X. El yonqui, la puta y yo
Lo conocí en una carretera. Su lema era «no aburrirse ni ser exagerado». Me gustó su sensibilidad, sus tibios ojos celestes de mirada atenta y sincera. Por suerte yo había aprendido inglés en la Universidad, comunicándome con especialistas de la Cirrosis norteamericana, y no tuve inconvenientes para entablar una charla con él. Si bien era muy rústica mi manera de hacerme entender, enseguida sintonizamos la misma frecuencia, pateamos para el mismo lado de la vida, vimos un mismo mundo donde las cosas son volátiles y blandas, donde todo acontece suavemente.
-¿Entramos?
-Okey.
El casi no hablaba español. Era un maestro australiano, filósofo y experto en la Cirrosis local. Por si esto fuera poco, había sido un conspicuo adicto a la heroína que buscaba recuperarse apelando a una rigurosa dieta de cocaína, marihuana, éxtasis y toda clase de alucinógenos americanos.
-Hace dos años que no me pico, es todo un logro y me siento bien.
-Sí, brother.
Pedimos una cerveza, y ese fue el comienzo de una relación cósmica, de un vínculo energético capaz de trascender las amistades artificiales que se establecen entre los hombres en la actualidad.
Al ritmo de música de changüí, la ambientación de la confitería donde nos hallábamos envolvía a sus parroquianos produciéndoles un estado de muda satisfacción.
-Nice.
-Yes, muy bonito este sitio.
-Cool, tranquilo.
-Exactamente.
-¿Qué es lo que está pasando en el mundo, toda esa mierda llena de momentos Kodak? –me preguntó mientras preparaba su pequeña pipa para una buena fumada.
-Yo no sé, hermano. Todos caen en «la vida loca», pero en el mal sentido, pierden su dimensión humana, se convierten en bestias dependientes de la inteligencia artificial y se atiborran de falsos sentimientos.
-Todos somos uno, y somos pocos los que nos damos cuenta de ello. Yo soy otro vos y vos sos otro yo. Es así, brother, todo va y vuelve.
A pesar de que su onda espiritualista me resultaba un tanto ridícula, podía notar que actuaba como un brujo real, y sus palabras eran santas para mí en aquel momento. Estaba atardeciendo, con una bonita luz lánguida y rosada. El australiano me invitó a compartir una torta con café. Decidimos ir juntos a La Paz, un lugar propicio para sellar nuestra amistad. Ahí había muchos productos autóctonos que estimularían nuestras Cirrosis, podíamos desarrollar con calma nuestro análisis y consumo de realidad.
Afuera se estaba asentando la noche, las luces tristes de los negocios habitados por provincianos ventajistas –seres cuya mezquindad quita el deseo de vivir-, titilaban pobremente. Comenzaban a delinearse en el fondo las sombras tétricas de una sierra arisca y seca, bajo unas nubes que la sobrevolaban amenazantes, como si quisieran descargar la furia del cielo y de los testigos estelares que contemplan alelados el espantoso devenir de los asuntos terrestres. De cualquier modo, la atmósfera de la confitería estaba agradable, la plática con Jadda fluía bien y se extendió con más cerveza hasta las nueve. De vez en cuando arribaba un micro y entraban viajeros cansados, despistados y abiertos a aventuras delirantes. Una puta se acercó a nuestra mesa y se sentó exhibiendo una fuerte sensualidad (buenas tetas, lindo culo, etc.).
-¿No me invitan a una cerveza?
-No hace falta que lo digas –dije yo.
Trató de chapucear un inglés que confundió al australiano, y pronto logró ponerlo de mal humor. En cambio, a mí no me molestaba su estilo. Era una peruana animosa y cazabobos, y la consideré una hermana de alma. Discutí con Jadda sobre lo que debíamos hacer. El tomó una moneda de un peso y la arrojó con el pulgar, dejando que cayera sobre la mesa y rodara hasta chocar con la botella de cerveza. El propuso que si me gustaba, que la llevara a un hotel y él me esperaba para retomar luego el camino juntos. Argumentó que en el tiempo que estuviera con ella él tenía bastante droga para tomar y distraerse por la oscuridad del pueblo.
