólo estaba a dos cuadras. Manuel había pasado por allí pero no le gustaba la casa, le daba mala espina porque parecía el rancho de un demente y tenía inscripciones extrañas en las paredes. Las puertas estaban torcidas y las ventanas mal encajadas, y tenía una decoración ostentosa, propia de un artista lunático. En el trayecto varios vecinos lo saludaron atentamente y se juntaron con otros creyentes que rodearon a Manuel, aconsejándole que estuviera tranquilo. Carlos hablaba con seguridad:

-Hoy vamos a invocar espíritus de seres queridos, ellos son nuestros mejores guías. Dime Manuel, ¿tienes algún muerto con el que te gustaría encontrarte?

-No, yo quiero a los vivos, a las vivas más bien –replicó Manuel, sin ocultar su interés sexual en la experiencia, el cual se había acrecentado con la presencia de dos «hermanas», madre e hija, que eran mulatas de siluetas prominentes.

-Te comunicarás con los vivos entonces, ya lo verás.

Inmediatamente Manuel lo abordó:

-¿Y hacen sacrificios, hoy van a hacer uno? Yo traje un cuchillo que lo puedo aportar a la causa.

Carlos se detuvo para abrazarlo y ordenó al grupo que siguiera enfilando hacia el templo. Ya habían llegado a la encrucijada donde se parapetaba la casa que tantas suspicacias le despertaba a Silva.

-Te bendigo, Manuel, muchas gracias –dijo Carlos recogiendo el cuchillo y guardándoselo en un bolsillo de su túnica.

-Hoy vamos a sacrificar a un mono que se enfermó, pobrecito, le vamos a dar la eutanasia…

Manuel se asombró, desconocía la presencia de un mono en el barrio. Por las dudas cambió el tema.

-Y por lo que decís, seguro creen en la reencarnación, o la pueden lograr…

-Por supuesto, Manuel, nosotros vamos evolucionando a través de muchas vidas materiales, y somos cada vez más hermanos… ¿Vos sabías que Vinicius de Moraes era umbandista?

-No, ni idea.

-Ven, vamos a recorrer el templo y te voy a introducir en los principios de nuestra religión.

Adentro ya había un grupo de diez personas, cantando o aplaudiendo alternativamente. De fondo se escuchaba una música brasileña suave y dulce. A Manuel comenzó a agradarle la aventura umbanda, era una ocasión única para cuestionar el mundo materialista y violento en el que vivía la mayoría de la gente. Veía en los creyentes cierta ingenuidad noble y sutil. Seguro que no eran fáciles de manipular. En la puerta del templo estaba apostada Catalina, mai y esposa de Carlos, bastante más joven y muy bonita. Tenía unas caderas amplias que le daban un porte imponente, estaba ataviada de gitana y lucía un escote que cautivó los ojos de Manuel. Ella lo abrazó y le dio una cálida bienvenida, ofreciéndole un «bloody mary» tibio. Silva imaginó que el líquido contenía una droga afrodisíaca. Carlos lo tomó del brazo y le enseñó el altar, describiéndoles los orixás y los médiums. En aquel ambiente sí había una sensualidad auténtica, distinta de la de Caín. En el templo se respiraba rebeldía y no se distinguían rastros de hipocresía. Todos los hermanos que le presentaban le parecían personas cariñosas, dispuestas al placer sin mordazas. Más que nada, veía que gozaban de libertad, y que podían resistir todos los embates y adversidades de la existencia.

Las hermanas mulatas sobresalían entre las mujeres blancas. Llevaban atuendos blancos y eran protagonistas de las danzas. Sus caderas se movían a una velocidad que Manuel no podía comprender. Todo el atractivo del umbandismo se condensaba en sus movimientos. Los tambores atacaban con un éxtasis descomunal. La madre meneaba el culo como poseída por el demonio. De hecho, un basquetbolista panameño con el miembro erecto bailoteaba a su alrededor. La hija era otro cantar, sus pechos eran magníficos y su gracia cautivante. José codeó al iniciado y lo incitó a sumarse al candombé. La cosa se estaba poniendo caliente mientras las velas ardían dulcemente, y Carlos entonaba unos aullidos espeluznantes. El brasileño era un idioma que enamoraba a Silva, para él no existía el portugués. Si le quería llamar brasileño a la lengua ningún académico estúpido se lo iba a impedir. En verdad los alaridos del pai pertenecían a un grito universal, a la expresión bestial de rebeldía de los sometidos y aplastados por el sistema capitalista. Eso mezclado con alegría y espiritualidad. José fue al desván del terreiro para traer a una gallina tuerta que habían enjaulado y debilitado, retaceándole agua y comida por cuarenta y ocho horas. Agarró fácilmente a la gallina por el pescuezo y se la alcanzó a Carlos, quien tomó el cuchillo donado a la causa por Manuel, degollándola con una habilidad extraña, logrando que la sangre salpique a gran parte de su séquito, incluido nuestro héroe. Al principio le dio un poco de repulsión, pero una vez que Selene –así se llamaba la Hermana-Hija (como él la había bautizado en su interior)- le cogió la mano y lo invitó a cogerla y enredarse en poses concupiscentes, se olvidó de su olor agrio. Comenzaba a percibir un principio de priapismo vigoroso. Cánticos, rezos, exclamaciones de alegría y dolor, vértigo sexual. Manuel estaba ingresando a la comunidad, quedando encantado con varios aspectos de la liturgia. Los miembros empezaron a desfilar delante de Carlos, que había guardado el cuchillo en un delicado relicario. Cada uno le revelaba algún problema o deseo personal para que el pai pudiera darle soluciones milagrosas, o por lo menos algún consuelo de un dios africano. Los tambores y la música se habían detenido, los restos de la gallina descuajeringada habían sido recogidos por José, que con eso, boñato y condimentos salvajes hacía suculentos pucheros. Manuel, en un acto reflejo de contrición, se agachó y le contó al pai sus últimas desgracias, ufanándose de su calidad de jugador de pool. También se jactó de ser un albañil diestro y tenaz. Su autoestima no estaba tan deteriorada como la de sus compañeros. Dejó para el final una petición que si se la concedía, no sólo se haría practicante de la religión brasileña, sino que estaba dispuesta a estudiar su mitología y convertirse –siguiendo un camino independiente y emprendedor- en un pai tan discreto como su «iniciador», siendo su deseo ser un sanador de cuerpos más que de almas. Así que le dijo:

