El fantasma de Mazie
En Londres me evado por la encantadora arcada de Burlington,
ahí en la juventud encontré a una doncella llamada Mazie,
que no perdió tiempo en contarme que el Ritz puso un té de aderezo,
pero teniendo sólo tres pesos mi sonrisa fue vaga.
Yo dije: “Podría estar divertido tomar un bus a Hampton Court”
(su estilo, lo noté, era parco) pero asintió.
Nos subimos arriba y todo el camino le tomé la mano,
me sentía bastante alegre pero Mazie, lamento decirlo, parecía descontenta.
De hecho casi tuvimos una pelea.
Es verdad que llovía y ella estaba rígida,
y todo lo que hacía era estornudar y esnifar y estremecerse fríamente.
Entonces dije: “Mazie, ahí está el laberinto, jugemos en sus formas frondosas”
y comprando las entradas en la taquilla ingresé audazmente.
Allí, como es el juego, éramos bastantes,
corrimos y saltamos, crujimos y cruzamos
pero Mazie se enojó y se insolentó ingeniosamente.
Sólo quedábamos nosotros dos, gritamos pero nadie escuchó nuestro grito,
la lluvia caía: “Oh, vámonos” gritó Mazie amargamente.
“Ten calma” digo yo. “Estas loco” dice ella,
“me estoy empapando, quiero mi té, por favor llévame a casa” aulló con acento quejumbroso.
De nuevo intentamos por un lugar y otro
pero volvíamos adonde habíamos comenzado
y Mazie actuaba como un gato, una campeona escupiendo.
Pisoteó y retozó hasta que todo se puso triste,
luego buscó por sí misma encontrar la clave,
y cuando la ví la siguiente vez fue a través de una pantalla frondosa,
“Vamos” –me arrulló, “y júntate conmigo aquí,
me llevarás al Savoy, querido,
y el Heidsieck alegrará nuestros espíritus”.
Entendí lo que quería decir.
Y aún la busqué por todos lados, me apuré por aquí,
correteé por allá, tomé cada callejón, lo juro mientras conjeturaba:
luego, de repente ví una vez más, confrontándome, la puerta de salida
y la estaba cruzando antes de darme cuenta.
Y ahí espié un bus que pasaba.
Pienso: “Es bajo dejarla así, pero luego de todo su alboroto no puedo tolerarla”.
Así que me apuré para regresar a Londres
y vagué solo por media corona,
un bife y un pastel de riñones regados con sidra chispeante.
Pero desde que dejé a esa bella damisela
el pensamiento de que ella pudo haber perecido allí
de frío, hambre y desesperación casi me vuelve loco.
Entonces, extranjero, si invades la encantadora arcada de Burlington,
dime si ves una sombra, el fantasma de la más infeliz doncella, de nombre Mazie.
traducción: Hugo Müller