-Estás loco, man. Ella me gusta, pero ya vamos a encontrar mujeres en La Paz.
-C’mon, man, she is nice, go and fuck her.
La puta peruana nos miraba divertida, ansiosa por saber qué ibamos a hacer con ella. Estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, que la humilláramos hasta el hartazgo con tal de sacarnos unos cuantos dólares. Si bien su rostro se hallaba un tanto ajado por años de ejercer el oficio, todavía conservaba unos labios tentadores, unos ojos alegres y soñadores, una naricita recta y pecosa… Contuve mis instintos sexuales y le expliqué a la puta, llamada Norma, que debíamos reanudar nuestro viaje. Ella insistió, afirmando que también iba para La Paz. Jadda se fastidió y fue a la caja a pagar.
-Está medio chiflado –le dije a la puta.
-Se nota, por eso me gusta, es simpático –contestó riéndose.
Ella era rápida de manos, y apoyó una anillada sobre mi muslo.
-Mirá –le dije-, yo soy profesor de Cirrosis, estoy en otra, investigo para el desarrollo de mi país, a mí la joda me resbala.
-No se me pueden escapar, son un par de tipos divinos –contestó Norma, moviendo su mano hacia mi entrepierna.
-No juguemos ahora. Ahí viene Jadda.
El australiano se paró junto a la mesa, dando pasos nerviosos.
-Si querés acompañarnos, está todo bien, pero no te comportes en forma pegajosa –le advertí.
A partir de ese momento me convertí en un intérprete que medió entre dos mundos antagónicos: el del yonqui australiano y el de la puta peruana, que diferían diametralmente. En la explanada donde estaban estacionados los micros Jadda hizo brillar su pipa y tragó varias caladas de marihuana en el romántico silencio de la noche. Norma no se mosqueó y probó la pipa, declarando después:
-Uau, ya estoy volada.
Pasamos una entretenida velada en un hotel modesto. Prendimos velas en la habitación y Jadda estableció una conexión mística con algunos brujos australianos. La peruana le lavó los pantalones y le limpió el culo a mi amigo, quien le ofreció generosamente un billete de cincuenta dólares.
-Me siento como en el cielo –dijo Norma.
-Allí se divierten y gozan tus antepasados, viendo la decadencia y la maldad de los hombres actuales –dije.
No podía ser fiel en mis traducciones. Así como gran parte de la desconfianza que contenían las palabras del australiano la eliminaba antes de españolizarlas, también mitigaba las ironías y los sarcasmos que empleaba la peruana para dirigirse a Jadda, en un tono de burla dura que al yonqui le caía gracioso. Por encima de eso, ellos crearon su propio idioma de miradas y onomatopeyas extrañas que no alcanzaba a comprender, y muchas veces se entrelazaban en diálogos que me dejaban aparte. Sus cuerpos se fundían en uno y tenía que mirar para otro lado.
Salí de la habitación y me fui a la recepción del hotel a ver algún partido de fútbol y charlar con el encargado. Cuando regresé, tres horas después, la puta me abordó con bronca:
-No pasó nada, se puso a tomar cocaína y danzar. Se agitó un montón y empezó a aullar en su lengua. Después se puso a meditar con las piernas cruzadas…, ahí lo tenés.
Efectivamente, Jadda meditaba, serenas sus facciones, tarareando una melodía rockera.
Jadda era un ser puro y desgarbado, tambaleante en su andar. Cuando lo acechaba una adversidad la sorteaba fácilmente lanzando sus monedas, apelando al juicio del destino, orando en su inglés cantante plegarias que no alcanzaba a entender. Emergía reanimado de aquellas situaciones. Poco a poco, Norma dejó de fastidiarlo, la tomaba por una mujer primitiva que sólo se movía por mera energía sexual. Yo no traduje más sus palabras. Llegamos a burlarnos de Norma, de su vacío mental, impenetrable a nuestra Cirrosis.
