Una estrella en un bote de piedra

A Lincoln MacVeagh

Nunca me digas que ninguna estrella

de las que se deslizan por el cielo a la noche,

y caen suavemente, no fue recogida con piedras para construir una pared.

Un trabajador encontró una piedra fría y descolorida,

y asegurándose de que su peso sugería oro,

la lanzó de su demasiado cierta creencia

sin notar nada en ella que remarcar.

No estaba acostumbrado a manejar estrellas lanzadas

oscuras e inertes desde un arco interrumpido.

No reconoció en aquel carbón liso

la única cosa palpable además del alma

para penetrar el aire en que rodamos.
No vio cómo, cual una cosa voladora
olía a huevos de hormiga, y averiada una larga ala,

la otra no tan larga para volar en un anillo,
y la cola de un largo Pájaro del Paraíso

(aunque estos, cuando no suelen volar y arrastrarse,

se recuestan en sus cuerpos como un caracol):
ni sabe que pudo haber sido removida de su lugar—
el daño estaba hecho: de haber sido un disparo de estrella,

la verdadera naturaleza de la tierra estaba caliente.

Y quemándose hacia flores reclinadas en vez de grano,

flores abanicadas y no llegadas a arrancar por toda la lluvia

derramada sobre ellas por sus oradores rezando en vano.
La movió rudamente con una barra de hierro,

cargó un viejo bote de piedra con la estrella,

y, no como habrán de pensar, un auto volador,

de esos que hasta los poetas admitirán por fuerza

más prácticos que el caballo Pegaso

si pudiera retornar la estrella a su curso.
La arrastró a través del suelo arado
a un ritmo tenuemente reminiscente a la raza

de las rocas impulsadas al espacio interestelar.
Fue por una piedra para construir, y yo,

así guiado en un sueño, me voy por siempre

a enderezar el mal que esto pudo haber provocado.
Aún pregunto a qué otro lugar pudo haber ido también,

no lo sé, no puedo dejar de decir:

debió haberla dejado allí donde cayó.
De seguir paredes nunca levanté mi ojo,

excepto a la noche hacia lugares en el cielo

donde lluvias de meteoritos mapeados permiten volar.
Algunos pueden saber lo que buscan en la escuela y la iglesia,

y por qué lo buscan allí; para lo que yo busco

debo continuar midiendo los muros de piedra, pértiga sobre pértiga;

seguro de que todavía ninguna estrella de la muerte y el nacimiento,

no podrá ser comparada, quizás, en merecimiento

con tales balnearios de la vida como Marte y la Tierra
Y si no, digo, una estrella de la muerte y el pecado,

aún tiene polos, y sólo necesita una vuelta

para mostrar su naturaleza mundialmente y comenzar

a manejarla y mezclarla en mi palma callosa,

y escaparse en extrañas tangentes con mi brazo,
como hace el pescado con la línea en la primera alarma.
Así como está, promete el premio del mundo completo

en cualquier tamaño en que me guste abarcarla,

tonto o sabio.

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