Los Deformes – Capítulo 23

Los internos se estaban entreteniendo locamente, alentando y apostando por uno y otro nadador, destacándose entre los hombres el equipo de los escleróticos y acaparando las parapléjicas recuperadas las victorias femeninas. Martín y Nora rescataban a los asfixiados y los secaban al sol, instruyéndoles a los alumnos nociones de respiración boca a boca. Nicolás vio a todos aquellos compañeros en los diez segundos que le demandó rotar los lentes de su catalejos. Estornudó tres veces seguidas y se desabrochó la camisa. El ambiente mugriento del sótano lo sofocaba, y lo distraían los zumbidos de las moscas que cruzaban los geométricos dibujos de las arañas. Hurtándole el rostro a su propia acción, agitó sus manos sobre las blandas y arrolladoras telas que se adherían a sus brazos atenazándolos con delicadeza. Briznas carroñosas lo envolvían por doquier. Un viento húmedo las sacudía y las incitaba a bailar en su piel. Tardó un gran rato en desprenderse de las pegajosas fibras que habían invadido su cuerpo y sus ropas, interceptando incluso el alcance de sus audífonos. Debió frotarse ardidamente la espalda y otras partes con las tapas de los libros disponibles. Los recrementos de los insectos se esparcieron sobre todo el colchón agujereado. Las herrumbres de los trastos se cernían y flotaban en el aire espeso. Nicolás se rascó los ojos, persiguió a un par de mosquitos y buscó un emplazamiento acorde a las virtudes de su vetusta arma. Cuando estaba volviendo a apuntar hacia la clase de natación, oyó entre varias interferencias las claras risotadas de los mancos. Sus reflejos se interesaron en la intempestiva sonoridad de sus gargantas. Cerca de ellos estaría rondando Pimienta, babeándose con alguna botella en mano. Realzó los prismáticos, ansioso por confirmar su hipótesis. En su torso pringado se asomaban ronchas redondas y coloradas; sin embargo, ahora respiraba con menores dificultades. Y resopló ensoberbecido al divisar al bolsista despatarrado festejando alguna bravuconada de los psicopáticos más pudibundos. ‘Es mentira que ese sujeto está arrepentido. Su asqueroso porte es insultante. Y tal vez sea un espía de Gostanián’ -meditó rápidamente. Por lo tanto, soltó el largavistas, aprontó sus dedos y cerró su ojo izquierdo. Asentó con frialdad su mira y esperó que el bolsista le ofreciera un blanco fijo. Las lábiles piernas del beodo se retorcían ante las burlas y provocaciones dirigidas por los mancos a Roxana. Su cintura se doblaba y no mostraba flancos estables. Pero la niña que le dispensaba un trato malévolo se alió con sus propósitos, se defendió brujeando y metiendo bullas. Pataleó desenfrenadamente, asió la manguera de Orlando y lanzó chorretadas violentas a sus escarnecedores, quienes huyeron desencogidos, salvo Pimienta que se mantuvo petrificado. Así lo veía perfecto, abriendo los brazos en cruz, como si estuviera presintiendo su disparo, el líquido de su vaso transparente (se reprochó la fallida predicción del sostenimiento de una botella) manando hacia el césped, brindando como si fuera un campesino boliviano, con la mirada perdida e irreflexiva, sin considerar el derrame que estaba ocasionando. Oprimió el gatillo con aplomada resolución, fisgando qué compañeros se hallaban dentro del radio de fuego de la explosión. Oyó un crujido pachucho y pedorro, de la culata emergió un humo rancio y condensado. Comenzó a toser espeluznado, sacudiéndose unas arañuelas que deambulaban por sus pantalones. Un cagachín se aposentó en su oreja postiza y le matraqueó agudamente sus hombros sudados. Maldijo las zozobras padecidas y el fiasco de su intento. Los felices alaridos de los nadadores predominaban en el ambiente. Ni las moscas habían percibido el ruido débil e irrisorio del estallido. Pero tampoco el sordo se dejaría derrotar con facilidad. Quitó su carga chamuscada e inservible y la arrojó a las telarañas de mayor resistencia. Dejó el mosquete sobre el alféizar del tragaluz. Descendió al piso con un brinco exagerado, equivalente a cinco peldaños de dos palmos cada uno. Obviando naturales urgencias higiénicas y segregando su mente las lamentaciones absurdas que le sugerían las adversidades atravesadas (siendo la más reciente la torcedura de su tobillo izquierdo en la caída) marchó con paso rencoroso a recoger su máuser. Portó en su regreso también una molotov. Cojeando y mordiéndose la lengua ascendió nuevamente al altillo. Apuntaló sus proyectiles. Procuró despejar con escupitajos a los himenópteros en revoleo mientras sus ojos sondeaban el terreno, yendo por la imagen estatuaria de Pimienta. El campo de disparo se había alterado en demasiados aspectos. Los lisiados empapados lo invadieron. Corrían por la floresta libremente, jugando a la mancha venenosa. Su blanco ahora se movía esquivando los desviados embates de los rengos y los mancos, se esmeraba para arquear su cadera y lamer los bordes de su vaso. Sufría los atropellos de los ciegos y a veces, los tuberculosos que participaban del juego lo encerraban en sus rondas. Trató de calcular un ángulo propicio con mucha aplicación, pero su vista no pudo aislar en el segundo necesario para disparar ni un milímetro del cuerpo de su objetivo sin que se cruzara un paralítico intruso. ¿Qué hizo? Emitió una vasta serie de execraciones. Giró el mauser y se puso la punta del rifle en su boca. Sólo mediante ese método logró serenarse. Se lo había recomendado el doctor Cairolo para casos de extrema impaciencia. ‘La inminencia de la muerte suele ahuyentar ciertos fantasmas’ -le había dicho durante sus explicaciones -‘Su presencia continua es una gran bendición para nuestro sistema nervioso. Y si te internás directamente en su reino, todos tus sueños se realizarán, y ya no tendrás que ver los infinitos males de este mundo’ -agregaba, blandiendo como demostración una navaja sobre su propia garganta, abriéndose pequeños puntos de sangre. Recuperado su aliento y con ánimo más blando, Nicolás se quitó el particular chupete de su paladar y limpió su saliva con la cubierta florida y mohosa del colchón. Su espalda picoteada y lacerada por los bichos requería una enjabonadura profunda. Sus audífonos entraron en colapso: el izquierdo se paralizó en un perpetuo martilleo que rebotaba en sus párpados y el derecho viraba frenéticamente de bocinazos irritantes a desafinadas coplas radiales para luego transmitirle en ondas de volúmenes descarnados y atronadores los normalmente imperceptibles aleteos y devaneos de los mosquitos. No se precipitó desesperado hacia la salida sino que se golpeó cual macaco sus máquinas auditivas para repara sus circuitos averiados. Al estabilizarse por la efectividad de sus puños, el lánguido final de un timbre hizo eco en sus sienes. Pronto Guillermo Negro estaría preocupado por su ausencia. Hoy él debía mostrarles a los alumnos sus técnicas beetohoveneanas. El fugaz murmullo de los escleróticos al entrar a la sala de música le anunció doblemente su falta. Se acurrucó en el aposento y remiró el fondo celeste de la pileta. Abarcó el jardín ocupado por las gallinas y los conejos de los vecinos. El vaso de Pimienta reverberaba entre los tomateros y los limoneros. Alguien debió rescatarlo de la fértil y amena huerta para convencerlo de acudir a la clase de Negro. Pimienta tal vez refutó la invitación, pero la promesa de Maximiliano de proveerle un nuevo vaso si iba hacia donde él le indicara lo persuadió finalmente. Sí, esa era la verdad. Había desperdiciado una buena posibilidad de calmar sus ansias vengativas. Ahora estaba obligado a ser un niño simpático y soñador. Sonreírle al borracho y tratarlo como a un padrino, ahornar con él una sólida amistad. Su conducta no debía generar suspicacias. Corrió al vestuario con un impulso demoledor, parecido a los que sentía cuando estaba a punto de concretar un gol o aquellos más enérgicos todavía, cuando escuchó por primera vez a la ciega masturbándose. Se bañó, cambió, peinó, tomó dos vasos de agua, se echó encima unas gotas de loción para después de afeitarse, ejercitó los músculos de los dedos y concretó un breve diálogo con el jardinero (-Siempre lerdo vos. ¿Qué hacés por aquí ahora? -Nada, me ensucié con barro. -¿No te estarás rateando? -No, si viene la clase que más me gusta. -No te hagás el sordo, ¿eh? -Chau, japonés, andá a plantar frijoles) en menos de cinco minutos. Silvia notó su arribo al pasillo y lo detuvo con una advertencia.