-Nunca conocí tipos tan locos como ustedes –me dijo la puta mientras aspiraba una línea de cocaína en cristal.
-Y eso que por tu trabajo te habrás juntado con tipos pesados y zarpados.
-Me encanta como hablás.
Yo no me quería enamorar, pero la peruana me calentaba y era ardiente en la cama. El viaje hasta La Paz fue bonito, lleno de comidas picantes, polvo y olor a orina: ambiente ideal para hacer mis investigaciones como docente de Cirrosis. Jamás olvidaba que soy un simple investigador, un hombre humilde que anda buscando porciones de verdad, certezas que lo sosieguen y técnicas para conectarse profundamente con los animales humanos.
Ya en la ciudad, nos instalamos en un hotel alejado del Centro, fuera del radio turístico. Sólo había mercachifles, rateros y colegas avezados en Cirrosis boliviana. Allí lo pasamos bárbaro, sintiéndonos cómodos y dedicándose cada cual a sus asuntos específicos. Jadda a sus rituales y drogas, Norma a algún que otro cliente que encontraba en el Centro, atrayéndolo con su cuerpo redondeado. Al contemplarla, siempre deseaba morder una rebanada de su trasero o lamerle una teta. Por mi parte, podía escribir, beber y relacionarme con los paceños, descansar cuando se me antojase, acompañar a uno u otro en sus actividades y andanzas.
El tiempo corría liviano y nadie me apuraba para presentar informes. Jadda tenía una tía millonaria que le enviaba dinero, y su bondad lo impulsaba a compartirlo con la peruana y conmigo. Entonces desayunábamos como bestias, nos drogábamos mucho y, si nos apetecía, íbamos a las mejores discotecas y bares, modernos y bizarros. Así transcurrieron dos meses. Participamos de concentraciones de la oposición, movilizaciones de campesinos, cocaleros y mineros, que gritaban y cantaban su rabia y explotación, sobre los sufrimientos soportados y la necesidad de luchar contra el imperialismo.
Se abren horizontes negros. El planeta exige confrontaciones y exterminios que alivien el peso de los hombres, que horadan y destruyen guiados por el progreso de una civilización estúpida y egoísta. En Bolivia, antes de la llegada de Evo Morales al poder, se peleaban los policías con los militares, en las cárceles estallaban rebeliones y todos los días se descubrían casos de corrupción que involucraban a las máximas autoridades del país. Sin embargo, en el entorno en que estábamos sumidos, en aquel barrio del Alto habitado por albañiles y plomeros de raigambre aymará, no se notaba la convulsión que agitaba al país. Según disparaban la radio y la televisión, había una incursión de guerrilleros colombianos en la zona del Chapare. Los líderes de las rebeliones, como Evo, eran burlados y rebajados por intelectuales orgánicos y retrasados mentales. Yo acudía a todas las marchas que se promocionaban para defender a los cultivadores de coca y a los campesinos en general. Varias veces, Jadda y Norma venían y se sumaban con entusiasmo a los reclamos y protestas, haciéndolo de manera respetuosa y ordenada, como lo demanda la raza indígena que predomina en la población total del país. Tanto el australiano como la peruana demostraron defender posturas de izquierda. Los manifestantes no daban ni un paso atrás en su afán por conseguir algo de justicia, un poco de libertad. Me emocionaban los lazos humanos que se establecían allí, donde convergían viejos mascadores de coca, maestros socialistas y jubilados timados por el gobierno. Pude entreverarme en charlas de estudiantes hermosas y les enseñé las nociones básicas de mi materia. Compramos varias botellas de San Pedro, hojas de coca y bicarbonato de sodio. Jadda aportó ‘coquina’ de pureza excepcional. Unos profesores de la Universidad de Cochabamba propusieron fundar una Universidad de Desocupación en su ciudad.