-Querido Carlitos, hay una sola cosa en el mundo que hoy me hará olvidar todo este sufrimiento que te comenté, y es si me podés hacer un enganche con Selene, la Hermana-Hija. Tengo ganas de llevarla a la cama y hacerle mimos, ¿no hay una habitación para estos casos por allí atrás? Siempre me los imaginé bien dispuestos a los templos umbanda…

Carlos lo miró y le pellizcó ambas orejas, luego le contestó:

-Yo sabía que eras pillo… Un guacho en verdad.

El corazón de Manuel se aceleró, sintió un nudo en la garganta. El pai estaba haciendo una pausa grandilocuente. Retomó sus palabras con una ronquera celestial.

-Mirá Manuel, lo de la habitación te lo voy a deber, ahí hoy dormimos nosotros, pero el enganche no tengo problema en hacértelo, sólo me vas a tener que dar algo más que el cuchillo…

La insinuación sonó violenta pero Silva se hallaba a un paso de su objetivo, esta vez no se le escaparía como la mesera de Caín. Además, Selene estaba detrás de él en la fila, y posaba cariñosamente sus labios sobre la nuca del resistente albañil. Ignorando su petición, y con su pecho palpitante, aguardó a que ella se arrodillara frente al pai y le suplicara sus deseos en voz baja. Carlos la retenía más de lo que su estado emocional podía soportar. Ella sollozaba y cuchicheaba como una beata entregada a Francisco I. Los nervios comenzaban a atenazar los músculos de Manuel, hacía rato había dejado de ser un pibe y vacilaba en diferentes posiciones. De pronto apareció Catalina, con su blusa transparente exhibiendo unas tetas regordetas, y le ofreció un vaso de cachaza que se echó al garguero de un trago. El rebote del alcohol fue veloz en su cabeza, el templo comenzó a girar y Selene a danzar con el pai, Catalina lo agarró a Manuel y lo asfixió con un abrazo demoledor, invadiéndolo su perfume de rosas y mirra. Su miembro se había desentumecido y bailó sobre la panza de la mai. Ya no importaba la partenaire, estaba en medio de un frenesí de cuerpos desnudos meneándose, hurgándose, calentándose como si estuvieran en la antesala del infierno. De hecho el albañil sudaba a chorros y su ropa se había empapado. No supo cómo pero ésta vez fue una botella de cachaza la que llegó a su mano. La mai estaba totalmente entregada a su sexo, lo adoraba como si fuera una serpiente sabia. La eyaculación hizo temblar su cuerpo y ser conciente de que la joda se había acabado. El umbandismo tanía atractivos que jamás había imaginado. Manuel se alejó de la concurrencia ardiente y se dirigió al exterior, a la pequeña casilla que usaban de baño, cuyo hedor, y las moscas pequeñas que revoloteaban a su alrededor, le provocaron profundas arcadas. No podía creer que hubiese pasado del placer más sublime al recinto más degradante. Se puso de punta de pie para atisbar por la alta ventanilla del baño hacia el interior del templo, y divisó a Selene rodeada de cuatro negros que jugaban con su ropa interior. «¡Puta madre!» –pensó. «Puta hija, en realidad» –se corrigió. Pero la madre seguramente también estaría ensartada con alguien. Alzó de nuevo la cabeza y efectivamente la vio en los brazos del colectivero, quien la manejaba con cariño y destreza. Manuel defecó un reguero de vino, expulsado por la cachaza, mientras vomitaba carne de gallo. El olor resultaba insoportable, por lo que decidió salir corriendo a lavarse las manos en la pileta de la cocina, donde los fieles ya se habían calmado un poco y conversaban con Carlos y Catalina sobre el programa para la próxima reunión del templo. Cuando vio aparecer al nuevo «iniciado», demacrado y atónito, el pai se abalanzó y le pidió que reposara la cabeza sobre su pecho. Acariciándolo, rezó dos oraciones a Lemanjá que su séquito repitió con fruición. El albañil entrecerró los ojos y sonrío. Estaba siendo acogido en el reino de los dioses brasileños, y se sentía habilitado para obrar cualquier milagro en todos los planos de su vida.

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