Los Deformes – Capítulo 4

Gustavo, con unos discos compactos bajo el brazo, descendía la escalera con su estimulador aún encendido.

-A mi té no le pongas azúcar -le advirtió a Florencia, que estaba a punto de echarle un torrente de edulcorante al suyo.

-Este Power Point lo diseñé yo. Ahí encontrarás el esquema de nuestra organización, los objetivos de nuestros inversores, los antecedentes de nuestro equipo de médicos, y el balance de nuestra obra: los pacientes que recuperamos de la muerte y la desesperación, las actividades artísticas y físicas que inventamos para que superen sus deformidades y …observálo, los datos pueden llegar a interesarte. Y aquí te doy estos otros impresos un poco más incompletos.

La señorita Inés guardó en su cartera el montón de folletos que le dio Gustavo. Mientras Florencia le alcanzaba el té frío él desconectaba su aparatito.

-Ahora estoy en el estado Beta, una instancia menos vertiginosa, en cuyos límites temporales y espaciales es posible percibir facetas desdibujadas del estado Alfa. El pensamiento es más lento pero tiene una exactitud desmesurada. Las verdades aparecen elementales, los principios de la naturaleza se acercan e invaden las mentes, los cuerpos se relajan y la sangre fluye mansamente por las venas. En el paso Gamma, luego de que transcurra un minuto, todas estas características, al descender a 0 el voltaje de los electrodos, sufren un tremendo impacto. La electricidad ya se ha disuelto, pero comienzan a actuar las células recargadas. Las ideas se desvanecen y las certezas se convierten en confusiones. La visión se embarulla y los oídos se embotan. ¡Ya mismo! Conviene cerrar los ojos y aplastárselos con las yemas de los dedos. No durará más que veinte segundos. Ya está. Ahora ustedes están reapareciendo. Florencia, ¿no deseás ir al supermercado con don Alberto y doña Juana? Ví desde mi oficina que él está aprontando la camioneta.

Con prontitud se retiró la secretaria de Gustavo.

-Le gusta un cajero, bastante hábil para abrir cajas fuertes, que una vez la piropeó. A pesar de sus quemaduras, conserva una imagen femenina atractiva. Es una mujer muy fuerte. Muchas en su lugar preferirían suicidarse.

Gustavo sorbió todo el té con avidez y después se frotó los ojos con los nudillos de sus manos. Inés apagó el grabador y cató un sacramento. El guardó el estimulador en su bolsillo. Después se paró y estiró su cuerpo, arqueando la columna y extendiendo sus miembros.

-Vamos, recorreremos las instalaciones y te iré presentando a los internos de nuestra comunidad.

Ella terminó de limpiarse los dientes con su lengua, tomó su cámara fotográfica, y lo acompañó hacia la puerta.

-Contame algo de vos. ¿Hace mucho que sos periodista? Sos muy discreta para la profesión… -le dijo Gustavo.

Ella sonrió, y luego de caminar diez pasos a su lado le contestó:

-Es cierto. Me gusta que mis reportajes se parezcan a monólogos, a relatos entrelazados que muestren cuáles son las tristezas y las alegrías de los protagonistas. Las preguntas que hago siempre surgen instantáneamente.

Ya se hallaban en el camino de piedras salpicado por los chorros de las regaderas, que giraban frenéticos mojando los árboles y refrescando la tierra de un pequeño huerto plantado con zanahorias y papas, contiguo al tinglado donde funcionaba la carpintería. Un helicóptero surcó el cielo con su motor rugiente, sobrevolando el instituto a baja altura.

Escucharon los bocinazos de despedida de don Alberto. Gustavo alzó su mano y los saludó. Florencia, sentada sobre la rueda de repuesto en la parte trasera, con los cabellos ocultándole el rostro, respondió levantando una muleta.

Hicieron un rodeo para esquivar el pasto embarrado. Caminaron junto a un panal de laboriosas avejas que ni les zumbaron. Redujeron la marcha al acercarse al círculo femenino. Mariana declamaba consideraciones cromáticas.

-«El blanco y el negro no son colores, ya que conforman las rectas del eje sobre el cual rotan todos los objetos del universo, cuyos colores, tanto la gama de los pálidos como la de brillantes, son tributarios de la tonalidad determinada por aquellos. Todos los colores tienen un aspecto negro y otro blanco, hasta los que aparecen más frecuentemente en el territorio donde vivimos. (Por suerte aquí no predomina el gris, la amalgama de los dos «dominios del cosmos», el blanco níveo y el negro ebanáceo, que gobierna nuestra ciudad, y contamos con más verde y más azul). Por esa causa, la determinación occidental clásica de colores primarios es una necedad. Dios moldeó el mundo utilizando dos pomos de tempera, uno era blanco y el otro negro. Escupiendo sobre su paleta para mezclarlos, y con un dedo titubeante, diseñó el mundo, todo aquello que nuestros ojos alcanzan a ver…»

La bella enana frenó sus parabólicos argumentos. Gustavo avanzó hacia ella y le palmeó la cabeza cariñosamente.