-Tenemos un montón de terreno y edificios aptos para la enseñanza de su disciplina –me reconoció uno de ellos.
Mis recuerdos son vaporosos ahora. Por supuesto, la Policía reprime con gases espantando a los caballos sobre la gente que pretende iniciar su emancipación, plasmar sus sueños en la tierra que los vio nacer. Tienen que huir y refugiarse en fondas donde se curan las heridas y recuperan una respiración normal. Toman coca luego para despabilarse. El tiempo renace en su interior, se levantan y van al baño a mear. Allí se purifican y limpian sus conciencias. Vuelven a salir a las plazas, a bailar y andar por las calles. Ellos son los verdaderos dueños de la tierra, y no los yanquis que vienen a echar a los colombianos y a negociar sus tajadas de plata y cocaína. Se los ve en el Centro de La Paz, se ufanan escupiendo su acento y su verborrea que huele a papas fritas y aceite podrido, son fáciles de distinguir.
Al formar parte de este trío, ingresé a una larga y dulce pesadilla. Les tengo mucho cariño, ellos me alejaron del sufrimiento y la queja. Me reencontré con una sencillez primitiva y pura que no gozaba desde la infancia. Nos elevábamos como astronautas hacia las estrellas. Lentamente, nuestro viaje se transformó en una sucesión de intensas experiencias místicas. Jadda consiguió conectarse con un maestro aymará que vive en la Isla del Sol. La puta cambió su carácter en pocos días, ya no le importaba tanto el sexo. Le encantaba orar y remedar los gestos que hacía el australiano durante sus ceremonias de captación de energía, en sus saludos al sol, al lago Titicaca iluminado, a los sonrientes y gentiles campesinos de la isla.
En la Isla de la Luna fuimos una noche a tomar San Pedro con el maestro aymará. El vivía en una cabaña rodeada por árboles y plantas gigantescas. Su esposa era una bella anciana, y la ayudaban en las labores domésticas cuatro hijas primorosas. Sus dos hijos ya eran aprendices que se comunicaban con los espíritus del lago, del cielo y de la tierra. Además, trabajaban cargando agua y heno, en armonía con burros y críos tiernos, en un apacible y salutífero devenir. Así era su familia, y nuestra presencia no alteró sus costumbres. Las hijas nos atendieron quedando seducidas con la simpatía de Jadda. Norma se esforzaba en vano por pedirles cómidas y bebidas especiales.
-Denles lo que hay –dijo el brujo con sequedad.
Los hijos del brujo me interrogaron en forma extensa y agotadora. Querían aprender los principios de la Cirrosis de un saque, compartían una inteligencia audaz y aguda. Ellos me entretuvieron con sagaces comentarios sobre el ecosistema de la Isla, sus descripciones de los diferentes rostros de la luna, las alucinaciones que alcanzaban cuando navegaban al amanecer.
Jadda hace contorsiones frente a las doncellas aymara, las ruboriza con su donaire desmañado. Todas quieren averiguar su historia, le piden que rastree en su mente a las mujeres que ha amado, y que se olvide de ellas, que las deseche entre sus sueños enterrados, debidamente sepultados en el corazón y en el alma. Todo aquello sucedió en escasos minutos. Lo que nos importaba era la ingesta de San Pedro, y estábamos preocupados por el tema. Debíamos concentrarnos y limpiar nuestros cuerpos de todo nerviosismo e histeria ciudadana, algo así como el lavado de cerebro que debe uno realizar antes de acceder al Laboratorio de la Locura.
Norma se había inquietado al punto de pararse y salir a caminar con la anciana, a apreciar las gaviotas planeando sobre el fuego sagrado. Está la indiada celebrando la llegada del solsticio. Tocan tambores y trompetas que interpretan baladas alegres. En sus miradas se atisban retazos de vida dichosa y plena, de trabajos y faenas hechos con coraje y aplomo. Rezan y cantan. Cuando se detienen para beber chicha, el eco de sus voces perdura bastante tiempo en el aire de la Isla.