-Si llegás tarde una vez más te excluirán del ataque. Otra vez perdimos tus rastros. ¿Dónde te metiste? ¡Vos, que sos el mejor nadador de los sordos! Has traicionado a tus pares.

-Estuve platicando con Orlando y Pimienta; no me cuentes la falta, por favor. Gustavo me pidió que fuera amable con él -suplicó Nicolás.

-¿A quien querés engañar? Vamos, entrá -le ordenó la celadora ciega con una sonrisa condescendiente.

Adentro de la sala de música los mancos ya estaban maltratando las teclas. La separación de los sexos la consideraban fundamental en el arte musical. Tanto Negro como doña Juana admitían desconocer alguna orquesta mixta que tuviera siquiera méritos mediocres, reconocían la innata superioridad masculina en casi todos los estilos concebibles y procuraban fomentarles diferentes aptitudes a sus alumnos: a las mujeres el perfeccionamiento del canto y a los hombres sus habilidades de instrumentistas. Guillermo estaba armando una batería con la colaboración de los mancos. Los sordos, que eran tres, y no eran completamente sordos sino que tenían con desparejas mínimas diferencias el mismo nivel de sordera de Nicolás, afinaban las guitarras con bellos y originales rasgueos. Los parapléjicos le habían prestado el contrabajo al borracho. Los mancos interrumpieron sus melodías para escucharlo. Dos columnas de cal y canto coronadas por un semicírculo de ladrillos enarcaban con galanura el escenario que rodeaba al piano. Nicolás, fresco y sin renquera, con su mejor semblante, ovacionado por los aplausos de la claque parapléjica que Negro había entrenado, se encaminó a su puesto devolviendo el cariño con genuflexiones fandangueras. Sintonizó sus audífonos en el silencio más absoluto posible y, llegado al banquillo del ejecutor, renunció a iniciar su concierto para señalar como un presentador hollywoodense al excéntrico contrabajonista. Y Pimienta pulsó las gruesas cuerdas broncíneas de manera decadente, derrumbando las tiernas esperanzas del profesor de hallar un talento tan exquisito como inesperado. De todos modos su canción no era despreciable. Su entonación era ajustada y cojuda, su voz tenía una estridencia singularmente apacible y, a medida que progresaba su poética letra, sus dedos dominaban con mayor distinción la tensión vibrante del instrumento. Decía frases atinadas relativas al amor y al buen vino con melancólicos retranqueos, una cándida ronquera y la sutil compostura de un linyera bohemio y desgastado. «Que no se deshidrate nuestro organismo ni se deshumanicen nuestros huesos. Arranquemos el odio de cuajo y llenemos nuestras copas de dulces elixires» -declamaba el borracho sobre una melodía grave y tranquila.

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