-Interesante, muy interesante -caviló en voz alta. -Tu siempre contemplarás las cosas con una perspectiva muy cercana a la tierra, donde están las raíces y los desperdicios de la vida, donde confluyen todos los meteoritos que caen de nuestros sistema solar y de otras galaxias, todo aquello que puede relacionarse con Dios, o con alguna otra energía superior. Y si los colores que tú más distingues son el blanco y el negro, entonces la parábola es perfecta.

Las más pequeñas de las niñas lo miraron embobadas. Las más grandes lo rodearon y lo acecharon con besos.

-«Hola Gustavo».

-«¿Cómo le va doctor?»

-«¡Mirá lo que dibujé!»

-«¿Cuándo vamos a usar las granadas de don Alberto?»

Tales eran las distintas frases con las cuales lo abordaban. Gustavo las retó con un vano gesto de su dedo, a la vez torpe y dictatorial. Luego giró súbitamente su cabeza y dirigiéndose a Cecilia, que estaba leyendo a hurtadillas un pequeño tratado filosófico, inquirió:

-Decime, ¿ya les han administrado los sedantes a las niñas?

La celadora, estirando su cuello y con la mirada extraviada tras sus anteojos con marco de ámbar, engolosinada con sus caramelos de propóleo, afectada por su jaqueca matinal y con un pincel en la mano además de su libro, le contestó:

-Sí.

-Manténganse por el momento atentas a las enseñanzas de Mariana y luego, en la intimidad de nuestra asamblea, podrán plantear todas sus inquietudes. Ahora, saluden a la señorita Inés.

Las chicas no necesitaban sonreír a propósito. El teleobjetivo de la joven periodista les resultaba un aparato absolutamente innecesario. Inés las enfocó durante varios segundos, seducida por la calma que habían imprimido en sus movimientos las palabras de Gustavo, acompañadas por la dichosa serenidad de los paisajes pictóricos que les estaba enseñado la enana, unos pocos de Gauguin con otros tantos de Van Gogh.

-Ella viene a visitarnos porque va a publicar un artículo sobre nuestras actividades y desea conocerlas personalmente.

Inés soltó su cámara y se la prestó a Silvia. Confiaba en la calidad de las fotos azarosas que pudiera sacar la ciega. Mariana la introdujo a cada una de sus alumnas, que volvieron a formar un círculo. Inés se detenía a preguntarles el nombre y a intercambiar sugerencias sobre sus dibujos. Le asombró cómo las deformes afrontaban las formas y los contornos. Torcían los árboles más de lo aconsejable, manchaban las nubes con alguna letra suelta o rodeaban las cabañas de enredaderas inexistentes. Algunas le preguntaban por qué no se lavaba sus dientes amarillos y otras qué dibujo le había parecido el mejor. Gustavo se había apartado a platicar con Cecilia. El le agarraba las manos y a menudo las alzaba para besarlas. Ella le hablaba velozmente y se balanceaba hacia atrás. Sostenida por las manos gruesas y peludas de él, se hamacaba como una bailarina.

-¿Te das cuenta de que ya no me duele la cabeza? Vos también tenés que moverte.

Ella le ofreció un caramelo que él rechazó. Entretanto, continuaba ensayando pases de baile y entre risas contenidas, se acomodaba los anteojos. Ante la sonrisa circunstancial de él, ella decía en tono burlón:

-Así no tiene gracia. A las chicas las tenés dominadas y ya no te esforzás por hacer ningún ejercicio a su lado. Estás casi todo el día encerrado redactando tus investigaciones medicinales. Por favor, ahora que nadie está mirando, dejate llevar -intentaba Cecilia invitarlo a copiar sus meneos de cadera.

-No es un juego esto, amor mío. Debo estar informado acerca de las tecnologías más avanzadas. Tenemos mucha competencia y nuestras arcas no están rebosantes. No puedo mostrarme como un filántropo ignorante, veleidoso y afeminado; más bien debo parecerme a un científico pragmático.

-De acuerdo, pero después no te quejes de que estás cansado, o de la contracción de tus músculos. Ya ni siquiera te das tu chapuzón nocturno.

Paralelamente a ese diálogo, Mariana seguía con atención la opinión que le estaba dando Inés a Nora.

-Estas líneas de cielo y estos rayos de sol los veo muy rígidos, socavados, como si quisieras remarcar más la luz que las sombras.

Nora, rascándose la nariz con su muñón y moviendo la cabeza con cierto escepticismo, le respondió:

-Para dibujar las estaciones de subterráneo que visitamos la clase anterior, este tipo de contraste me resultó muy útil. El puesto de panchos, con esta misma mezcla de amarillo que se ve en esta parte del sol, despedía un resplandor sobrenatural. A la profesora le gustó tanto que decidí regalárselo. Aunque en este caso, tiene razón usted. Exageré un poco las tonalidades más claras.

La mejor representación del bosque era la de Silvia, la alumna más rápida del curso. Su ceguera, habiendo pasado un año de su comienzo, no le había provocado el olvido de aquel plácido pueblito, rodeado de sauces y cipreses, donde fue criada por su abuelo. Si bien no tenía semejanza alguna con el modelo que había traído Mariana, sus ramajes entrelazados y coloridos, el perfecto planeo de los pájaros y los rasgos acabados de las víboras entre las manos anchas y artesanales del viejo eran exquisitos, y a Mariana y a Inés no les quedó otra opción que admirar su estilo.

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