El brujo les indica a sus hijas que ya es la hora de «irse a danzar afuera«. Jadda queda libre, se ríe y bebe su masato. Se aproxima a la puerta con los movimientos de un ser mareado, pero tiene un completo dominio de sus miembros y llega sereno al hall de la cabaña, donde lo esperamos el brujo y yo.
-Vamos, es el momento propicio –dijo el brujo.
Apenas salimos, divisamos las figuras de las bailarinas alrededor del fuego, aplaudiendo o dando saltos acrobáticos. Todo el pueblo estaba reunido allí.
-Les gusta chupar hasta la madrugada, subirse a un bote e irse a reposar para el lado del Perú –dijo el brujo.
-¿La Isla queda vacía? –le pregunté.
-No, están los peruanos del lado sur, son pachurrientos y no molestan.
El brujo entendía inglés, así que se trenzó con Jadda en una discusión por el precio de la velada, absteniéndome de intervenir.
-Con un brujo peruano aprendí que la mejor fórmula es el silencio. Apartémosnos por aquí –nos guió el brujo, señalando un oscuro sendero cuya vegetación despedía una humedad celestial, una fragancia divina.
Jadda portaba una vela, el brujo un farol y yo una linterna. Nos cruzamos con un campesino que nos dio un papel impreso. Lo guardé en la campera sin leerlo. En el trayecto se me cayó y lo levanté. Decía: «El mejor podólogo del mundo: Uñeros – Uñas encarnadas – Sudor excesivo – Uñas gruesas y deformes – Ojo de Pollo – Juanetes – Pie de Atleta – Callos – Hongos – Dedos en martillo – Etc. – Masajes con equipo esterilizado – Teléfono: 4140-9984.»
Pronto empezamos a ver el universo entero, adquiriendo la conciencia de una inmensa y dulce soledad. Se necesitaba eso para comunicarse con los dioses: una dosis de conexión con uno mismo, tal cual lo plantearía un San Agustín moderno. Caminamos por un bosque de verdores alucinantes, se balanceaban los monos de una liana a otra, saludándonos de manera macanuda, las serpientes nos esquivaban sin inquietarnos, millones de hormigas trabajaban a nuestro alrededor. Hacía un calor terrible pero en aquellos instantes no lo percibíamos, ya estábamos adentro de una ensoñación. No dialogábamos, los ruidos de la selva eran fuertes, el eco de los tambores repercutía en nuestros pechos. El brujo, que iba adelante, se detuvo, giró e hizo un ademán para que nos sentemos. Jadda pronunció una oración en inglés de agradecimiento a Bolivia. Yo me puse a cantar mientras el brujo preparaba la poderosa droga amasándola entre sus manos, bendiciendo también a la Pachamama.
La tomamos los tres a la vez, tragándola con agua mineral. Al rato, el brujo se quedó dormido. Jadda comenzó a sentir frío y me propuso dar una caminata.
-¿Y dejamos al viejo así? –le pregunté.
-Sí, vamos.
El mandaba, tenía el dinero y la locura más pura.
-¡Qué bueno es esto! –dijo, andando como si estuviera a punto de perder el equilibrio, desplegando los brazos hacia los costados, simulando que volaba por arriba de los árboles, hacia las estrellas.
Se oía una música aborigen y marcial que nos condujo a la hoguera donde celebraba el pueblo. Sin que los isleños notasen su estado de embriaguez y delirio, nos entrelazamos en danzas con hermosas doncellas locales, entre las que se encontraba nuestra puta querida.
-¿Dónde estaban? –preguntó Norma con cierta inocencia plasmada en el rostro y candor en la voz.
Jadda le contestó con una mímica chaplinesca que la enterneció y se abrazaron durante más de cinco minutos. Yo me alejé de la reunión con una botella de San Pedro líquido en la mano. Jamás podría olvidarme de mi Cirrosis del alma, de la amada ciencia que me estaba descubriendo miles de cosas y hechos portentosos.