V.
Como ciudad de estructurada hermosura, Sucre ofrecía al joven Fausto una cantidad de oportunidades para trepar al cielo y abrevar de las musas que reinaban en los paisajes majestuosos de los contornos. Allí obtuvo su título de abogado, lamentable oficio que no le impidió zambullirse en las luchas universitarias y obreras, cultivando una pasión marxista. Alquilaba una habitación que compartía con dos colegas de Copacabana y uno de Puno, todos aficionados a la música. Las veladas eran animadas en aquel cuartucho cerrado, los jóvenes indios se ilusionaban con lograr una sociedad mejor. Conversaban tomando chicha y tocando sus tambores y sus guitarras, manteniendo despierta a la vecindad, que a las tres de la mañana intentaba dormir, desvelada por el hambre y la miseria. Igualmente, intentaban conservar limpio el lugar y para ello le pagaban a la matrona 20 pesos bolivianos por mes. Les lavaba la ropa y les cocinaba además, sirviéndoles sopas calientes y mucho maíz. Los muchachos debatían sobre las inmediatas consecuencias de la Primera Gran Guerra, de la amenaza del conflicto en el Chaco, que no valía la pena combatir en un ejército lleno de ladrones y burócratas. Aquella noche se habían puesto serios y sus proyectos eran de alto vuelo.
-Llegó la hora de amotinarnos, hermanos –dijo Antonio, el aymará más avezado del grupo.
-No es cuestión de precipitarse. La policía ya hizo desaparecer a dos de los nuestros –alertó Valentín, el puneño y más novato.
-A mi me parece que si nos juntamos con los mineros y los cocaleros podemos vencer –conjeturó David, de la comunidad yuracaré.
Fausto apoyó su guitarra contra la pared, y como líder natural del grupo, comenzó a revelar su parecer:
-Oigan, hoy me aceptaron como profesor de filosofía en el Colegio Nacional Junín y el Partido Republicano me ha encomendado la dirección de «El Tribuno», desde allí arengaré al pueblo: en la Secretaría de Cultura de la Federación Obrera me consideran el mejor orador marxista. Estoy preparando un discurso para el primero de mayo que levantará definitivamente a todas las comunidades.
El aplomo y la seguridad de Fausto para plantear sus ideas y propuestas convencían de inmediato a sus camaradas. Se había infiltrado en cenáculos y ateneos que reivindicaban los intereses y demandas de los trabajadores a nivel mundial. El grado de agitación y convulsión que alcanzaban las asambleas donde pregonaba le valieron el apodo de «hacedor de huelgas y rebeliones». Después del discurso, la policía invadió el recinto y lo llevaron a la cárcel. David, Valentín y Antonio tomaron su lugar y, con antorchas, picas y lanzas marcharon a la comisaría para reclamar por su libertad.
El comisario estaba revisando unos papeles, fumando un cigarro, cuando su ayudante tocó la puerta y le avisó que tenían al indio subversivo atado en una silla y con los ojos vendados. Aplastó el cigarro contra el cenicero de sal y lanzó un gargajo a su escupidera favorita. Cogió su puñal del armario y se lo calzó en el cinturón. Avanzando como un mandamás, al llegar a la silla donde yacía Fausto la pateó y le espetó:
-Ahora, indio cobarde, vas a saber lo que es bueno. -¿Cómo te llamas, cretino?
Fausto no respondió. El comisario aferró su puñal con disimulo, agarró el pelo del prisionero y apoyó el puñal en la garganta.
-Saca la lengua, ¡indio imbécil!
Como un acto reflejo, Fausto obedeció y en menos de un segundo el comisario le rebanó un cacho de carne palpitante. Esa fue la primera instancia de una serie de vejámenes y torturas. Lo encerraron en un estrecho calabozo sin luz, dándole un vaso de agua sucia y dos panes duros por día. Lo tuvieron moribundo durante dos semanas. Los estudiantes y los obreros comenzaron a alzarse y a vociferar que les devuelvan a su líder. El comisario, sabedor de las dotes intelectuales y lingüísticas de Fausto, se acercó a su celda con el revólver desenfundado y un sobre que le extendió al prisionero para que lo leyera.
-Es tu carta de salida.
Fausto no estaba en condiciones para concentrase y arrojó el papel al suelo hediondo de la celda. El comisarió lo agarró del pelo y empezó a abofetearlo.
-Vas a firmarla, quieras o no –le escupió el jefe policial
Fausto ya estaba exhausto, necesitaba atención médica urgente.
El subcomisarío lo tomó del brazo, lo obligó a empuñar la pluma y acompañó sus trazos para que Reinaga no intentara otra treta.
-Agradecé que te dejamos vivo, indio ladino, espero que hayas aprendido la lección –dijo el comisario recogiendo la carta.
Allí Fausto escribía cosas horrendas de sí mismo y se mostraba dispuesto a quitarse la vida. Antes de ponerlo en libertad, el comisario lo amenazó:
-La próxima vez no saldrás vivo.